25.6.15

10 bandas sonoras para no olvidar a James Horner




 La trágica muerte de James Horner en accidente de avioneta supone un duro golpe para su familia y amistades, pero también para sus seguidores en todo el mundo y en general para todos los que amamos la "música de cine". Sin ser el compositor más grande (de entre los que quedan vivos, ese honor sería tal vez para Ennio Morricone y John Williams) ,  pese a su irregularidad y sus etapas de menor popularidad (los 90 fueron su gran época) ha sido un artista versátil y de enorme categoría que ha entregado algunas de las mejores bandas sonoras del cine reciente y que particularmente supusieron y suponen mucho para mí. Acusado por sus detractores (que también son legión) de facilón y comercial, de  autoplagiarse  y de recurrir a las mismas melodías y motivos (cómo olvidarse de su mítico parabará, que cuenta incluso con página de Facebook) también es cierto que su música forma parte de alguno de los mejores momentos del cine.

Una verdadera pena dejar este mundo a los 61 años, y cuando aún podía entregar  trabajos más maduros; baste recordar que los citados Morricone y Williams compusieron Cinema Paradiso y La lista de Schindler, respectivamente, a esa misma edad. Sólo queda ya seguir recordando su música e intentar que no caiga en el olvido, como ocurre con otros maestros tempranamente fallecidos como Basil Poledouris. 
36 años de carrera dan para mucha y memorable música, y para más de una entrada, pero haré un esfuerzo y elegiré sus -para mí- 10 mejores e inovidables obras. Disfrutemos, una vez más, gracias a él.

Que la tierra le sea leve, James (1953-2015).


10- Apocalypto (Apocalypto, 2006). Mel Gibson realizó otra película histórica (o pseudo-histórica) tras La Pasión de Cristo  y  contó con Horner para la banda sonora, una década después de Braveheart.  Aunque no llega al nivel de ésta, tiene momentos impresionantes, a la par con el largometraje de Gibson, con piezas muy en la línea característica de su compositor, en este caso con el añadido de los recurrentes instrumentos indígenas y con la particularidad de la música, casi más propia del cine de terror. Pero con Horner te zambulles de lleno en la fascinante y misteriosa civilización maya.  Frenesí y clímax final:





9El nombre de la rosa (Le nom de la rose, 1986). La gran película de Jean-Jacques Annaud basada en el libro homónimo de Umberto Eco contó con una estupenda banda sonora de Horner, tan inquietante y oscura como la abadía medieval que visita el personaje de Sean Connery. Eran los 80 y el uso de sintetizadores  y aparatos electrónicos parecía inevitable, y hoy quizá se nota desfasado, aunque personalmente me encanta.  Además, Horner lo mezcló con temas corales e instrumentos más tradicionales, entregando una música misteriosa, sí, pero realmente bonita. 





8Willow  (Willow, 1988). Horner también compuso un buen número de bandas sonoras de películas infantiles, tales como Cariño, he encogido a los niños, Fievel, Rex, un dinosaurio en Nueva York, Jumanji, Casper, El Grinch... Aunque me quedo con la música de Willow, esa entrañable película de Ron Howard que tanto nos marcara a niños con tendencia por la fantasía, y cuya banda sonora es de las más conocidas de su autor.  Ya con sólo escuchar la mítica y hermosa fanfarria del tema principal, tan característica suya,  me transporto a la infancia. Gracias por todo, James Horner. 







7Leyendas de pasión (Legends of the fall, 1994).  Película dirigida por Edward Zwick y todo  un  culebrón ideal para ver en alguna tarde ociosa de invierno.  Pese a que tire de lo telenovelero y que Brad Pitt estuviera aún en su etapa de ídolo de carpetas , cuenta con un buen reparto, unas espectaculares escenas de exterior, una preciosa fotografía de John Toll y especialmente una bella e impresionante banda sonora de Horner, que ya desde el primer segundo te ambienta perfectamente en los años 10 del siglo XX. Pastelosa, romanticona y sobrecargada, sí; pero uno tiene su corazoncito. 





6- Tiempos de gloria  (Glory, 1989). Horner ya había colaborado antes de Leyendas de Pasión con Zwick. Se trata de esta muy correcta película basada en hechos reales, acerca de un regimiento de infantería de voluntarios de raza negra que lucharon en la Guerra Civil estadounidense (1861-1865) en las filas del ejército de la Unión. El emocionante tema principal es muy conocido, así como Charging Fort Wagner, un corte vibrante,  muy poderoso,  con claras influencias  del Carmina Burana. Epicidad máxima. 







5Avatar (Avatar, 2009). Estoy dentro del grupo de quienes consideran a la de James Cameron como una película pretenciosa, pastiche de varias y en general un tanto sobrevalorada pese a la belleza de sus imágenes. Más allá de esta muy particular consideración, la música compuesta por Horner es otra gloriosa banda sonora y uno de sus trabajos más grandes, nominado al Oscar.  Intensa, rotunda  y emocionante,  para mí supera a la película. Difícil no dejarse llevar por la enorme fuerza de esta canción, por ejemplo:






4- La máscara del Zorro (The mask of  Zorro, 1998). Una de esas películas (Martin Campbell) que, sin ser una maravilla, resultan muy entretenidas y con gancho. Puro cine de capa y espada,  en la cual hasta Banderas es creíble, aunque el mejor es el gran Anthony Hopkins. Cuestión aparte es su evocadora banda sonora repleta de influencias españolas y  criollas-latinas. Su  tema principal es una maravilla intensa, desgarrada,  con los habituales toques hornerianos, aunque personalmente tengo debilidad por esta pieza de la lección de esgrima:







3- Titanic (Titanic, 1997). Dejando a un lado la locura por Di Caprio (no he vuelto a sufrir en los cines esas bochornosas escenas de chavalas gritando con fervor...o las niñas de antes eran más impresionables o Jack fue realmente irrepetible),  o  la machacona canción de Celine Dion  (aún me recuerdo tocándola con la flauta en el colegio), o  la lluvia de premios, Titanic es un peliculón icónico de los 90 y marcó una época. Muchas de sus escenas aún impresionan, como la banda sonora del maestro James, caracterizada por su romanticismo , sus voces femeninas y sus tonos celtas. Por supuesto, se llevó también el Oscar (y la canción de Celine Dion, compuesta a medias por Horner, otro)  y es uno de los discos más vendidos de la historia. Indudablemente, no sólo es bella, también comunica y mucho. Aún emocionan canciones como ésta, que transmite toda la fuerza del transatlántico surcando el océano, o el precioso y evocador "himno al mar":





2- Krull (Krull, 1983). Uno de los primeros trabajos de Horner, y para muchos su obra maestra, el principio de todo.  Aquí puso música a una de esas aventuras,  tan habituales en los 80, basadas en una mezcla de fantasía y (por influencia de Star Wars)  epopeya espacial. La película tuvo escaso éxito, pero la banda sonora es espectacular, un poderoso vals verdaderamente glorioso, con notas a lo Strauss y desde luego anticipa lo que va a ser su compositor en las próximas décadas Escuchando Krull se entienden muchos temas de su carrera.

