29.4.15

Clásicos recomendables: "El árbol de la ciencia"



 Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Miembro de una destacada familia de intelectuales, ejerció durante un tiempo la medicina, aunque alcanzaría fama imperecedera como escritor. Miembro de la llamada "Generación del 98" (por más que él siempre lo negase) publicó sus mejores obras antes de la Guerra Civil y especialmente en las dos primeras décadas del siglo XX. Agnóstico y de ideas anticlericales, pero también antidemocráticas y antisemitas, se fue quedando solo, aunque  fue reconocido como un gran escritor a su muerte en Madrid el 30 de octubre de 1956, a los  83 años.



Mucha gente tendrá todavía a El árbol de la ciencia entre sus recuerdos de EGB y LOGSE. Uno de tantos libros que nos obligaban a leer, procedimiento éste motivo de alborozo de algunos y fastidio de muchos (leer, por desgracia, ya empezaba a dejar de ser popular en mi época), y, como tal, positiva o negativamente evocado, según se haya revisitado con el tiempo, o no, como ocurre con otros libros.

Una de los deberes necesarios en la vida, pienso,  debería ser la de volver a leer novelas, cuentos y poesías, años después de haberlo hecho en la infancia o en la adolescencia. Por todo lo que aporta y hace reflexionar, pues ahora sí puedes volver la vista atrás desde la experiencia  o vislumbrar un hipotético futuro, sea negro, esclarecido o dudoso, y por todos los matices que antes se te escapaban por entre tus dedos de niño. 
  
Y El árbol de la ciencia, del vasco Pío Baroja, no es una excepción. Considerada generalmente como la mejor obra del gran escritor español, fue publicada en 1911, aunque la acción se desarrolle en la última década del siglo XIX. 
En gran parte autobiográfica y cuajada de recuerdos y vivencias personales, cuenta las peripecias de un estudiante de Medicina, Andrés Hurtado, sus proyectos de vida, desilusiones e ideas y teorías filosóficas. 

Hurtado es un joven pesimista asfixiado por el clima de su época, y también alguien que busca constantemente el sentido de la vida, o por lo menos algún motivo que justifique algo de felicidad o por lo menos de satisfacción, primero en su época de estudios en Madrid  y luego en su trabajo como médico en provincias y de vuelta a la capital, en una constante huida pues no se lleva nada bien con su padre (de ideas conservadoras), desprecia a los ricos,  no prefiere exactamente a los pobres y sus amistades no son duraderas.
A través del protagonista Baroja realiza todo un retrato de esos años (1890-1900), de su sociedad  y de las características de España en ese último tramo del siglo. Retrato implacable y sin piedad, despachándose, por ejemplo, sobre la atmósfera universitaria y española:

"Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas. 
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos: había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil".

¡Ah! ¡Don Pío dando en el clavo hace más de un siglo!  

Por supuesto, también sobre la política, reflejo de ese bipartidismo imperante desde la Restauración:

"Respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos, conservadores.
En aquel momento dominaban los Mochuelos. El mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves que suavemente iba llevándose todo lo que podía del Municipio.
El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con manos de gigante. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo, se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos". 


Desde luego, sobre el clásico chauvinismo en relación a la guerra de Cuba:

"En todas partes no se hablaba más que del éxito o del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin esfuerzo. Los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados españoles dejarían las armas y echarían a correr. (...) Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas: los yanquis no estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para los soldados. En el país de las máquinas de coser, el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid. (...) Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a creer que había alguna razón para los optimismos". 
 

O sobre la idiosincrasia nacional:

"Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. 
El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa".  


Baroja, como destacado miembro de la "Generación del 98" y al igual que el resto de dichos escritores (Unamuno, Maeztu, Azorín...),  reaccionó ante la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas con ese sentimiento de doler España, mediante el cual, aunque reconocieran las virtudes, historia y cultura del país, por otra parte reclamaban con urgencia un regeneracionismo y un  cosmopolitismo que conectasen de una vez a la nación con Europa y desterrasen su vertiente miserable y decadente.  Esta ideología puede verse en el interesante personaje de Iturrioz, tío de Andrés. 

