23.2.15

Una historia española








De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España.


Jaime Gil de Biedma.


 
Siempre es buen momento para recordar quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. También para seguir honrando la memoria de nuestros antepasados, ya sea sacando pecho por las heroicidades (militares o civiles) o avergonzándose por el mal papel de los de casi siempre. Ello es importante en un país donde no se suele recordar el pasado (o se recuerda el que conviene para ciertos intereses) y donde rápidamente se tilda de reaccionario, como mínimo,  a quien evoque hechos que se salen de lo políticamente correcto. Nuestros tiempos son correctísimos, como es bien sabido, y para nada somos como nuestros vecinos franceses o los más alejados ingleses. Aquí todo lo que no sea Tres Culturas, II República y Franquismo no se recuerda. De la historia española, imperial y dominante con sus luces y sus muchas sombras,  entre 1479  y 1814,  no hagas apología, a no ser que lo hagas desde la perspectiva marxista, materialista y social. 

El asunto de hoy no pertenece exactamente a ese grupo, ni por época ni por características, pero suele ubicarse en el olvidado rincón polvoriento de las batallitas de los abuelos anteriores a 1936. Hablemos de la Guerra de Marruecos.

Más correctamente Segunda Guerra de Marruecos  (pues la Primera fue la de 1859-1860) y ampliamente conocida como la del Rif,  fue un conflicto que se extendió entre 1911  y  1927 , de manera intermitente y con picos de intensidad, finiquitado poco después de que Miguel Primo de Rivera y sus botas desembarcaran en Alhucemas, con ayuda francesa.  Esta guerra atrapó a España por haberse acercado,  de manera algo patética, a recoger las migajas del reparto colonial de África, merendado por ingleses, franceses y alemanes, entre otros. Nuestro país había perdido su sitio en 1898 y, en plena Paz Armada, con un ejército desmoralizado por la pérdida de Cuba y unos inversores deseosos de nuevos negocios, intentaba desesperadamente tomar el tren para salir del aislamiento internacional,  sin éxito.  Todo ello cuando en casa la pobreza, la falta de nivel e infraestructuras  y el atraso asolaba a buena parte de la población (recordemos que la tasa de analfabetismo en 1900 rondaba el 65%). 

Pero una vez más, importaba más la imagen exterior, la apariencia. Y el cercano reino de Marruecos era de los últimos sin colonizar.   Aunque a España volvieron a timarle; los franceses, siempre tan honestos, se quedaron con el sur de su protectorado marroquí, estable, arabizado y fértil,  y cedieron a sus vecinos la parte norte, esencialmente, el Rif, un territorio alargado, montañoso, seco  y pobre (de las supuestas minas de hierro poco se supo),  a espaldas de Ceuta y Melilla y poblado por tribus pastoriles bereberes, hostiles hasta para el propio sultán de Marruecos. Existían reconocidos líderes levantiscos, como El Raisuni  (1859-1925), un yebala hijo de un caíd  convertido en bandido (interpretado por Sean Connery en la idealizada y romántica El león del desierto) que operaba algo más al oeste,  y más tarde Abd el-Krim (1882-1963), quien acaudilló a las cabilas rifeñas contra franceses y españoles, contando con el apoyo de la izquierda política y convirtiéndose en un símbolo de los movimientos de descolonización.
                                


                     Muhammad Ibn 'Abd el-Karim El-Khattabi, Abd el-Krim (1882-1963)



Poco después de la I Guerra Mundial se intensifica la resistencia bereber y los ataques a todo lo que huela a invasor europeo. La penetración pacífica en busca de la colaboración de las élites rifeñas fracasa (pese a la construcción de centenares de kilómetros de carreteras, escuelas y graneros)  y  España se embarca en una guerra tremendamente impopular, pues al hecho de que muy poca gente entendiera los motivos, los porqués, los objetivos y los beneficios del conflicto, se añade la circunstancia de que las tropas eran de reemplazo y se reclutaban obligatoriamente; los soldados cruzaban el Estrecho prácticamente por la fuerza, y la única posibilidad de no combatir era pagando, por lo cual la mayor parte de la tropa eran hijos de familias humildes o por lo menos de recursos económicos modestos; la mayoría gente analfabeta que ni había hecho la instrucción.  Además, España tampoco estaba preparada para esa guerra; lejos quedan ya los buenos tiempos del general Prim, y el ejército iba pobremente pertrechado, con fusiles obsoletos (Mauser de la guerra de Cuba)  y alpargatas en los pies. Por añadidura, había demasiada abundancia de oficiales, poco pendientes de manejar bien a los soldados.   Enfrente tenía tribus moras a caballo, que iban equipadas con escopetas (mas eran muy diestros con ellas), lanzas y palicos (como decía un cierto profesor de secundaria), en efecto, aunque también disparaban obuses; así como también es cierto e importante que los rifeños conocían perfectamente el agreste territorio completamente ignoto para los españoles, francamente vendidos desde el momento de alejarse de Melilla.