 




1- Braveheart  (Braveheart, 1995). Poco más puedo decir de esta película, a la cual le dedicara ya dos tochos hace tiempo. Mención muy especial para su música, con total sinceridad una de las bandas sonoras de mi vida, pues significa mucho para mí  y fue una de las más gratas compañías en las difíciles tardes y noches de la adolescencia.  Parte indisoluble de la excelencia de Braveheart, sin duda el largometraje de Mel Gibson no hubiera llegado tan lejos sin las piezas de Horner, que se fusionan perfectamente con las imágenes. Se quedó sin Oscar, que fue a parar a El cartero y Pablo Neruda.  Sus críticos, aunque reconocen su poder y belleza, la tildan de repetitiva y sobrecargada...¿y qué? Todas, todas sus canciones son apreciables, valen su peso y transmiten toda la emoción, la determinación y  la épica necesarias, desde el muy conocido tema principal, a los de las batallas, o a otros más intimistas como otra de mis debilidades, The princess pleads for Wallace´s lifeO ésta, indescriptible y que me sigue erizando la piel y humedeciendo los ojos como la primera vez:

-"Habéis sangrado con Wallace. Sangrad ahora conmigo."






 Gracias por tanto, eterno James Horner.

22.6.15

"Jurassic World": un digno entretenimiento entre la nostalgia y los píxeles



Mea culpa. Por una vez he pecado de bocazas (aunque no es mi primer patinazo) y hace unas semanas juzgué como "innecesaria" a la cuarta entrega (¡cuarta ya!) de Jurassic Park / Parque Jurásico...

Una vez vista, puede decirse que aunque queda lejos de la vieja e insuperable primera parte, es un entretenimiento muy digno, el cual por supuesto machaca (algo bastante fácil)  a esa desgraciada mierda llamada Jurassic Park III  (2001),   y que incluso -según mi particular opinión, por supuesto-  mejora a la segunda parte (1997), pues con los años he ido viendo con mayor ojo crítico a ese The lost world/ El mundo perdido. 

Siendo sinceros, acudí al cine sin pretensiones y no esperaba ninguna maravilla de este Jurassic World, más que nada por el tipo de películas que se hacen actualmente en nuestra posmodernidad (blockbusters más próximos al videojuego que al cine)  y porque Spielberg ya no es el que era, ni dirigiendo ni produciendo. Pero el resultado, recalco, está por encima de lo que mi pesimismo imaginaba: una nueva aniquilación del espíritu de 1993. Felizmente, no ha sido así y me atrevería a decir que de las cuatro películas, es la segunda que más me ha gustado.

Jurassic World es una película realizada clara y expresamente para arrasar en taquilla (como efectivamente está haciendo)  y por tanto entretiene, y mucho, y maravilla hasta cierto punto, pues a estas alturas de la vida ya no nos vamos a impresionar  demasiado por algunas imágenes, ni adultos ni tampoco los niños de 2015, menos propensos incluso a sobrecogerse, tan tecnologizados como están ya.  También es una secuela o una cuarta parte desde una especie de reinicio, en la que los personajes de las tres primeras ya no aparecen, pero siguen estando muy presentes en la trama y en las bocas de los protagonistas; al fin y al cabo la historia se desarrolla 20 años después y  en el mismo lugar que Jurassic Park: la ya mítica isla Nublar. 

Y ahí radica una de sus mayores virtudes, pues la película está trufada de referencias y homenajes a la de 1993, pese a que esto lastre un poco su originalidad. En este sentido, aunque sea un largometraje destinado a un chaval o un niño actual, que en ese año aún no era ni un proyecto para sus padres, por otra parte está hecha por y para los mismos que se maravillaron con Jurassic Park hace ya más de dos décadas. Se nota, por ejemplo, que el joven director, Colin Trevorrow (nacido en 1976, leo por ahí) quedó fascinado en su momento y  ama de verdad a esa obrita maestra de Steven Spielberg, quien, aunque sólo produce, se deduce que ha tenido sintonía con el director, el cual ha demostrado respeto y devoción  hacia ella en su mayor parte. De hecho podría decirse que buena parte de la película es también un homenaje a todos los que nos emocionamos  (y lo seguimos haciendo) con Parque Jurásico.

Ya escribí en su momento  sobre la adaptación de la novela de Michael Crichton que Spielberg llevó más allá  y  todo lo que supuso, todo lo que me marcó, todo lo que sentí y todo lo que me cautivó, pero, ay amigo, qué sensaciones volví a experimentar el otro día, cuando ya creía que con casi 30 años sería incapaz de emocionarme con ciertas películas...fue volver a ver la isla Nublar (ya sólo leer en pantalla isla Nublar estremece) y ciertas estancias  y volver a escuchar las eternas notas de la música compuesta por John Williams, y en mi cuello comenzó a correr un cosquilleo indescriptible mientras se humedecían mis ojos.  En esas escenas me sentí como si volviera a tener 8 años. 

Otra de las virtudes de este Jurassic World es que, pese a realizarse en 2015, bajo la dictadura de lo digital y de los apabullantes efectos especiales generados con  ayuda  informática, se ha intentado darle un cierto sabor añejo, a cine de antes, y, aunque los dinosaurios artificiales son realmente impresionantes (si bien los de Jurassic Park parecían más reales) también se nota la cantidad de decorados y estructuras que se han construido expresamente para la película; por tanto, no estamos ante un videojuego donde los actores de carne y hueso aparecen incrustados, que es en lo que se han convertido la inmensa mayoría de largometrajes de aventuras/ciencia ficción/ fantasía/ acción. Y el veterano Spielberg no ha sido inmune a esta moda, por desgracia, aunque parece que por lo menos para  Jurassic World ha recapacitado. O eso o se ha impuesto el criterio del director.

Visto en perspectiva, puede decirse que en ese sentido la añeja Parque Jurásico tiene parte de culpa pues  fue el principio del fin de todo: sus extraordinarios efectos especiales anunciaban el nuevo tipo de cine que iba a imponerse; aunque como fue una de las primeras ( tempranos años 90), el equilibrio entre CGI y realidad se daba correctamente, además de que los enormes dinosaurios  animatrónicos del fallecido Stan Winston, tan verídicos,  aparecían bastante,  y los actores tenían su importancia. Pocos directores han seguido ese camino sugerido (baste recordar el infame Peter Jackson de El Hobbit), senda que parece haber escogido este Colin Trevorrow. Hay esperanza, quiero pensar. 



Lo mejor:

- El respeto y devoción por Jurassic Park,  las referencias, homenajes y motivos recurrentes, como la música, y el esfuerzo por restaurar la decadencia de la tercera parte. Lógicamente quien quedase marcado para siempre en 1993 apreciará mejor  lo que quiero decir, y me entenderá perfectamente. Hay alguna sorpresa, e  incluso más de un personaje en el cual quien era un niño hace 22 años, se sentirá identificado.

- El cierto equilibrio entre lo real y lo virtual, entre la nostalgia y la modernidad, por así decirlo. Los efectos generados por ordenador son de vital importancia en la película, sí,  pero también  lo son los apreciables decorados construidos pieza a pieza y algunos actores. Además, el parque de atracciones en sí, el sueño del viejo Hammond por fin cumplido, es una gozada, con todo lo que contiene,  todo lo que insinúa y todo lo que se deduce. 

