5.2.15

El triunfo y la tragedia de la revolución: "El siglo de las luces"



"Gran derroche de candelabros y vajillas de plata había hecho el ama de casa, aquella noche, para la primera cena de la familia nuevamente reunida. `Veo que se ha matado al buey graso´, decía Esteban al ver aparecer las aves mejor aderezadas, las salsas de más acuciosa elaboración, en un desfile de bandejas que le recordaban las cenas que, en este mismo comedor, se hubiesen ofrecido los tres adolescentes de ayer, soñando que se hallaban en el Palacio de Potsdam, en los baños de Carlsbad, o en el marco de algún palacio rococó, situado en los alrededores de alguna Viena imaginaria. Sofía explicó que tales galantinas, tales crostones, tales rellenos trufados y ajerezados, se destinaban a quien, por tanto haber vivido en Europa, debía tener el paladar tremendamente aguzado en la ponderación de lo exquisito. Pero, Esteban, hurgando en sus recuerdos, tuvo que confesar -nunca se había percatado de ello- que su deslumbramiento primero ante los fuegos artificiales de una cocina ubérrima en aromas, matices, sutilezas del unto, aleaciones de yerbas y especias, remotos regustos de esencias, había durado poco. Acaso por su urgencia de acomodarse, durante meses, con los pimentones, bacalaos y pilpiles de la cocina vasca, Esteban se había aficionado a los manjares agrestes y marineros, prefiriendo el sabor de las materias cabales al de lo que llamaba, con marcado menosprecio por las salsas, `comidas fangosas´. Y hacía el elogio de la batata, perfumada y limpia, cocida bajo ceniza; del banano verde, dorado en aceite; del corazón de palmera, prodigioso espárrago de alturas, que contenía toda la energía de un árbol; del bucán de tortuga y del bucán de cerdo salvaje; del erizo de mar y de la ostra de mangles; del fresco gazpacho con pan de munición y del cangrejo niño cuyo carapacho frito se pulverizaba bajo la dentada, poniendo la sal de mar en su carne propia. Y evocaba, sobre todo, aquellas sardinas sacadas de la red, vivas aún, puestas sobre brasas de anafe, al cabo de la pesca de medianoche, que se devoraban en cubierta con la cebolla cruda y la hogaza negra, echándose mano, entre bocado y bocado, a la bota hinchada de espeso tintazo. `Me he matado durante toda la tarde estudiando libros de cocina, para esto´, dijo Sofía riendo...Se sirvió el café en el gran salón, donde Esteban echaba de menos el desorden de otros días (...)
 `Háblanos de Víctor Hugues´, dijo Carlos, por fin. Comprendiendo que Ulises no se libraría, esa noche, de la obligación de narrar su Odisea, dijo Esteban a Sofía: `Tráeme una botella de vino del más corriente, y pon a refrescar otra para luego, porque el relato será largo´.



Poco sabía de El siglo de las luces aparte de que su autor era Alejo Carpentier y de que se trataba de una novela del ámbito caribeño. Posteriormente descubrí que es uno de los libros más importantes e innovadores de los escritores hispanoamericanos (o del llamado "boom latinoamericano")  y que su argumento, como se intuye en el título, versa sobre el siglo XVIII, más concretamente en su etapa final.

Pues bien, una vez leído -devorado, diría yo- puedo decir que  El siglo de las luces  es una de las mejores e inesperadas sorpresas que me he podido encontrar como lector.  Realmente una gozada adentrarse en sus páginas, pues Carpentier demuestra un dominio del lenguaje y del léxico asombroso, y pese a que se sucedan los párrafos y párrafos repletos de palabras con escasos diálogos entrecomillados, no cansa. Todo lo contrario, pues el libro es toda una experiencia sensorial donde como en pocas ocasiones se puede oler, tocar y escuchar lo leído, además de recrearse en la jugosa prosa del autor y en sus ocasionales "americanismos". 

La trama nos introduce en la ciudad de La Habana, importantísimo puerto y como tal centro de intercambios y transacciones comerciales del imperio español y más allá, donde lo que verdaderamente importa es la compra-venta y el dinero, mucho más que la cultura y el ser humano. Esto choca con los ideales del trío protagonista, Carlos, Sofía y Esteban (dos hermanos y su primo), unos adolescentes que hacia 1789-1790, cuando fallece su estricto padre, un importante comerciante, quedan solos en el mundo. 