Por último, esta segunda guerra marroquí, aparte de curtir a militares como Sanjurjo, Cabanellas,  Millán Astray, Mola  o Franco (los africanistas que luego se rebelarían en 1936) y dividir al propio ejército,  fue básicamente otro frustrado intento de dar lustre a la monarquía de Alfonso XIII. Al narigudo Borbón, pese a que puso empeño en ésta y otras cuestiones, se le daba mejor la producción de películas pornográficas, por ejemplo, y tampoco es que su camarilla de colaboradores y ministros fueran más competentes. La pérdida de apoyo popular por el conflicto fue uno de los estoques que iniciaron la caída de la monarquía, con catástrofes como el Desastre de Annual en el verano de 1921, tal vez la derrota más infame de la historia del ejército español, con aproximadamente 2.500 bajas en 4 horas, en total cerca de 10.000 muertos en 15 días (el Desastre consistió en sangrientas retiradas en Annual y Monte Arruit, con Melilla a punto de caer). Si las cifras escandalizaron en su momento e hicieron tambalearse  al gobierno y al rey,  es fácil imaginar qué repercusión tendría hoy.

                                                      Croquis de la zona de Annual en el verano de 1921.

 


Pero ya es momento de hablar de Igueriben. Es el nombre de una especie de monte pelado, cerca de la costa de Alhucemas, donde se produjo un feroz asedio sin cuartel; los sufrimientos allí padecidos fueron el terrible preludio del citado Desastre de Annual dos días después.
El comandante general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, era un militar audaz y solvente, pero en una bravata típicamente española y tras los éxitos precedentes (se habían conquistado más de 40 enclaves),   quiere dominar  de una vez el Protectorado continuando con la mano dura frente a los rifeños, y envía un contingente a Igueriben, por su posición preeminente sobre las cortadas de los ríos, pero escasamente defendido y en franca minoría de tropas y medios frente al enemigo. Una vez más subestima fatalmente a las cabilas que merodean por las sierras cercanas, pues sabía de su rearme. 

El promontorio rocoso fue ocupado por las tropas españolas el 7 de junio de 1921. El grueso del ejército estaba en Melilla, a 40 kilómetros,  y por el territorio circundante se hallaban dispersos una serie de blocaos dispuestos en las elevaciones del terreno. Igueriben era uno más.  Constaba de unos 350  hombres a las órdenes del comandante Francisco Mingo Portillo , refugiados en un fortín precariamente defendido, básicamente con sacos de tierra y una alambrada frente a los hipotéticos sitiadores. El suministro de agua dependía de los pozos a poco más de 4 kilómetros (suponiendo que el pozo no estuviera seco) normalmente traída gracias a las mulas bien cargadas -la aguada-  y de este modo se establecieron los soldados. Tal movimiento temerario se debió a la anticuada guerra de posiciones practicada por los generales españoles, además de a las propias deficiencias del ejército.

Aunque no pocos soldados sabían que establecerse allí había sido una temeridad y una imprudencia, acataron las órdenes sin discutir, como siempre. Al poco de llegar a Igueriben, comenzaron los ataques de las cabilas de Abd el-Krim, antiguo funcionario de la administración española (había ejercido como traductor y periodista), culto e instruido,  quien estaba unificando a toda una serie de tribus de la zona, incluidas las supuestamente aliadas de España, contra el enemigo. El número de sus tropas era claramente superior a los hombres de Mingo, y aunque no hay cifras concretas, se puede hablar de unos 3.000 merodeando el cerro, que fueron incrementándose progresivamente con la llamada de las cabilas y la toma de las posiciones vecinas.

La humilde carne de cañón española apenas se imaginaba lo que iba a caerle encima. Sus principales preocupaciones eran de momento asegurar el agua potable y reforzar los muros, con la única sombra de los pequeños parapetos, pues no había un solo árbol para cobijarse del ardiente sol veraniego. Sol africano, tan inclemente como la muerte. 