- Los dinosaurios, de entre los muchos que aparecen,  impresionan, aunque puestos a elegir prefiero los de Parque Jurásico con su apariencia más pesada, más real.  Cierto híbrido es  espectacular y acojonante. También se notan algunos muñecos (animatronics) rugosos y más lentos, detalle entrañable del Spielberg de antaño, aunque ya no esté el gran Winston. 

- Cierto tono de autocrítica acerca del consumismo, el mercadeo, el marketing  y la dictadura del dinero.

- La película, además de un muy buen ritmo,  tiene mucho humor y sabe reírse incluso de sí misma. 

- Actuaciones destacables de ciertos actores y actrices, especialmente Chris Pratt, con un personaje, pese a su simpleza, un punto carismático y atractivo, y Bryce Dallas Howard,  quien también me acabó gustando. 

- Agradecida combinación de "película taquillera para la chavalería" y "entretenimiento sangriento  y una pizca de complejo para adultos". 



Lo peor: 


- Pese a su poder evocador, estamos en 2015 y  tanto el público como  las productoras demandan espectáculo. Quiero decir que el ruido y el píxel tienen su peso, y donde en Parque Jurásico bastaba con un vaso de agua temblando o una puerta de la cocina abriéndose, aquí se tira de CGI. 

- El nuevo rol de los velocirraptores. 

- Los niños, las familias y sus tramas. ¿Qué sería de Spielberg sin infantes con problemas en casa? Por otra parte, en las tres entregas anteriores de la saga también había niños exasperantes; sólo con recordar a la niña negra de El mundo perdido me estreso. 

- Aunque no puede exigirse mucho,  dominan los clichés, la mayoría de personajes son ciertamente planos y se echa de menos a Hammond, al doctor Grant o a Ian Malcolm. Incluso a Dennis Nedry. 

-  Puede que estemos ante una nueva trilogía, y una vez que se ha mejorado el nivel tras el estropicio de la tercera, cuatro películas parece más que suficiente.  Aunque la dirigiera el mismo director y Spielberg siguiera estando detrás, no suele salir nada bueno de nuevas y taquilleras sagas, especialmente si se hacen  versiones de grandes largometrajes de los 70 y 80, tan en boga actualmente. 

- (Ésta es muy personal, por mi nostalgia característica) El paso del tiempo y la pérdida de la capacidad para asombrarse, y los ojos, que no son los mismos que hace 22 años.  Cuando piensas que nunca vas a volver a ser ese niño que soñó con dinosaurios, o por lo menos desenterrarlos, que se sabía más nombres que el Triceratops, el Diplodocus y el T-Rex. 

18.6.15

El viejo y olvidado Blücher


 Hoy, 18 de junio,  es el 200 aniversario de la batalla de Waterloo. Los fastos en los que están inmersos diversos organismos y países (algunos con más orgullo que otros, lógicamente...baste recordar el veto francés a una moneda conmemorativa belga) y por la cual desde las más variopintas publicaciones se bombardea al público con reportajes sobre la famosa batalla de dos días, la confrontación apocalíptica entre Napoleón y Wellington, Francia contra Inglaterra, el nacimiento de la Europa contemporánea, etc, me sirven para romper una lanza hoy por alguien que, si bien no ha quedado tan oscurecido como el papel de los españoles en las Guerras Napoleónicas (que da para otra entrada, otro día será)  sí ha visto relegado su nombre ante la mayor popularidad y gloria tanto del emperador francés como del duque inglés, mucho mejor vistos, sobre todo el segundo. Y ello teniendo en cuenta que hasta el orgulloso y relamido Wellington sabía que gran parte de su épica victoria en Waterloo fue posible gracias a otro hombre, por quien confieso tener cierta debilidad. 

Hablo del mariscal prusiano Blücher. Del conde y luego príncipe Gebhard Leberecht von Blücher.

Éste nació el 16 de diciembre de 1742 en Rostock, en el norte de la actual Alemania y por aquel entonces ciudad integrante del ducado de Mecklemburgo, uno de tantos territorios semi-independientes en los que el país germano estaba divivido.  Rostock era un importante puerto en el Báltico, pero Blücher  dio la espalda al mar; era hijo de un terrateniente que había servido como oficial en la caballería, y a ella se encaminaría él también. 

Curiosamente su primer contacto con la guerra  se produciría en las filas del ejército sueco y contra Prusia, en el marco de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), siendo un adolescente. En 1760 fue capturado por los prusianos, aunque un coronel le cogió afecto y Blücher se cambiaría de bando (algo no extraño en los alemanes de su tiempo) ya de manera definitiva y como húsar. Pronto se haría uno de los jefes dado su rancio abolengo (su linaje se remontaba al siglo XIII).   Sería un húsar toda su vida a lo largo de las muchas batallas donde cabalgó, entre el barro, el humo y la destrucción.

Inteligente pero excesivo e impulsivo, valiente y temerario, colérico y calavera, partidario de lo directo y de sangre caliente, parecía más mediterráneo que teutón. Idolatrado por sus tropas por su disposición a colocarse en primera línea sable en mano, no era tan bien visto por sus compañeros de mando y por los superiores, que le consideraban demasiado vanguardista  y algo  obcecado. Además, era amante de la vida disoluta y fueron frecuentes las riñas y juergas que no se entendían sin aguardiente, mujeres y juego, lo que le hizo aún más impopular entre los generales, retrasando su carrera militar y provocando la inquina del rey Federico II el Grande, tan recto, ilustrado y distinguido, como sabemos. 

El monarca prusiano aprovechó las polémicas actuaciones de Blücher contra los rebeldes  polacos  (las cuales incluyeron una ejecución simulada de un cura) en 1771 para alejarle de la Corte y fue invitado a exiliarse (le mandó "al diablo" en una carta).  El capitán de húsares quedó establecido en Silesia, donde se dedicó a administrar su finca, a  la ganadería y a la agricultura, y también a sus licenciosas aficiones noctámbulas, por más que se casara en 1773 con Carolina Amalia von Mehling (1756-1791), con quien tuvo siete hijos.

Fueron pasando los años y en 1786, el rey Federico fallece y su sucesor, Federico Guillermo III, le acoge de nuevo bajo el manto teutónico. Blücher es readmitido en el servicio y es nombrado mayor del cuerpo de los Húsares Rojos.  Toma parte en la guerra con Holanda y en 1789 recibe la alta condecoración militar de Prusia, la Pour le Mérite,  Pronto iba a estallar en Francia una revolución cuyos efectos acabarían alcanzando al resto de Europa, incluida la rígida Prusia. Y allí iba a estar el temerario conde Gebhard. 

En 1793 y 1794 sale victorioso en varios encuentros contra los franceses en la Guerra de la Primera Coalición frente a los revolucionarios, y así, el impulsivo Blücher es nombrado coronel y posteriormente general. Viudo, se casa en 1795 de nuevo, ahora con una mujer sensiblemente más joven,  Amalia  von Colomb (1772-1850).

Ascendido a teniente general en 1801, con 58 años, ya es un anciano, aunque bravo y vigoroso, cuando Napoleón Bonaparte se proclama emperador en 1804.  Soplan vientos de guerra como hacía mucho no se sentían en el continente, y en ésas iba a estar de nuevo nuestro Blücher, como uno de los primeros espadas de una Prusia que se encontraba entre Francia, Rusia y Austria. 