Forman parte de la élite de la capital cubana, y habitan una enorme casa repleta de alimentos, curiosidades y comodidades, pero es ahora cuando realmente descubren todo lo que había en ella y, por las lecturas, las posibilidades de soñar una vida mejor que la de ser un simple tendero o un gris comerciante como su progenitor, dentro de la anquilosada administración española. Viviendo sin normas ni reglas es cuando aparece de repente en su puerta un misterioso vendedor francés, Víctor Hugues, quien trae ideas nuevas consistentes en la revuelta y en el cambio de orden. Resulta ser un francmasón enviado desde la metrópoli para exportar la Revolución Francesa a las colonias americanas, que trastocará para siempre las vidas de los jóvenes, especialmente Sofía y Esteban.

Este Hugues fue un personaje real nacido en Marsella hacia 1762, el cual,  como comerciante,  se había establecido en lo que luego sería Haití, iniciando actividades masónicas y republicanas, convirtiéndose en el hombre fuerte de los revolucionarios en las Antillas. Posteriormente gobernaría islas como Guadalupe representando a la Convención, aboliendo la esclavitud y no dudando en usar la guillotina para sus propósitos. Los sucesivos cambios de gobierno en Francia, la caída de líderes como Robespierre y la llegada de otros como Napoleón le traerían de aquí para allá, viviendo entre el país galo y la Guayana francesa, administrándola de manera férrea y sangrienta. 

De todo ello y más nos habla Carpentier, así como de la relación entre Víctor y Esteban y Sofía. No quiero desvelar más aspectos de la trama, así pues, me limito a esbozar que el escritor cubano, mediante la óptica de los dos jóvenes, se recrea con su barroca forma de escribir en mostrarnos todo un mundo, o dos, el antillano y el francés, en mestizaje (un poco como lo era el propio Carpentier, nacido en Suiza de padres franceses, quienes pronto marcharon a Cuba), sumergiéndonos en esos ambientes, desde la hispánica y comercial La Habana hasta el paraíso agitado de Guadalupe pasando por la tumultuosa Europa y el  infierno pegajoso de Cayena,  mientras van descubriendo los sueños, los fracasos, los anhelos, los desengaños, las pasiones, el amor, la vida, y el triunfo y la tragedia de una revolución, la francesa, que iba a cambiar el mundo, y sus vidas,  para bien y para mal.
La guillotina aparece en diversas ocasiones en la novela, aunque se refieran a ella mayormente con el eufemismo de la Máquina, pero siempre como el símbolo terrible del progreso y de la evolución, no se sabe exactamente a qué, pero hacia ella. En cierto fragmento le dice Víctor a Esteban que "hay épocas, recuérdalo, que no se hacen para los hombres tiernos", y probablemente sea cierto. Casualidad o no, la novela se escribió en 1957-1958, cuando la Revolución Cubana estaba en pleno desarrollo, poco antes de que Castro tomara el poder.  Carpentier, decidido comunista, estaba en esos momentos desde hace décadas en Venezuela después de vivir en Francia  y no regresaría a Cuba hasta 1959, publicando el libro en 1962. 

El siglo de las luces, aunque al principio sorprenda y aturulle un poco por su estructura excesiva y repleta de palabras,  de nombres importantes y referencias intelectuales sin apenas respiro, pronto, vuelvo a insistir en ello, te atrapa por todo lo que cuenta y sobre todo por cómo lo cuenta, de esa manera tan expresiva, repleta, muy barroquizante.  Un poema sinfónico, una sonata, como se ha llegado a escribir.  Toda una experiencia fascinante y agotadora, como fascinante y agotador fue ese ilustrado siglo XVIII, que comenzó y terminó con guerras, pero al que no le faltaron revoluciones y epopeyas culturales. 

  
"Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros (...) Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia -una advertencia- que nos concernía a todos por igual".

2 comentarios:

  1. Pues no conocía yo esta novela, y eso que el autor sí que me sonaba. Pero, si dices que es buena, me fío de ti! ^^*

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