La primera noche fue muy tranquila, pero al día siguiente, comenzaron los ataques y se hubo de disparar durante buena parte de los jornadas de ese mes de junio. El día 14 hubo nueve horas de fuego continuado y el 16 los de Igueriben pudieron ver como en la no lejana  Loma de los Árboles las tropas rifeñas derrotaban a sus compañeros, por lo que la mano de Abd el-Krim se cerraba sobre su posición.  Día a día, el hostigamiento se hizo constante. El mero hecho de salir a por agua era un suplicio, ya que había que descender del promontorio y alcanzar el río o pozo por una serie de senderos  y barrancos, fácilmente controlados por los rifeños, siempre pendientes, quienes no dudaban en vaciar sus cartuchos contra el enemigo. 
Los ataques al fuerte eran repelidos prácticamente cada hora, con la única defensa de tres o cuatro ametralladoras de posición y  del saco de arena, la única sombra del parapeto, y la importante ausencia de un médico titulado. 
Los últimos días de junio son de sorprendente calma, pero el 2 de julio se reanudan los ataques. Conforme va aumentando el calor van disminuyendo el agua, los víveres, las municiones y los ánimos de la tropa.

El día 10 de ese mes llega el comandante Julio Benítez Benítez para sustituir a Mingo, pues lo normal era alternarse en el mando de los destacamentos. Benítez se había distinguido días atrás en la defensa de Sidi Dris, y Mingo respiraba aliviado.  Se dieron el abrazo de rigor, sin saber que por azares del destino uno se ponía a salvo en Melilla mientras a otro le esperaba un infierno.

¿El panorama? Hambre, sed, piojos dentro de la guerrera, calor implacable, sangre seca  y el cadáver del compañero al lado, pues no eran posibles los enterramientos, primero por lo reducido del espacio y segundo porque el monte es roca pura y dura que apenas permite la excavación.  La situación se iba haciendo desesperada, y los hombres de Igueriben, liderados por el comandante Benítez, aguantaban esperando en vano la ayuda desde Annual, donde las tropas observaban impotentes el asedio; estaban a sólo 6 kilómetros de distancia, y de hecho los Regulares intentaron acercarse, pero ante el altísimo número de bajas comprendieron que el socorro sería un suicidio por la presencia insistente de los rifeños, como buitres dominando los caminos.

Los refuerzos que no llegan y el aumento del hostigamiento de las cabilas. Un día tras otro, van pasando...repeliendo ataques, padeciendo bajas y más bajas. Y sin poder salir del miserable fortín. Necesitados de pertrechos nuevos, municiones y víveres, la desmoralización es notoria entre los defensores. Es a partir del día 14 cuando Abd-El Krim decide realizar el ataque total, asediando el reducto Igueriben.

El día 15 ya no se pudo realizar la aguada y el día 17, mientras los bereberes van afinando con los obuses de la artillería arrebatada anteriormente a los españoles,   se envía  un convoy desde Annual, con municiones y agua. Los soldados, los acemileros y los sufridos animales, desgraciados todos, llegan a duras penas bajo fuego enemigo a Igueriben; los odres están agujereados y se ha perdido mucho líquido, y la mayoría de las mulas han resultado heridas de muerte. Sus cuerpos inertes e hinchados desprenden un hedor insoportable y, como tampoco es posible su enterramiento, provocan arcadas y vómitos entre los soldados.  Enseguida se acaba la última gota de agua, algo terrible siempre, pero más aún si es verano y se produce deshidratación por el calor y el esfuerzo físico.  La primera solución fue aplastar patatas y chuparlas, cuando éstas se acabaron se recurrió al líquido de las latas de tomate y al vinagre, y a la desesperada, por último al agua de colonia, a la tinta, a masticar arenilla (por si producía saliva) y al final, a  la propia orina endulzada (si se puede denominar así) con azúcar. No es fácil imaginarse el panorama de locura de estos  días, desde luego. 

Benítez, que hasta ahora confiaba en que su general Silvestre rompa el cerco de los rifeños y les ayude, asume por fin  que la suerte está totalmente echada, y que no van a hacer nada por socorrerlos, aparte de pedirles a través del heliógrafo que aguanten;  sólo le queda ya  saber dirigir bien hasta el final a sus hombres, como buen soldado.  Malagueño de El Burgo, llevaba más de 20 años metido en el barro de la guerra por su propia voluntad, desde Cuba, y su interior estallaba al sentirse culpable por, a causa de la incompetencia y la chapuza  de los "de arriba",  conducir a la muerte a esos muchachos,  a quienes trataba de manera paternal como "hijos míos".