En 1805 comenzó otra campaña, esta vez la de la Cuarta Coalición contra el Imperio francés, y el prusiano tomó parte el 14 de octubre de 1806 en la decisiva batalla simultánea de Jena-Auerstädt; en el primer lugar se enfrentó Napoleón contra el rey Federico Guillermo III, mientras que a Blücher le tocó batirse en Auerstädt bajo las órdenes del duque de Brunswick contra el francés Davout. El veterano húsar hizo gala una vez más de su insensato ímpetu y lanzó varias y valerosas cargas de caballería de manera infructuosa. De todas formas, Jena-Auerstädt supuso una derrota humillante para Prusia y el fin de su prestigio militar. Berlín fue ocupada por Napoleón, la familia real prusiana hubo de huir y el propio Blücher fue hecho prisionero por los franceses después de haber sido arrinconado cerca de Dinamarca por un ejército imperial exageradamente superior en número.

Pese a que el cautiverio fue breve, el orgulloso y experimentado jinete odiaría el resto de su vida a los franceses y se marcará como objetivo ineludible enfrentarse a Napoleón y capturarle para matarle con sus propias manos.  Con Prusia invadida y dominada por Francia, a Blücher no le queda más remedio que retirarse como soldado, si bien se constituyó como un importante activo del "Partido Patriótico" que abogaba por levantarse en armas contra Bonaparte. Con todo, sus intentos de una alianza con Austria y/o Rusia fueron estériles, pese a que con 67 años, en 1809, es ascendido a general de caballería. 

Pero, una vez más, las circunstancias cambiaron el rumbo del viento de la guerra, y Napoleón fracasa en su campaña rusa, derrotado por el "General Invierno". En su retirada en 1812, las potencias que habían sido despachadas por Bonaparte ven ahora su oportunidad y por fin se unen contra el  tirano corso. La llamada Sexta Coalición (Reino Unido, Austria, Suecia, Rusia, Prusia) sale a cerrarle el paso a la Grande Armée. 

Mas no fue fácil, ni limpio.  Napoleón seguía siendo un genio militar aun en inferioridad y obtuvo importantes victorias, como Dresde, y otras más pírricas, como Lützen y Baützen, en mayo de 1813. En ambas participó el viejo Blücher, quien a sus más de 70 años seguía colocándose en primera fila, como siempre, sable en alto,  exaltando la moral de la tropa, pero exponiéndose a la furia enemiga y cabalgando en busca del destino, y, por qué no, de la muerte.  Las dos supusieron nuevas derrotas, pero el alocado prusiano acrecentaría su fama, haciendo honor a su apodo, Marschall Vorwärts ("Mariscal Siempre-Adelante").

Efectivamente ya era mariscal de campo, y en octubre de ese año tuvo lugar en Leipzig la verdadera madre de todas las batallas de las Guerras Napoleónicas, un enfrentamiento colosal entre los aliados y los franceses, con cientos de miles de hombres por cada bando. Según no pocos historiadores, ésta fue la batalla decisiva y de mayor importancia que Waterloo. También se acusa a los clásicos autores británicos de concederle mayor relieve a ésta última; al fin y al cabo, en el campo belga intervino Wellington y en Leipzig no tomó parte ningún inglés. 

Lo cierto es que Leipzig supuso el principio del fin de Bonaparte y Blücher, enfrentado por cuarta vez a él, sí pudo ganarle esta vez, arrasando con todo a su paso y  hostigándole hasta el mismo París. Aunque no pudo atraparle, pues el Ogro de Córcega fue recluido en la isla de Elba. Ya en la capital francesa el mariscal intentó saquearla  y cumplir otra de sus promesas, dinamitar el puente de Jena (levantado para conmemorar la victoria sobre Prusia), mas los generales aliados, más diplomáticos, intervinieron en ambos casos y lo evitaron. Aún así, el Imperio francés era historia.

Su rey le honró nombrándole Príncipe de Wahlstatt y concediéndole más tierras en Silesia. Además le condecoró con la Gran Cruz de la Cruz de Hierro, la más alta distinción prusiana y luego alemana (Blücher y el mariscal Hindenburg en 1918 son sus únicos portadores). En el marco de las celebraciones por la derrota de Napoleón, fue invitado a Inglaterra, donde fue recibido con los máximos honores. Ese viaje le resultó muy gratificante al ajado húsar. A su vuelta en 1814 se retiró a su hacienda, en lo que parecía una jubilación definitiva...

Pero poco duraría apagado el incendio de la guerra. La culpa, de nuevo por la imprudencia, esta vez no suya, sino de los ganadores, quienes de manera benévola confinaron a Bonaparte en la isla de Elba, próxima a su Córcega natal y desde donde seguía con interés los acontecimientos (como la falta de acuerdo y las divisiones patentes en el Congreso de Viena) , sin perderse ni un detalle ni los contactos y antiguas influencias.
Así, el Monstruo no tuvo muchos problemas para desembarcar en una inestable Francia que le aclamó en marzo de 1815, derrocando a Luis XVIII e inaugurando el llamado período de los Cien Días. 

Wellington se encontraba por entonces en un baile en Viena y acudió presto en pos de otro tipo de danza a Bélgica, a la cual pretendía invadir Napoleón, por tener allí numerosos partidarios. Los rusos también se movilizaron desde su lejanía esteparia, así como los austríacos, desde el Rin. Por supuesto, también los prusianos, con su mariscal Von Blücher al frente. Una vez más.

El peculiar jinete iba a cumplir 73 años en diciembre, una edad respetable que superaba en mucho la esperanza de vida media de aquella época. Podría haberse dedicado a administrar  sus rentas, a sus tierras, a sus partidas de cartas y a sus melopeas, o a escribir algunas memorias. O a jugar con sus nietos frente a la chimenea. Pero él mismo sabía que sólo sabía hacer una cosa. Quería oler de nuevo a guerra. Y picó espuelas. 

Como comandante en jefe de la Armada del Rin, esta vez iba a contar con la colaboración del general prusiano August von Gneisenau (1760-1831), más joven y también más pausado y calculador, y bastante más anglófobo que él. Pero formaron buen equipo, ya que con sus diferencias se complementaban óptimamente. Bonaparte pensaba tomar Bruselas, así que debían de unirse a las tropas de Wellington como fuera.

Mientras éste último se enfrentaba fieramente contra el mariscal Ney en Quatre Bras, el 16 de junio,  en Ligny el ejército de Blücher sufrió una severa derrota a manos del propio Napoleón. El viejo mariscal resultó herido y estuvo a punto de ser capturado e incluso muerto, pues quedó paralizado un par de horas bajo el cadáver de su caballo. Tocaba retirada. 

Otra derrota. Otra humillación más. Los prusianos huyeron no del todo unidos ante la teórica persecución del mariscal Grouchy, enviado por Napoleón para finiquitar a Blücher mientras él de ocupaba de Wellington. Pero el pobre e incapaz  Grouchy nunca vio al experimentado húsar. 
Por dónde se retiró éste es una de las claves de la batalla, pues si lo hubiera hecho hacia Namur en vez de hacia Wavre, como hizo, los británicos se hubieran quedado realmente solos, reunidos en el monte Saint-Jean después de replegarse tras el empate de Quatre Bras.  Wellington esperaba a Blücher y así se lo hizo saber con cierta desesperación. 