También resulta notoria la carga filosófica de la novela, con constantes alusiones a Schopenhauer (Baroja era, como él y como Hurtado, un gran pesimista) o Kant, y con una larga conversación entre Andrés y su tío a mediados del libro sobre pensamiento, existencialismo, árbol de la vida y árbol de la ciencia (motivo que da título al libro). Para muestra, el atrapado protagonista:

"¿Y qué? - replicó Andrés-. Uno tiene la angustia, la desesperación, de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, y creo que en todas partes, y el pensamiento se llena de terrores, como compensación a la esterilidad emocional de la existencia".

El escritor vasco desarrolla su particular modo de escribir, con frases secas, concisas y poco jugosas desde el punto de vista estilístico, pero no por ello desprovistas de emoción, trascendencia o significado. Muy imbuido por algún tipo de economía de letra, tanto las descripciones como los diálogos son parcos, directos, hasta sosos diría alguno, pues poca alegría hay.  Desde luego encajan perfectamente con esa icónica imagen del Pío Baroja hosco y tremendo, con el gesto serio y expresión antisocial,  con su boina negra calada. Aunque algunos pasajes son tronchantes pese a su fiereza (o tal vez por ello):

"La hija de la señora Venancia era una vaca sin cencerro, holgazana, borracha, que se pasaba la vida disputando con las comadres de la vecindad. Como a Manolo, su hombre, no le gustaba trabajar, toda la familia vivía a costa de la señora Venancia, y el dinero de taller de planchado no bastaba, naturalmente, para subvenir a las necesidades de la casa".


Pero sin duda, es esa casi total ausencia de personajes positivos y ese  seco, directo, desencantado  y pesimista estilo el que le da uno de sus mayores atractivos y puntos fuertes, pues desde los primeros párrafos te sumerge en esa España decadente, miserable, anquilosada, clerical, proxeneta y  prostituida,  oligarca, trágica, chauvinista, reprimida, cerrada, negra, orgullosa, de caciquismo... de lienzos de Ramón Casas, Zuloaga o Darío de Regoyos. Esa España en sepia de la cual, pese a los más de cien años transcurridos, en ciertos aspectos seguimos siendo iguales. 

En definitiva, un libro conciso, de capítulos breves  y  apenas 250 páginas, que personalmente he devorado en escasos días en los descansos de estudio. Si por todo lo anterior es destacable, también marca como en una punzada el breve y emocionante final que encaja perfectamente. 
El árbol de la ciencia es todo un clásico recomendable (ya sabemos que otros no lo son tanto...) desde mi humilde punto de vista,  para dejarse llevar por la voz de Baroja y empaparse de un tiempo y de un país y para, esté uno perdido  o no,  reflexionar acerca del sentido de la vida, simple y llanamente. 

2 comentarios:

  1. Gran reseña la que nos dejas hoy, perfecta para un libro que estoy leyendo ahora mismo después de rescatarlo de una quema de libros al más puro estilo del Quijote que se estaba haciendo en un local en obras. Y me alegro de haberlo hecho, porque es una obra tan corta como intensa y profunda, cargada de autocrítica y muy adecuada si lo que se pretende es reflexionar acerca del personaje principal, del mundo que le rodea y, por qué no, acerca de uno mismo.

    Cuanto más avanzo en su lectura, más me alegro de haberlo rescatado de su fatal destino ^^*!

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    1. Muchas gracias Laura. Yo, ignorante de mí, lo tenía también olvidado hace tiempo (aunque no es mío), y desde luego que me alegro de haberlo "rescatado". Un libro básico para comprender muchas cosas, sí.
      Un abrazo! ^^

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