La noche del 18 los bereberes se acercan tanto que los sitiados pueden escuchar sus cánticos guturales, sus insultos a los oficiales  y sus falsas ofertas para que se rindan. Con  las balas sobre sus cabezas, el olor a sangre y a cadáver,  la garganta seca, los labios agrietados, la cara llena de polvo, sin poder dormir  y con las heridas infectadas, lo último que faltaba para que estos infelices héroes puedan perder definitivamente el juicio son esas promesas de vida, estando tan lejos de casa, de su pueblo,  de sus seres queridos... y de su futuro.  Cansados, dubitativos, desesperados, responden disparando a la oscuridad y gritando  vivas a España.
En medio de este ambiente desquiciado,  Silvestre le sugiere que se rinda, pero Benítez, furioso,  responderá con una frase tremenda:

"Los defensores de Igueriben mueren, pero no se rinden". 

Pocas cosas hay más españolas que una causa perdida.  El militar malagueño, a estas alturas de la película, no va a ser como sus superiores y mantendrá intacto su honor hasta el final, aunque eso suponga la masacre, pues los rifeños no se distinguen precisamente por su clemencia.

El día 20, por fin, se intentó socorrer Igueriben desde Annual con tres grandes columnas, 3.000 hombres,  operación fracasada  al caerles encima los moros.  Ante la situación crítica el general Silvestre deja por fin Melilla y llega a Annual, para compartir la suerte de sus hombres, en una acción noble pero temeraria pues deja a la población  melillense desprotegida. Los muchachos del cerco llorarían de impotencia y de miedo, pero la deshidratación es tan severa que no salen ni las lágrimas. El comandante Benítez, trágico héroe de manera inesperada y muy a su pesar,  por  casualidades del destino, escribe, lleno de amargura y rabia, a Silvestre, quien había autorizado la evacuación (que no rendición), pues no quedaba otra:


 "Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros (...) Nunca esperé de V. E. recibir orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente pues la oficialidad que integra esta posición conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles".

Por la tarde estaba ya todo dispuesto para la misma. Los escasos hombres que quedaban se repartieron las últimas municiones, preparándose para huir de aquel infierno pedregoso. La tarde del 21 se procedió a la evacuación. Se inutilizaron las armas pesadas y se quemaron las tiendas, y  Benítez  emitió su famoso y terrible último mensaje al Estado Mayor en Annual, a través de los espejos del heliógrafo:


"Contad los doce disparos de artillería que nos quedan y luego abrid fuego sobre la posición, pues moros y españoles estaremos revueltos en la batalla".


En medio de una lluvia de balas y bombas, amigas y enemigas,  echaron a correr monte abajo en una infernal carrera con la bayoneta y el cuchillo, gritando y luchando por la escasa vida que quedaba. El comandante Benítez fue el último en salir de Igueriben, aguantando hasta el final y cubriendo a sus hombres, hasta que dos balazos certeros le dejaron en el sitio, caído en tierra extraña cumpliendo con su deber.   Tras llegar a Annual algunos soldados murieron por beber demasiada agua. Otros fallecieron en cautividad. No se tiene constancia de más de 60  supervivientes de Igueriben. De un total de 354 soldados.

Así acabaron sus días la inmensa mayoría de  los defensores del cerro.  Hombres abandonados a su suerte en un calvario y sin apoyo de sus superiores ni de sus dirigentes. Con el futuro segado en una guerra que no era la suya. Algunos estaban ya casados y con hijos, pero  la mayoría esperaba contraer matrimonio pronto, y otros aún más jóvenes eran simples muchachos, con más páginas por escribir en el libro de su vida. 

La ola rifeña que había arrasado el fuerte caería también sobre Annual, produciéndose esa terrible desbandada con miles de bajas españolas, entre ellas la del propio general Silvestre, de quien nunca se encontró su cadáver, de la misma manera que la inmensa mayoría de cuerpos , horriblemente mutilados, de los soldados caídos este negro verano de 1921 quedaron insepultos. De hecho aún hoy es posible desenterrar fragmentos de huesos humanos en esos montes.


                                                                         Julio Benítez Benítez (1878-1921)



 Se le concedieron a título póstumo,  la Cruz Laureada de San Fernando (la máxima condecoración militar española) , al comandante Benítez, al capitán, artillero  Federico De la Paz Orduña, y al capitán Joaquín Cebollino, de los Regulares.  En ciertos casos sabemos honrar como corresponde a los muertos, aunque sea simbólicamente, y en 1926  se erigió un monumento en Málaga a Benítez y a los héroes de Igueriben.
 

El único oficial vivo, el teniente gallego Luis Casado Escudero, sería hecho prisionero (precisamente por su condición de oficial)  junto con otros por los rifeños y rescatado después por los españoles tras pagar un rescate. El rey Alfonso XIII  hizo un desafortunado comentario que retrató a su regia persona para la posteridad : "Qué cara sale la carne de gallina".  El monarca no iba a ser menos en un país de cainitas, pues Casado, sobreviviente de tantos penosos avatares en Marruecos, intentaría sin éxito que se le reconociesen los méritos de guerra y contó con el desprecio de otros militares que, rencillas políticas de por medio (siempre la política) mancillaron su honor. Fatalidades y reversos macabros de la vida, el héroe fue fusilado a los 37 años por el bando franquista el 23 de julio de 1936, en la misma Melilla, por no sumarse a la sublevación  y  ser acusado de repartir propaganda comunista. 