Maltrecho, cansado, Gebhard Leberecht von Blücher curó sus heridas con brandy y, más sereno (o no) se dispuso a calibrar la situación. Negro panorama se ceñía para los ingleses si no acudía en su auxilio, ese malnacido de Napoleón ganaría una vez más y todo volvería a empezar de nuevo. Y no pensaba en los rusos y los austríacos. Pensaba en el momento. Aquí y ahora. Ahora o nunca.
También pudo pensar que era el más anciano de todos los combatientes. Bonaparte, Ney, Wellington...cuando los tres habían nacido,  todos en 1769, él ya llevaba 12 inviernos pisando barro. Más de cuatro décadas después, allí seguía él. Y allí seguiría estando. Pasó la noche, cogió su sable y un nuevo caballo y montó, en pos del destino. Bien podía ser la última cabalgada, pero a estas alturas de la vida le importaba una higa. 

Mientras tanto, a unas 20 millas de distancia, Arthur Wellesley, duque de Wellington, también era fiel a sí mismo, pues si bien era un excelente estratega, no es menos cierto que se distinguía por sus tácticas defensivas y poco emprendedoras. Allí los británicos aguantaban lo mejor que podían desde las once de la mañana las descargas de la temible artillería francesa. Por su parte a  Napoleón, cuyo estado físico no era el mejor, le faltó de manera imprevista algo de decisión y no envió en su momento a la Guardia Imperial, su tropa de élite. Los soldados de Wellington (no sólo ingleses, también escoceses, galeses, irlandeses, e incluso alemanes)  se batieron con encomiable valor en la defensa de la granja de Hougoumont, y después se produjo la mítica y suicida carga de los Scots Greys a caballo contra los lanceros franceses. 

Ante la cierta pasividad de Napoleón, el impetuoso Ney cree que los ingleses se retiran,  toma la iniciativa y se lanza a lomos de su caballo dirigiendo otra carga, pero sin apoyo de la infantería. Cuando superan la colina, ven que los británicos se blindan con su formación en cuadros y disparan a los indefensos jinetes. 
Ahora es cuando Bonaparte llama a la Vieja Guardia, lo más granado y veterano de la Guardia Imperial (casi nada), que se iba a lanzar contra las tropas de Wellington. Ahí estaba la batalla. Todo pendía de un hilo...

De repente, hacia las dos de la tarde, los franceses notan en su flanco derecho, entre la humareda, los disparos y los tambores, una agitación, un tumulto. ¿Es Grouchy victorioso? No, son los 30.000 prusianos de Blücher. Ahí está el viejo mariscal, con sus blancos cabellos, su mirada de acero y su sempiterno bigote plateado, alto, siempre vestido de negro, a caballo. El mismo Blücher que, consciente de que si no corría más que el viento para ayudar a Wellington, la tormenta se ceñía sobre Europa, y por ello aceleró la marcha desde Wavre. Una desquiciada marcha  a contrarreloj, milla a milla,  sobre caminos maltrechos y embarrados, con enormes lagunas y charcos, pues había llovido mucho la noche anterior. Los cañones se hundían en el fango y los prusianos llegaron empapados. Pero llegaron. 

El desconcierto y el pavor cundió entre los franceses al ver aparecer a los hombres de Blücher, y, pese al inicial éxito de la Guardia Imperial, ésta acabó retrocediendo, algo que nunca habían hecho en su historia. Por vez primera en la jornada los británicos tomaron la iniciativa, y avanzaron, con la ayuda de los prusianos, quienes estaban más frescos. El signo de la batalla había cambiado, y el final se iba vislumbrando, pese al humo negro que oscurecía el sol. Los de Blücher persiguieron a los franceses hasta el anochecer.

El panorama era desolador tras concluir la misma. Hombres, caballos, miles y miles de cadáveres yacían sobre los bucólicos y húmedos prados belgas. Toda la sangre, toda la muerte y toda la aniquilación que fue necesaria para ganar una batalla que decidía el destino de todo un continente, o eso se consideró en su momento, pues, como se ha dicho, ciertos autores dan más importancia a Leipzig y consideran Waterloo como una especie de epílogo, el último coletazo desesperado de un Napoleón crepuscular y enfermo; mas aunque se hubieran abalanzado los lentos rusos y austríacos sobre él, es posible que, con ingleses y teutones derrotados y con Francia y Bélgica en sus manos partiese  el bacalao de nuevo.   Por otra parte la historiografía tradicional inglesa tampoco iba a reconocer que a Wellington le salvó un prusiano borrachín y pendenciero. Con todo, Waterloo fue una masacre gloriosa de la cual por fin surgiría la Europa contemporánea, después del verdadera derrota del hombre que, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente,  ayudó a construirla en su destrucción y  aunque fuera un tirano absolutista. Napoleón fue desterrado a otra isla, pero esta vez mucho más lejana, húmeda e insalubre,  en medio del Atlántico Sur: Santa Elena. Sería su tumba seis años después. 

¿Y Blücher? En ese victorioso 1815  marchó de nuevo sobre París, entrando en ella el 7 de julio, y de nuevo intentó volar el puente de Jena. Esta vez fue el restaurado y obeso rey francés Luis XVIII quien le rogó que desistiera. Pocos meses después,  ciertamente achacoso, volvía a sus tierras de Silesia, para retirarse definitivamente, como último superviviente de una época extinguida. Un descanso del guerrero que poco tuvo de reposo, pues el viejo prusiano jamás renunció a  sus  violentas partidas de naipes ni al vino, ni a las mujeres,  disfrutando de la vida hasta el final. Falleció en su granja cerca de Wroclaw (actual Polonia), el 12 de septiembre de 1819, próximo a cumplir 77 años. 

Tal fue la vida del Mariscal Siempre Adelante, un hombre duro e incorregible que siempre fue fiel a sí mismo, adorado por sus hombres aunque no tanto por sus colegas. Le faltaba frialdad para ser un genio militar, pero lo compensaba con su determinación, su arrojo y su capacidad para reponerse. Relegado a un segundo plano después de Napoleón y Wellington, nunca tuvo tanta buena prensa como ellos. En el fondo,  no creo le importe mucho, pues el viejo Blücher ya habrá ajustado cuentas con Bonaparte en el infierno.



                                                              "Marschall Vorwärts", Emil Hünten, 1863.

4.6.15

Apodos muy...reales

                     La campana de Huesca, José Casado del Alisal, 1880. Ayuntamiento de Huesca.


Acaba de cumplirse un año de reinado en España de Felipe VI (y ayer mismo dio un discurso en la Asamblea Nacional de París),  los duques de Cambridge han tenido a su segundo hijo bajo un gran revuelo mediático, en algún país escandinavo se ha producido otra importante noticia regia, y a mí, persona inquieta,  me ha dado por pensar -divago bastante-  para concluir que, primero, la monarquía sigue estando, pese a los siglos transcurridos, las inevitables transformaciones  y el asombro y/o hastío de muchos, plenamente vigente (y no sólo en España) y segundo, que los reyes, y en general los nobles (quienes también siguen existiendo), ya no tienen los apodos y sobrenombres de otras épocas. 

