3.5.16

La hoguera del tiempo perdido



El tiempo es más rápido que la luz. Un día estás tirado en chándal en un banco del parque con los amigos, y al otro contemplas, desde otro banco, el de la iglesia, cómo uno de ellos le dice "sí quiero" a su novia. Un día estás garabateando la libreta de matemáticas en clase, y al otro te pones por las nubes en una nerviosa entrevista de trabajo.  Un día nos creemos los reyes del mambo mientras quemamos la ciudad, y al otro estás hastiado en la cola del paro. Un día te sientes impotente porque no puedes entrar a un garito ya que piden el dni, y al otro contemplas al hijo de tu amigo, mientras dejas que te agarre el dedo con su manita.

Los años pasan fugaces ante nosotros, consumiéndose cual supernovas sin que nos demos cuenta. La vida es el ajetreado descenso de un río donde no hay tiempo ni espacio para detenerse a tomar aire, y si te distraes, si te desconcentras, es cosa tuya. 

Nostálgico por naturaleza y por herencia, cada vez lo soy más, y tiendo a engañarme y a idealizar épocas pasadas y superadas, por el mero hecho de ser perdidas. En esto del pasado hay muchas tendencias, pero dos mayoritarias: los que reniegan de él y lo evocan lleno de decadencia, dolor y lágrimas en la almohada, y los que lo añoran, rodeándolo de una etérea nebulosa y la melodía de Amarcord; yo , pese a que no todo fue maravilloso en otros tiempos, estoy en ese segundo grupo, acaso en el equivocado, pero sin duda el sentido.

Tal vez sea un craso error, porque es difícil, por no decir imposible, construir el presente y el futuro con únicamente la argamasa del pasado, pues no se avanza, no se trabaja bien;  particularmente, insisto, miro continuamente hacia atrás, tanto que un día me daré de bruces con el futuro, un porvenir que cada vez me gusta menos. 

Cuando Proust mojaba en el té las magdalenas de concha, su infancia aparecía de súbito, pero supero al francés. Mi caminar es una continua remembranza. Me sorprendo, una y mil veces, desconectando de la actualidad mientras saboreo ciertas películas de hace quince y veinte años, o me emociono a causa del hondo significado que le he encontrado, tantos años después, a los primeros discos de Dover, con su sonido potente y sucio, tan emblemáticos de una época irrepetible;  me conmuevo con la simple vista de una determinada calle o plaza, repletas de palabras, risas y soplos de vida; me quedo absorto cuando escucho  algunas canciones, tan variadas como simbólicas o en el rostro me golpea una caricia de tal o cual fragancia, que me transporta automática e instantáneamente a una blanca, femenina y sonriente dentadura o a ese abrazo o esa palmada en el hombro que valían por cien, o esa esquina mojada donde me tomé aquel último trago que me sentó como un tiro, o, ahondando en el fango si me detengo frente a esa puerta que nunca más volvió a abrirse.

Me hago mil preguntas y cavilo otras tantas cuestiones evocando lugares que ya no existen y recordando a personas que tampoco; ya por lo menos no caminan de la manera de antaño, ya todo ha cambiado, seguramente para bien, pero me resisto a aceptar la evidencia, la verdad, la áspera verdad.

No sé a qué se debe todo ello, a qué se debe mi negativa a actualizarme  y a subirme al impetuoso tren de la actualidad. Acaso por mi inmadurez crónica, acaso por cierto infantilismo, acaso porque soy especialista en caminar por el alambre y echarme a perder, acaso porque antes la vida era más fácil e intento agarrarme con las uñas a esa certeza a medias, acaso porque tengo ya la edad en la cual mis padres fueron padres, valga la redundancia, pero no quiero ser ellos Lo cierto es que aunque no estoy completo, vivo bastante bien y no se está mal en nuestros días; pero cada vez, insisto, me gusta menos el futuro que se presenta. Echo continuamente de menos el modo de pensar, de actuar, de vivir, y ¡hasta de hacer música y cine! de los años 90, y me palpita el corazón al recordar ¡una vez más! los años 2000, 2001, 2002, 2006...¿Por qué, por qué este eterno y frustrado retorno? 

Tal vez, simplemente,  la causa sea que desde la irremediable e inalcanzable distancia el pasado se valora en demasía, quizá de manera exagerada, y todo es una continua añoranza de un paraíso perdido no tan idílico como sentimos pero, sin duda,   a estas alturas sólo puedo emprender una larguísima travesía del desierto, cargado con mis recuerdos y fantasmas, hasta que un día, posiblemente lejano, llegue a una nueva Arcadia feliz, donde, ajado y arrugado,  seré un hombre nuevo.

De momento sólo sé que ante la avalancha de bodas, cuatro en tres años (apunta a récord) , cuando mis amigos se están casando y la historia se convulsiona una vez más, yo me siento, pese a la alegría,  cada vez más extraño y desubicado, más ajeno a la realidad, cada vez más outsiderHe asumido que voy a ser como esos familiares solitarios y bohemios, felices entre libros y copas. 

Tampoco siento envidia, ni tristeza por desear estar en su lugar; para nada.  Por ahora, lo único que ansío es renacer de las cenizas de la hoguera del tiempo perdido, cual Ave Fénix, y vivir, vivir, aunque sea mediante ese eterno retorno, sin dejar de echar la vista atrás, pero con suficiente buen viento para culminar mi travesía, y decir, sí, joder, la vida era esto.