Algo muy típico, por desgracia, en nuestra historia. Entre nosotros mismos, nos devoramos como en una jauría, en este país de triunfos y tragedias. En este caso fue la Guerra Civil. Dejarse el alma en el Rif por tu Rey, por tu tierra  y por tus paisanos, para que te acaben finiquitando tus propios compañeros. Una historia que provoca que palabras y conceptos como "patria", "ejército", "honor",  "política",   "gobierno"  o "ideología"  se atraganten y produzcan indigestión y  repulsión. Una historia española.




Dedicado a la memoria de los Héroes de Igueriben. También a los de Annual, Monte Arruit, Sidi Dris, Abarrán  y tantos lugares.  A esos muchachos en la flor de la vida, mal dirigidos y peor equipados y pagados, que fueron enviados a morir a Marruecos, y cuyos huesos siguen desperdigados por las montañas del Rif.  



                                                                      Igueriben en la actualidad. 







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Para saber más y mejor:


- Casado Escudero, Luis:  Igueriben (1923) , Ed. Almena2007. 

- Martínez Simancas, Rafael: Doce balas de cañón: El sitio de Igueriben, Algaida literaria, 2011.

- Sender, Ramón J.:  Imán, Ed. Destino1930. 

16.2.15

Tiempo





Es viernes y el patio, cuando el reloj va a dar las once de la mañana,  se muestra semidesierto, tranquilo, muertecino. Lógico.  Buena parte del alumnado está de resaca. O camino de sus casas, si viven en un pueblo o en otra región. O, aquellos que han tenido menos suerte con las asignaturas o no han sabido montárselo bien con las optativas, están en clase. Es viernes. 

El sol del febrero murciano caldea un tanto el ambiente fresco, produciéndose un  curioso microclima al abrigo de la verticalidad del ladrillo.  Por otra parte, ya sea invierno  o verano,  los enormes árboles siguen ofreciendo su sombra, como desde hace décadas. Las copas de los troncos y las palmeras casi sobresalen de la recoleta plaza encajada entre los compactos edificios de la Merced. Es viernes en la universidad.

Por cuestiones que no vienen al caso, aún no había recogido el título de la licenciatura, el cual me estaba aguardando desde hace un tiempo en la remozada secretaría. Cuando cerré la puerta, sobre en mano, volví a caer en uno de mis temas recurrentes: el tiempo pasa fugazmente  y, aunque parezca mentira,  ya han transcurrido casi 10 años (¡una década!)  desde que en septiembre de 2005 comenzara la carrera. Aún puedo verme, expectante, ilusionado, bisoño y nervioso, cruzando la puerta, adentrándome en otro mundo.  Y esa imagen aparece tan cercana y  tan lejana a la vez...

Como tan lejano y cercano es el tiempo pasado. El tiempo es eso que se te escurre entre los dedos, antes siquiera de que puedas acariciarlo. 

También me asaltan los otros pensamientos de siempre. El reverso festivo, desaforado y feliz, de vida alegre, de la universidad. Esa sensación de primero de carrera, esa euforia, ese todo por hacer,  ese abrirse de mente, esa disposición a conocer gente, a hacer amigos rápida y ansiosamente, con esa atmósfera irrepetible, de iniciación y  de sentimiento de fraternidad que sube y baja tan rápido como la gaseosa. Esos primeros compases donde hasta el más tímido se vuelve tan extrovertido como un relaciones públicas, y donde te encuentras conversando con alguien que hasta hace poco ni se te hubiera pasado por la cabeza hablarle, o que te hablara.

En esos tiempos de gloria, tan despreocupados como imprudentes, seguía (o seguíamos)  a rajatabla el tópico del carpe diem, pues lo que importaba, en vez del futuro, era el momento más inmediato, con el único horizonte del fin de semana; si acaso, el de los exámenes.

Por eso no caes en la cuenta de la brevedad de estos tiempos de Saturnalia, tan efímeros como las pompas de jabón. Un día estás brindando por la juventud, ebrio de ignorancia, y al otro estás todavía sin lugar en el mundo, en una tierra de nadie que aún no llega a ser plenamente la adulta pero tampoco es ya la eufórica y fresca post-adolescencia. Adiós al Gaudeamus igitur.