Insípidos tiempos los nuestros, pues ya no se estila motejar a un soberano con tal o cual coletilla, ya sea positiva, negativa, ensalzadora o denigratoria,  cruel o pastelosa, para que los súdbitos tuvieran sus ídolos o sus dianas,  y los cronistas material para sus tochos. Por eso, una vez más, vuelvo la vista atrás y ofrezco hoy una pequeña recopilación de apodos de reyes, aunque también hay de emperadores e incluso de algún conde... 
He intentado no ceñirme a los más famosos (como el Católico, el Conquistador, el Grande, Corazón de León,  etc) y he procurado fueran los sobrenombres "oficiales"; por tanto no está, por ejemplo, el Paquita Natillas con que parte del pueblo español tildó al marido de Isabel II, Francisco de Asís (1822-1902) quien al parecer era homosexual;  de hecho se duda de su intervención en la mayor parte de la descendencia que tuvo con su mujer. 

 
Veamos, por orden cronológico:


- Justiniano II, Rhinotmetos  o Rinotmeta  (669-711). Emperador bizantino durante dos períodos, el primero entre 685 y 695 y el segundo desde 705 hasta 711. Su sobrenombre quiere decir "Nariz Cortada", y se debe a que en la revuelta de sus generales que le depuso en 695 por déspota,  se le amputó la nariz y se le desterró. Bizancio fue un mundo violento donde las conspiraciones, los crímenes  y las mutilaciones estaban a la orden del día,  siendo habituales los cegamientos y otros castigos, y a este Justiniano se le trató de un modo considerado más suave. Además, en 705, provisto de una prótesis  dorada y con la ayuda de los búlgaros pudo recuperar el trono, para después torturar (como al patriarca de Constantinopla, a quien hizo sacar los ojos)  y/o ejecutar sádicamente a los usurpadores, muy al bizantino modo. Él mismo acabaría siendo asesinado, como no pocos emperadores de Oriente. 


 -Pipino el Breve (715-768). El apodo no le viene porque su reinado fuera fugaz (pues fue rey de los francos entre 751 y 768) sino por su corta estatura, hasta para la época (en torno al metro y cuarenta centímetros). Hijo de Carlos Martel (quien frenara a los árabes en Poitiers en 732) su pequeña talla no fue obstáculo para llegar al trono y  consolidar  su reino o para procrear hasta siete vástagos, entre ellos uno que sería aún más grande que él, en todos los sentidos: Carlomagno.


- Constantino V, el CoprónimoCopronomio (718-775). Emperador de Bizancio entre 741 y 775.  Éstos fueron años de fuertes disputas entre iconoclastas e iconódulos, por lo cual a la muerte de Constantino, ferviente destructor de ídolos, sus enemigos partidarios de respetar las  imágenes difundieron el rumor de que...se cagó en la pila bautismal, de ahí lo de coprónimo (vulgarmente, "el del nombre de mierda"). Por suerte para él nunca supo que pasaría a la historia con ese escatológico sobrenombre; por otra parte, gracias a sus detractores mis compañeros de carrera y yo pasamos buenos momentos en clase.


- Constantino VI, el Cegado (771-797). Emperador bizantino entre 780 y 797, en su caso tampoco se ganó el sobrenombre sino que le fue impuesto, pues una revuelta lo apartaría del trono, siendo privado también del sentido de la vista (ya hemos dicho que los bizantinos eran consumados oftalmólogos),   aunque no se sabe si murió al poco tiempo a causa de las torturas (los usurpadores no solían contentarse con una mutilación) o recluido y ciego, pero a salvo.  

  
- Carlos III, el Gordo (839-888). Bisnieto de Carlomagno y emperador de los francos entre 881 y 887, no heredó las cualidades de sus antepasados y  su sobrenombre, bueno para un mafioso pero malo para un rey,  en este caso no admite dobleces.  Su reinado fue inestable y él, además de obeso, era tal vez epiléptico. Fue apartado del poder antes de morir. Hay otro rey francés posterior apodado también el Gordo, Luis VI (1080-1137), si bien distinguido por sus energías y buenas aptidudes militares.

 
- Miguel III, el Borracho (840-867). Con este solemne y elegante apodo quedaría en el recuerdo el emperador bizantino (ungido desde los 2 años de edad)  a causa de sus relajadas y dionisíacas costumbres y su escasa moral. Con todo, algunos historiadores han intentado ir más allá de su imagen de beodo y han recalcado sus iniciativas y su valor en la batalla, pese a su carácter oscilante. Fue, para variar, asesinado, con 27 años. 

  
- Fruela II, el Leproso (874-925). El del reino de León es otro interesante y oscuro mundo, una época inestable con reyes de mala salud. Es el caso del desgraciado Fruela,  enfermo de la mortífera lepra. De hecho fue rey sólo un año, aunque cumpliera los 50  y  fuera soberano de Asturias desde los 35. Si uno ha visto El Reino de los Cielos puede relacionarlo con la bella máscara del rey Balduino, también leproso, aunque probablemente la realidad en ambos casos no fuera tan estilosa y se pareciera más al andrajoso padre de Robert Bruce en Braveheart.


 - Enrique I, el Pajarero (876-936). Al duque de Sajonia y rey de la Francia Oriental (el germen de la futura Alemania)  desde 919 hasta su muerte en 936, le encantaba cazar, tanto, que se le podía ver en multitud de ocasiones con sus halcones y otras rapaces; por ello, era conocido ya en vida como el pajarero. Un apodo en cierto modo simpático aunque en principio no deje en buen lugar al monarca, pues da la impresión de que viviera entre el estruendo de las jaulas de aves o, de aún peor, que fuera medio demente por tener muchos pájaros en la cabeza; mas no es el caso, y Enrique fue un rey muy válido en una época complicada, dejándole el camino allanado a su hijo y sucesor Otón I, futuro emperador germánico.  


 - Carlos III, el Simple (879-929). Rey de Francia de 898 a 923, en otras fuentes aparece con el apodo más ofensivo de el Tonto. Carlos no fue nada idiota, tan sólo una persona que, de tan  honesta, parecía tonta para muchos (algo aún vigente hoy día; desde luego, si no quieres que te tomen por tonto, debes ser ladino). Consiguió frenar a los vikingos pero no a las revueltas de señores feudales (Francia fue durante mucho tiempo un lugar donde el rey controlaba poco más que París), quienes le derrocaron tras varias batallas, aunque al menos no estaba en Bizancio pues se le recluyó en un castillo, pero no se le tocó ni un pelo. Falleció en cautiverio seis años después.


 - Sancho I, el Craso (935-966). Craso es la denominación fina y elegante para referirse a un obeso, y al parecer la circunferencia adiposa  de Sancho era tan extrema que los nobles se rebelaron contra él a los dos años de iniciarse su reinado, en 958. Por una vez funcionó eso de "la convivencia" y el rey de León, a través de su abuela Toda de Pamplona recibió la ayuda del califa de Córdoba, el gran Abderramán III (de hecho,  sobrino de Toda; todo quedó en familia). El rey moro recibió a Sancho, quien fue tratado por su médico personal. Éste puso a dieta al monarca leonés a cambio de territorios. Parece que en mejor forma, y con la ayuda del ejército musulmán, recuperó la ciudad de León y el trono en 960. Asentado en el poder, fallecería seis años después, envenenado, destino cruel, mientras comía.  


