7.10.15

Veinte y seis horas en la ciudad de los caballeros


 Si uno deja atrás Madrid y se dirige hacia el oeste, dejando a la derecha la impresionante mole de El Escorial y cruza la sierra de Guadarrama, aparece en esa inmensa y desolada estepa alta llamada Submeseta Norte. La antigua Castilla en toda su magnificiencia.

No demasiado lejos de las montañas, el viajero se topa, incrustada entre las rocas, con Ávila.

"Ávila de los Leales, "Ávila del Rey", "Ávila de los Caballeros" (su denominación oficial hasta 1877 fue ésta última), la insigne ciudad de Ávila, recibe al viajero en la soledad mesetaria bien protegida por sus extraordinarias y universales murallas. Una breve vista basta para comprender al momento el carácter y la historia de sus habitantes y de los castellanos en general. 

Dura, austera, recogida, fría...son los recurrentes adjetivos que se usan para hablar de ella. Aun a riesgo de parecer poco original, sin duda se ajustan como un guante a ella. Y no son negativos; para nada. Simplemente es la pura verdad, y lo que la hace única. 

Situada a unos respetables 1.134 metros de altura (la capital de provincia más elevada de España) lo primero que llama la atención es el aire, lógicamente más fresco que el de la costa o la llanura, pero también más puro. Sin duda, el frío, no por esperado deja de sorprender, pues estamos a  comienzos del otoño y cuando el viajero aún lleva el verano en la piel; pero de golpe se siente casi como en un invierno mediterráneo; entonces se pregunta a qué niveles de helada puede llegar un enero abulense, y lo difícil que debe haber sido la vida  desde tiempos prerromanos.  Después, una vez ha alcanzado algún punto elevado, percibe lo vacío, lo desangelado del paisaje. A él,  un hijo del sureste acostumbrado a las feraces huertas, a las alquerías,  a las pedanías  y a las naves industriales que rodean a las ciudades y a los pueblos de cierta importancia, le parece impresionante que, más allá de Ávila, de la ciudad vieja y de la nueva, no haya nada. Páramos, algún pequeño bosque, como mucho una casa grande, el surco de un río. Pero todo es ocre, indiferente, rotundo, sin demasiadas florituras. Como es esta vetusta y pequeña capital; pequeña, verdaderamente, pues, para hacerse una idea, sus 58.900 habitantes la sitúan no sólo a notable distancia de importantes ciudades más o menos antiguas y carentes de capitalidad, como Vigo (295.000), Elche (228.600) o Cartagena (216.400); también queda por debajo de notorios "pueblos grandes" como El Ejido (85.000) , Orihuela (83.000), Gandía (76.500) o Linares (60.300). Peculiaridades de España y de su historia y su evolución.  


Cuando se franquea alguna de las monumentales puertas de acceso a la muralla, algunas transitadas por automóviles,  se entra en el recoleto y delicioso casco histórico, bastante cuidado y de limpias calles, muchas peatonales.  "Azorín" dijo que Ávila era la ciudad  "más siglo XVI de España", y no le faltaba razón al ilustre alicantino. Pavimento empedrado, casas y palacetes del Quinientos, iglesias, conventos y ermitas aquí y allá, todo dominado por el denso caparazón de las murallas y sus casi 90 torres. Ciertamente, si no fuera por los letreros luminosos y el molesto ruido de los coches, el viajero podría imaginarse el tintineo de unos aceros esperándole en la siguiente esquina, o sorprenderse con algún hidalgo, pobre y orgulloso, con el coleto lleno de migas para hacer creer a la gente que come bien, como el amo de Lázaro.

O toparse incluso con algún monarca. La ciudad entró en decadencia conforme fue finalizando la Edad Moderna, pero durante toda la Edad Media, cuando en Ávila se escuchaban palabras como "mesnadas", "juros", "almogavarías" o "razias", la villa tenía una trascendencia pareja a la de Castilla, y era una plaza destacable para los reyes, que solían recurrir a ella en momentos difíciles (de ahí lo de "los Leales", "los Caballeros", "del Rey"). Además por su importancia era una ciudad de obligada visita para los monarcas, tanto en el Medievo como buena parte de la Edad Moderna.  No es raro encontrarse una placa en tal iglesia acerca de la primera misa de Felipe II como rey en Ávila, u otra en una casona aprovechada por Carlos V,  y etcétera. 

Como también es fácil toparse con motivos, recuadros  y recuerdos de Teresa de Jesús, Santa Teresa (1515-1582), no sólo por el 500 aniversario de su nacimiento (algo en lo cual se ha volcado la ciudad), sino porque su huella es reconocible en Ávila, dada la cantidad de conventos e instituciones que fundó la abulense más ilustre de todas, por encima de otros célebres hijos de la villa como "El Tostado" o  Sancho Dávila, el Rayo de la Guerra. 

Con el Siglo de las Luces entró Ávila en progresiva decandencia y ensimismamiento, como Castilla en sí. Pero esta ciudad posiblemente más que otras, pues resulta difícil encontrar vestigios y construcciones del 1700 en adelante. Levemente se planteó en el muy práctico XIX , que tantas murallas europeas se llevó por delante, derribar sus antiguas fortificaciones de base romana,  pero por suerte para la humanidad, ahí siguen, y ciertamente decir "son impresionantes" es poco. La decadencia que trajo el paso del tiempo a la villa no afectó a su recinto defensivo. Sólo se da cuenta de su magnitud y rotundidad amarillenta quien se acerca por fin a ellas y tiene la suerte de subir las empinadas escaleras y recorrer casi tres kilómetros por las alturas, sintiéndose un abulense de otros tiempos, espada en la mano o el cinto y ojo avizor al horizonte, mientras siente el frío estepario y grandioso en el rostro. 