Aunque hay poca gente, sí pueden verse algunos grupos de estudiantes. Por sus caras y maneras de muchachada, se deduce fácilmente que son de primer curso, como mucho de segundo. Gente de entre 18 y 23 años, nacida, calculo,  entre 1992  y 1996, que se dice pronto; hay algunos y algunas más mayores, pero son franca minoría.  Los observo con una mezcla de indiferencia y simpatía, pues me reconozco en el que habla tranquilamente y de manera cómplice con una amiga, o en ese corro de 3 o 4 pipiolos ruidosos que conversan acaloradamente y no precisamente sobre la caverna de Platón,  o en aquel que va en busca de cierto profesor, al edificio de enfrente, acometiendo la inmensa escalera, convertida en una metáfora hacia el futuro.  

Pues la universidad en sí,  además de ser un anquilosado ente endogámico donde los catedráticos y catedráticas campan a sus anchas como hidalgos, es por otra parte una fábrica de proyectos y sueños, muñidora de porvenires y transformadora de caracteres.

Pero, mientras voy mirando discretamente aquí y allá, voy cayendo en la cuenta de lo distinta que está la vieja universidad. Y no ya sólo porque los planes de estudio hayan cambiado, por el triunfo de Bolonia, y ya no existan ni las licenciaturas, o porque buena parte de mis profesores estén ya jubilados o próximos a ello (e incluso, por desgracia, algún fallecido).  No. Fundamentalmente es por el lavado de cara, la mano de pintura y la presencia de los adelantos electrónicos, los cuales están transformando a la facultad (como a la sociedad en general), dándose una extraña pervivencia entre lo viejo y lo nuevo.

Enchufes y sillones aquí y allá, con rendijas para el ordenador portátil, supuestamente, pero a nadie se le escapa que lo más necesitado es el móvil. Sentarse, recargar el aparato y seguir conectado, pues va en ello la supervivencia.  En esto se ha convertido la universidad. Además, todo repleto de comodidades, con puertas automáticas y sensores, pantallas en alta definición , e incluso fotocopiadora propia (aunque esto lo implantaron en mi quinto curso) , cuando durante mucho tiempo hubo que buscarse las habichuelas en cualquiera de las  caóticas papelerías de las calles vecinas. Establecimientos que actualmente se han convertido en bares y bocaterías, dentro de un barrio aún más bullicioso y repleto de ofertas que antaño.

Tal vez mi promoción fuera de las últimas antes de la tecnologización, del  smartphone y de la conexión continua. Antes había móviles, por supuesto, pero obviamente sin internet (cuando tenerlo era un lujo o aún no se había democratizado) y desde luego nuestra vida no dependía de un enchufe. Había portátiles, claro, aunque aún no habían desembarcado las tablets y apenas existía algo táctil, exceptuando los folios y las páginas de los manuales. La web era importante, desde luego, pero no podía compararse a la actualidad.  Era una generación híbrida, donde por una parte disfrutábamos y abusábamos de la informática, pero por otra aún no había invadido por completo nuestras vidas; durante un tiempo el extinto Messenger fue nuestro mayor adelanto, y  era donde se hablaba, cuando no directamente y a la cara.  Aún quedaban años para el WhatsApp y su tiranía de los grupos.

No, es mi universidad pero ya no es mi universidad. Ya pinto poco aquí. Todo ha pasado ya. Miro, en una repentina casualidad,  el sobre,  y me percato de nuevo de mi situación: en el título aparece el rey anterior, con lo que parezco de otra época, y además de verdad. Soy de otro tiempo.  Desubicado, sin sitio,  como un viejo gruñón, o esos veteranos zumbados del Vietnam que deambulan por los desfiles, y repiten mecánicamente:  Semper fidelis.  Simbólicamente, pero por razones no tan livianas,  ésta ya ha dejado de ser la universidad que existe en mi recuerdo. Así, sin más,  me fui, cansado. 

Recorriendo lentamente la plaza, bajo el rumor de las ramas, me asaltaron por última vez los pensamientos, surgiendo de una nube de recuerdos. Lo que pude hacer  y no hice. Lo que pude decir y no dije. Lo que pude obtener y no obtuve. Lo que pudo ser y no fue. 

Me alejé de los muros de la Facultad de Letras mía, si un tiempo ideales, ya desvirtuados,  por una de las aberturas más pequeñas.   No quise volver la vista y anduve hacia adelante, emprendiendo el camino del destierro sin rumbo fijo. 

12.2.15

Cambio de nombre...¿y de rumbo?