 - Edgar el Pacífico (943-975). Parece un personaje de Tarantino y es acaso uno de los sobrenombres más irónicos de la historia, pues este Edgar fue de todo menos pacífico. En una época ya de por sí convulsa, el monarca se distinguió por sus crueles maneras, y por si fuera poco, violó a una monja, dejándola encinta (la pobre luego sería santificada). Además, se casó dos veces, dejando problemas sucesorios y de facciones, como veremos. 


- Bermudo II, el Gotoso (949-999). Otro monarca leonés que no parece fuera muy comedido con la gastronomía, pues su poco saludable apodo indica su enfermedad y sus malas costumbres; como es sabido, la gota, aunque sea genética,  se desencadena por comer (especialmente carnes y mariscos) y beber (sobre todo alcohol) en grandes cantidades y moverse poco; por tanto ha sido una de las dolencias típicas de los soberanos. Bermudo fue rey desde 985 hasta que la gota se le agravó de tal manera que debía ser transportado en litera, falleciendo en un monasterio en el año 999.  


 - Basilio II, el Bulgaróctono (958-1025). Y acabamos con Bizancio. En este caso tampoco se trata de un emperador pacífico y virtuoso, pues el popular Basilio, quien reinó casi 50 años, se distinguió por sus belicosas campañas contra árabes, jázaros, lombardos  y búlgaros. De ahí lo de bulgaróctono ("asesino" o "matador de búlgaros") pues contra este pueblo guerreó más de una década, causando miles y miles de bajas y cegando a buena parte de los supervivientes. Monótono y relajado mundo el bizantino. 


 - Svend I, Barba de Horquilla (960-1014). Rey de Dinamarca y Noruega entre 985 y 1014 y de Inglaterra en 1013-1014, fue apodado por los ingleses Forkbeard (Barba Partida o Barba de Horquilla) por su gran mostacho, algo raro en la época. En calidad de rey invasor no pudo disfrutar mucho tiempo de su trono en tierras ocupadas, como quedó patente.  


 - Eduardo el Mártir (961-978). Inglaterra, como es bien sabido, también es tierra de conspiraciones truculentas con reyes y nobles de por medio, y este monarca de la Casa de Wessex apenas duró 3 años en el trono: primogénito de Edgar el Pacífico, le sucedió, pero fue asesinado por su madrastra Elfrida, quien quería a su hijo Etelredo como rey. La buena mujer ofreció a Eduardo , quien iba a caballo, una copa de vino, y fue cuestión de segundos que un mandao le apuñalase por la espalda. Por su carácter apacible y su injusta muerte fue tratado como un  mártir, y canonizado poco después (por lo visto en torno a su cuerpo ocurrieron milagros).


 - Luis V, el Holgazán (967-987). Los franceses y sus chismosos apodos.  Este Luis accedió al trono con apenas 19 años y murió sólo trece meses después, al caerse de su caballo, así que tan perezoso no era (o sí). Qué ocurrió para en tan poco tiempo ganarse tal sobrenombre, no está muy claro. 


- Etelredo II el Indeciso (968-1016). El tal Etelredo mencionado antes, reinó entre 978 y 1016.  Era hijo del rey Edgar y su segunda mujer, la bruja Elfrida. Ésta tuteló y manipuló a su antojo a Etelredo, así que el monarca pasó a la historia como el Indeciso, si bien la madre, consumida por los remordimientos, se marcharía antes de palacio haciéndose monja y recluyéndose en una abadía, por lo que la llegada de los daneses le pilló acogida a sagrado.


- Eduardo el Confesor (1002-1066). Uno de los más famosos. Hijo de el Indeciso, restauró la casa de Wessex tras la segunda invasión danesa en 1042 y  es el penúltimo de los reyes anglosajones de Inglaterra. Fue un monarca popular y el apodo le viene, no porque actuara de confidente, sino por su religiosidad y vida recta; de hecho no consumó su matrimonio, por lo que a su muerte le sucedió su cuñado Haroldo. Eduardo fue canonizado en 1161 y sería  patrón de Inglaterra hasta su sustitución por San Jorge. 


 - Ramón Berenguer II, Cabeza de Estopa (1053-1082). No hablamos de un boxeador, sino de un conde de Barcelona (de 1076 a 1082) apodado Cap d´estopes (Cabeza de estopa) por su melena de color similar a la paja. La Edad Media, como la mayoría de épocas históricas, no fue un oasis de convivencia y en las tumultuosas Españas menos, y , entre otros,  Ramón se enfrentó (y perdió) con un tal Rodrigo Díaz de Vivar. El rubio conde luego sería asesinado en un bosque, al parecer por orden de su hermano Berenguer Ramón. Quién quiere enemigos, teniendo hermanos. 


 - Ramiro II,  el Monje (1086-1157). Un calificativo muy justo, pues este rey de Aragón vivió en un monasterio desde la más tierna infancia, y de hecho era obispo cuando a los 48 años fue  reclamado para el trono por los nobles aragoneses, descontentos con el testamento de su hermano Alfonso I. Una vez rey casó a su única hija Petronila con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV,  unificando las dinastías e iniciando la Corona de Aragón. También hubo de enfrentarse a revueltas señoriales, ejecutando a ciertos nobles (un acontecimiento entre la realidad y la ficción que dio pie a la leyenda de la Campana de Huesca, que a su vez sirvió de inspiración para novelas y obras pictóricas, como el soberbio lienzo del principio de esta entrada). Aunque curiosamente no pasó a la historia como (sugerencias mías)  el Verdugo o el Decapitador, sino como el ya dicho de Monje. Ciertamente, en 1137, sólo tres años después de ser coronado, delegó el poder en Petronila y su yerno y regresó a la vida monacal, aunque oficialmente el rey siguiera siendo él durante dos décadas. Murió en paz en 1157.  


 - Alfonso II , el Casto (1157-1196). ¡Vaya, un monarca bueno! Conde de Barcelona y monarca de Aragón desde 1164 a 1196, su apelativo se explica porque, al parecer, no se le conocieron aventuras y escarceos amorosos fuera de su exitoso matrimonio. Rara avis este recto rey. Su padre Ramón Berenguer IV fue llamado el Santo, aunque éste fue más juguetón y no siempre estuvo al lado de su mujer,  la citada más arriba Petronila. 


- Teobaldo I, el Trovador (1200-1253). Rey de Navarra entre 1234 y 1253, era sobrino de Sancho VII el Fuerte (de importante papel en las Navas de Tolosa en 1212) y él, más que en lo militar, tenía más interés en la poesía y en la música, de ahí su apodo. Su fama fue notoria en vida a causa de sus composiciones  y al parecer se asemejaba más a un trovatore seductor que a un tuno, pues se casó tres veces (un divorcio incluido) y tuvo varios hijos extramatrimoniales. 