Evidentemente, no todo son murallas en la "ciudad de las murallas", valga la redundancia. Eficazmente adosada a ellas se encuentra la oscura mole de la catedral, entre románica y gótica, uno de esos edificios que resultan ser más grandes por dentro que lo que uno cree por fuera. El sobrio y maravilloso interior le transporta al viajero a tiempos de antiguas misas, coronaciones y rezos por el triunfo en la batalla. También puede encontrarse fastuosos altares  y sepulcros platerescos, entre otras obras de arte, y en el claustro,  las lápidas de dos personalidades verdaderamente ilustres enterradas allí, y a quienes el viajero presenta sus respetos: don Claudio Sánchez Albornoz, intelectual con todas las letras, maestro de historiadores y político republicano, y don Adolfo Suárez, presidente del Gobierno y uno de los artífices de la Transición a la democracia (1975-1982). Una vez fuera de la catedral, pueden vislumbrarse y  visitarse un buen número de iglesias, monasterios y conventos, en un número bastante alto y sorprendente para una ciudad pequeña, cuyos campanarios resaltan aquí y allá; no en vano Ávila siempre ha sido "ciudad de cantos y de santos".  

Si uno consigue librarse de las tentaciones del chuletón, de las yemas de las monjas o del habitual merchandising turístico (más importante para Ávila que otras ciudades menos aisladas y más visitadas), y se adentra por los vericuetos del casco medieval-moderno, se sentirá en verdadera paz y alcanzará una tranquilidad que sólo se consigue al transitar por ciertos pueblos. Y es que Ávila, para ser una capital de provincia, es en ciertos rincones de solitarias calles como un pueblo; y esto no es una crítica o una burla, justo lo contrario: es un elogio.

Tras superar otra de las grandes puertas, esta vez en dirección extramuros, el incansable viajero cruzó la escueta vega del río Adaja y se acercó, obstinado, hasta Los Cuatro Postes. Es éste un antiguo humilladero con posible origen de culto celta o romano, que en época cristiana continuó siendo lugar de oraciones; así,  fue frecuentado por Santa Teresa. Construido sobre unos dificultosos peñascos, las cuatro columnas dóricas con sus arquitrabes formando un cuadrado sin techo rodean una gran cruz de granito. Desde el promontorio se obtiene una magnífica vista de la ciudad, compacta y bucólica en lontananza. Una vez se ha largado el autocar de los japoneses, el viajero contempla tranquilo y ensimismado el panorama. Pese a lo austero y desolado del paraje, o tal vez por ello, Los Cuatro Postes tienen un extraño poder de atracción, una magia algo oscura indescriptible y maravillosa. 


"Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer".

 Así comienza Miguel Delibes La sombra del ciprés es alargada. Certero estuvo el gran escritor de Valladolid. El viajero no ha nacido en Ávila y, por contra, abrió los ojos muy al sur. Siempre se ha sentido muy almeriense y posteriormente, Murcia dividió su corazón, como bien sabe todo el que lo conoce. Pero también tiene desde hace bastante tiempo una querencia, una admiración, un gusto,  por Castilla y por todo lo castellano, por lo que en cierto modo se considera heredero de "Azorín", ese levantino mesetario.  No sabe si llega a tener el alma castellana, pero para él Ávila sin duda representa, con mayor rotundidad y dureza que otras, esta esencia, tan triste,  solemne y evocadora a la vez. ¡Si hasta las campanas suenan distintas a las del Sur o el Levante!

Llega el momento de partir y presuroso y nervioso como mediterráneo, aunque obligado por el horario,  debe marcharse por el camino de hierro en dirección a la bulliciosa Madrid. Ha sido una estancia breve pero intensa, y desea regresar pronto y volver a sentir esa atracción de difícil explicación por la helada estepa, por la piedra de larga memoria, por los páramos desolados, por los horizontes interminables. 


Allí, entre las frías y desnudas  rocas se quedan sus calles vacías, sus rotundas murallas, su bella catedral y  sus enigmáticos Cuatro Postes. Allí,  permanece todo azotado por la ventisca castellana. Así pasen quince siglos más. En la vetusta Ávila, en Ávila de los Caballeros, en la austera ciudad de los leales, el tiempo se ha detenido. Y no sólo eso. Transcurre más despacio. 


2 comentarios:

  1. ¡Qué lugar tan maravilloso has visitado! ¡Y cómo me hubiera gustado poder verlo yo también! Lo poco que sé de Ávila, para mi vergüenza, es lo que he leído en los libros y lo que he aprendido de su historia. ¡Y queda tanto por saber! Me alegro de veras de que te haya gustado un sitio tan hermoso. Una de las cosas que me llama la atención es esa característica de ciertas ciudades castellanas, que parecen haberse quedado en la Edad Media o en la Edad Moderna, pues es lo que parece al adentrarse entre sus callejuelas empedradas, rodeados de edificios sacados de otra época. En Salamanca sentí algo muy similar.

    Y, bueno... A modo de sugerencia, algún día podrías atreverte a ir un poquito más hacia el norte, y un poquiiiito más al oeste... que allí también hay una tierra muy hermosa que me gustaría mostrarte, ^^*.

    Un beso!

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    1. Sí, la verdad es que Castilla es única, tanto la Vieja como la Nueva :)

      Jeje, por supueesto, sé que tengo que ir a ese rinconcito verde...un abrazo!

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