En menos de dos meses este humilde rincón virtual cumplirá cinco años. Cinco años en los cuales he dado rienda suelta a mi creatividad (si así puede llamarse) y me he ido sincerando como nunca hubiera imaginado, publicando aquí infinidad de pensamientos y enunciados que no siempre mi círculo íntimo sabía (y desde luego menos aún el de conocidos), dada mi natural inclinación a la reserva. El blog surgió, recuerdo,  sin pensármelo mucho, en una noche de insomnio y como una vía, no de escape, sino de divertimento, de ocio, por probar.  Nunca había sido de escribir mis inquietudes en ningún lugar (de hecho siempre he empleado más los folios para dibujar) pero, cercano a los 25 años y al final de la licenciatura, se me presentaba una oportunidad, por obra y gracia de Internet.

En este quinquenio también ha habido una cierta evolución en el modo y el estilo de escribir, quiero creer que para bien  -lo noto al leer las publicaciones de 2010 y 2011- y en los temas elegidos. Antes predominaba la Historia, la actualidad, especialmente política, y los pensamientos personales (por ejemplo, dando la brasa pastelosa sobre estados sentimentales; en esto me han padecido propios y extraños, aunque no me arrepienta de nada), con poco espacio para la literatura, el cine,  los relatos de viajes o las jugosas listas sobre preferencias y aficciones. Se han mantenido, sin embargo, asuntos como la amistad, el pasado, el futuro o las obsesiones/debilidades por mi tierra, Almería, y la de adopción, Murcia. De un tiempo a esta parte se han incrementado los párrafos sobre  otras pasiones como el cine, los libros y la música, y, aunque no se ha desterrado por completo, la actualidad política ha perdido su lugar, tal vez porque lo último que deseo es convertirme en otro odioso tertuliano más (aunque sería uno sin sueldo).  Sigue habiendo espacio para mi amada Historia, pues no me olvido de ella.  También para los sentimientos, ya sean positivos, negativos, alegres, tristes, encontrados o inexplicables, pero, al filo de los 30 años, más experimentado y escarmentado, me he dado cuenta que ni me dejo llevar por la emoción como antes, ni tengo la necesidad de plasmarlo aquí. 

Cinco años y  164  entradas dan para mucho,  también para que la difusión de este blog aumente o disminuya, pero especialmente y para sorpresa mía, ha servido para descubrir que me lee mucha más gente de la esperada, desde luego a enorme distancia de lo que imaginaba cuando comencé a publicar en 2010. Contaba con que los amigos más cercanos serían los habituales, y en ciertos casos los más críticos (algo que valoro especialmente),  pero poco a poco, gente con la que tenía mediano, escaso o ningún contacto fue notificándome que me leía y que siguiera así. También ha servido para hacer amistad con personas totalmente desconocidas a través de él.  E incluso fuera de España, puedo decir con orgullo que me siguen con cierta asiduidad en tierras admirables como Argentina o México. Verdaderamente es maravilloso, y sin duda una de las grandes ventajas de Internet, que quien estas líneas escribe, un Don Nadie conocido si acaso por menos de un centenar de personas, pueda ver publicadas sus locuras y ser leído aquí y allá a un solo golpe de clic, y lo dice alguien que tanto critica la excesiva tecnologización y el esclavismo de las personas sometidas a la red.

Así, incoherencias aparte,  de momento este espacio seguirá como hasta ahora. Con mi pequeño grupo de leales, y  otro mayor que llega aquí esporádicamente o de casualidad por los vericuetos de la web, ya sean conocidos o extraños, pero siempre personas bienvenidas, y donde siempre se aprecian comentarios y notificaciones, especialmente los críticos y las críticas, pues no escribo para nadie en concreto ni para agradar a alguien en particular; debo decir que la inmensa mayoría son siempre alabanzas y palmadas en la espalda, tantas que al final me lo acabaré creyendo y me convertiré en un escritor maldito que recorre los cafés y las tertulias, buscando que alguien le publique, con la vista perdida en una copa.  Fuera de bromas, este desocupado una vez más quería darle (daros) las gracias a todos y  a todas, por leerme. Aunque suene a postureo, ustedes (vosotros/as) me dan (me dais) la fuerza para seguir escribiendo y publicando desde la modestia y la falta de pretensión, cuando a  veces me pregunto "¿por qué seguir con esto?". Suena a postureo, a impostura, pero es la pura verdad. Gracias, de todo corazón. 