- Eduardo I,  el Zanquilargo (1239-1307). El rey inglés de Braveheart (magnífico papel de Patrick McGoohan).  Su sobrenombre de Zanquilargo o Piernas largas (Longshanks) viene dado por su talla física, cercana al 1.90 de altura.  Monarca entre 1272 y 1307, lo cierto es que para los ingleses fue un gobernante competente (los galeses y escoceses no  estuvieron ni están de acuerdo) y enérgico el cual, entre otras decisiones, expulsó a los judíos de su reino en 1290 (toma Leyenda Negra). Guerrero, no murió en combate pero estuvo hasta los últimos días de su larga vida en conflicto con Escocia, de ahí su otro apodo, Martillo de los escoceses. 


 - Juan I, el Póstumo (noviembre de 1316). Nació cuando su padre, el rey francés Luis X, había fallecido ya, de ahí su sobrenombre. Pero la criatura apenas viviría, pues sólo cinco días después dejaba este mundo. No tardaron en surgir novelescas historias de advenedizos e iluminados que aseguraban ser Juan el Póstumo, habiendo crecido en el campo, lejos de la Corte. 


- Pedro IV,  el Ceremonioso (1319-1387). Rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, conde de Barcelona  y duque de Atenas y Neopatria, es uno de los grandes monarcas aragoneses de la historia. En ciertas ocasiones se alió con Castilla y tampoco fue ajeno a las guerras nobiliarias del vecino. Su sobrenombre se explica por su gusto por los actos solemnes,  las leyes y las costumbres. No en vano, entre otras decisiones, bajo su reinado se implantaría la Generalidad (Generalitat) catalana.


- Pedro I,  el Cruel y el Justiciero (1334-1369). El siglo XIV fue uno de los más convulsos de la Edad Media española, con guerras civiles entre monarcas y príncipes,  y en este rey de Castilla entre 1350 y 1369 recae la particularidad de,  según sus partidarios o detractores, tener un apodo u otro: para los primeros fue el Justiciero, y para los segundos el Cruel. En estos sobrenombres influyó la propaganda a favor o en contra , pero lo cierto es que fue una época violenta donde no fueron extraños los asesinatos entre familiares. El propio Pedro moriría a manos de su hermano bastardo Enrique (ver siguiente rey). Sangriento final para una figura peculiar que también se distinguió por su protección a la cultura y a las clases populares.


- Enrique II , el Fratricida o el Bastardo y el de las Mercedes (1334-1379). Al igual que Pedro era hijo del rey Alfonso XI, pero él era fruto de los amores extramatrimoniales de su padre con Leonor de Guzmán, por lo que siempre fue conocido como el bastardo, aunque es más famoso su apelativo de el fratricida, pues asesinó a su medio hermano Pedro I con la inestimable ayuda de su aliado el noble francés Bertrand Duguesclin, quien según la leyenda dijo en medio de la pelea  "ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor", facilitando la puñalada (no precisamente por la espalda) de Enrique a Pedro. El Fratricida o, para sus fans,  el de las Mercedes , reinó sólo diez años en Castilla,  pero fundaría la dinastía Trastámara, tan importante en la historia española.  


 - Martín I,   el Humano (1356-1410). No, no se trata de que su reino estuviera formado únicamente por bestias y plantas y él fuera el único "humano", no. El sobrenombre viene por su humanismo, es decir, por su nivel intelectual y favorecedor de la cultura, en una época de Renacimiento temprano. Rey de Aragón, lo fue también de Sicilia, y tuvo en el exterior la tranquilidad que no disfrutó en la Península.


- Juan sin Miedo (1371-1419). Parece sacado de un cuento de los hermanos Grimm, pero hay toda una tradición en ciertos duques de Borgoña que pasaron a la historia por su arrojo y chulería. Este Juan era hijo de Felipe el Atrevido y su nieto sería conocido como Carlos el Temerario. Juan se ganó su apodo porque desde muy joven destacó en las artes militares; luego participó en Agincourt (1415) y marchó sobre París ante la debilidad del rey de Francia, siendo luego asesinado por una facción de nobles. Por lo visto también fue arrojado en el amor, pues fue padre de varios vástagos ilegítimos. 



 - Enrique III, el Doliente (1379-1406). Nieto de Enrique II el Fratricida y de Pedro IV el Ceremonioso, a priori su apodo puede interpretarse de dos formas: o que fuera un romántico al que le afectasen las "cosas del corazón", o que se tratase de un quejica de mala salud. Se trató de lo segundo, y falleció joven; su sobrenombre encubre un tanto los éxitos, tanto en política interna como externa,  de su reinado,  que iniciara a los 14 años de edad. 
 

- Enrique IV,  el Impotente (1425-1474). Rey de Castilla 20 años, desde 1454 hasta su muerte, su sobrenombre es  bastante conocido y  uno de los más  denigrantes de la historia. Su impotencia sexual no está del todo clara y puede que simplemente no le atrajeran las mujeres (ya en vida se le acusaba de ello, entre otros muchos ataques, pues fue un rey vilipendiado por otros reyes y nobles), aunque tampoco se descarta, en una época en la cual los cortesanos presenciaban la consumación del acto sexual, que básicamente el bueno de Enrique no pudiera concentrarse ante las apremiantes miradas de voyeurs (no todo el mundo tiene esa facultad de desinhibición). 

- Felipe V, el Animoso (1683-1746). El primer Borbón que reinó en España se caracterizó por su largo reinado de 1700 a 1746, pero también por su carácter apático, con frecuentes cambios de humor y ratos de demencia, aunque supo elegir bien a sus ministros y colaboradores, quienes sin duda reactivaron al país. En 1724 abdicó en su hijo Luis, pero la muerte de éste a los siete meses le obligó a volver al trono de mala gana. Muchos historiadores han querido ver en esta renuncia un reconocimiento del propio Felipe de su incapacidad para reinar. Ciertamente a partir de 1724 las cosas irían a peor y el comportamiento del rey y sus escenitas fueron cada vez más desconcertantes, escatológicas  y surrealistas hasta su muerte por un derrame cerebral. Por lo visto sólo la guerra (desde palacio, por supuesto)  le rescataba de la depresión, de ahí lo de animoso. Nada espectacular; más realista y fidedigno hubiera sido Felipe el Loco


- Alfonso XII, el Pacificador (1857-1885). No siempre se dice en voz alta el sobrenombre dado al Borbón por sus apologetas; lo cierto es que uno se lo imagina como un sheriff del Viejo Oeste o como el típico negociador con los atracadores de un banco. Bromas aparte, Alfonso, fruto, según no pocos historiadores , de los amores de la reina Isabel II con un capitán, vino a simbolizar , como primer rey tras la I República, la Restauración monárquica después del alocado Sexenio Revolucionario, y es la piedra de toque de uno de los más largos y estables periodos de la historia española (1875-1923)  pese a la oligarquía, el caciquismo y el desastre colonial. Aunque realmente quien estuvo detrás de todo fue el gran político Cánovas del Castillo, quien era casi como un padre para él. Pero Alfonso supo cuál era su papel y fue un rey aceptable, aunque murió antes de cumplir los 28 años, de tuberculosis. 



Como conclusión, puede decirse que los tiempos donde los reyes tenían un buen apodo quedan ya  muy lejanos, y que en general, eran mucho más imaginativos y sabrosos en la Edad Media.  ¡Volvamos al Medievo!