Por último, el segundo objetivo de la entrada. Que no es otro que anunciar el cambio de nombre del blog, no sé si el último, porque tampoco es el primero. En cinco años ha habido ya otros tantos títulos, desde el inicial  Al abordaje pasando por A mi manera,  Ancha es Castilla (primera vez) y los poco duraderos El corazón de las tinieblas (qué pretencioso fui)  A diestra y  siniestra (¡ja! ni que fuera Pérez-Reverte). Ancha es Castilla, el más longevo desde su reimplantación, viene a significar tanto la vieja expresión española para darse valor o para mostrar libertad de actuación, como, y  ya a modo particular, el título de una canción estimada en mi adolescencia, pero especialmente un enunciado con referencias a la esencia castellana (y por tanto hispánica) tan apreciada por quien escribe. Tal frase no ha dejado de gustarme, ni renuncio a ese sabor,  pero la encuentro, tal vez, un tanto rimbombante, y sobre todo, con demasiado eco histórico para lo que luego es el blog, donde la Historia en sí sólo es uno más de tantos temas y motivos. Soy algo meticuloso y perfeccionista, qué le voy a hacer. 

Así, el lugar antes conocido como Ancha es Castilla pasa a denominarse Castillos en el aire, otra expresión popular. Sigue habiendo algo relacionado con las fortalezas en el título, pero con otro sentido. Hacer castillos en el aire, según la RAE, viene a ser formar "ilusiones lisonjeras con poco o ningún fundamento", y efectivamente eso es, aunque conviene quitarle la carga negativa. Un castillo en el aire puede ser, como este rincón,  lo que alguien piensa y escribe, y sin mayores pretensiones ni ínfulas, se mantiene ahí, suspendido en el espacio atemporal.  Pero también, tenga más o menos base, sería para mí una idea, un proyecto, una ilusión, formada en la cabeza y que, por qué no, podría materializarse, podría llegar a hacerse realidad. Ese es uno de nuestros objetivos en la vida, considero, o si se prefiere, como dejó dicho George Bernard Shaw: "si has construido un castillo en el aire, no has perdido el tiempo, es allí donde debería estar. Ahora debes construir los cimientos debajo de él". También es uno de nuestros derechos tener sueños, y una cierta obligación materializarlos, o intentarlo. A veces los castillos en el aire nos dan la vida, y pocas cosas son tan maravillosas como poder tocar uno después de haber asentado los cimientos.

Por tanto, aquí sigo, con mayor o menor frecuencia, escribiendo del sitio de Castelnuovo, de tal clásico descubierto, la última película vista o de cierto rincón con encanto,  despertando mucho, poco o ningún interés, escribiendo no ya sólo como divertimento, sino porque también me sirve de ayuda, en estos tiempos extraños y difíciles.  Por aquí seguiré estando. Gracias, de nuevo. 

5.2.15

El triunfo y la tragedia de la revolución: "El siglo de las luces"



"Gran derroche de candelabros y vajillas de plata había hecho el ama de casa, aquella noche, para la primera cena de la familia nuevamente reunida. `Veo que se ha matado al buey graso´, decía Esteban al ver aparecer las aves mejor aderezadas, las salsas de más acuciosa elaboración, en un desfile de bandejas que le recordaban las cenas que, en este mismo comedor, se hubiesen ofrecido los tres adolescentes de ayer, soñando que se hallaban en el Palacio de Potsdam, en los baños de Carlsbad, o en el marco de algún palacio rococó, situado en los alrededores de alguna Viena imaginaria. Sofía explicó que tales galantinas, tales crostones, tales rellenos trufados y ajerezados, se destinaban a quien, por tanto haber vivido en Europa, debía tener el paladar tremendamente aguzado en la ponderación de lo exquisito. Pero, Esteban, hurgando en sus recuerdos, tuvo que confesar -nunca se había percatado de ello- que su deslumbramiento primero ante los fuegos artificiales de una cocina ubérrima en aromas, matices, sutilezas del unto, aleaciones de yerbas y especias, remotos regustos de esencias, había durado poco. Acaso por su urgencia de acomodarse, durante meses, con los pimentones, bacalaos y pilpiles de la cocina vasca, Esteban se había aficionado a los manjares agrestes y marineros, prefiriendo el sabor de las materias cabales al de lo que llamaba, con marcado menosprecio por las salsas, `comidas fangosas´. Y hacía el elogio de la batata, perfumada y limpia, cocida bajo ceniza; del banano verde, dorado en aceite; del corazón de palmera, prodigioso espárrago de alturas, que contenía toda la energía de un árbol; del bucán de tortuga y del bucán de cerdo salvaje; del erizo de mar y de la ostra de mangles; del fresco gazpacho con pan de munición y del cangrejo niño cuyo carapacho frito se pulverizaba bajo la dentada, poniendo la sal de mar en su carne propia. Y evocaba, sobre todo, aquellas sardinas sacadas de la red, vivas aún, puestas sobre brasas de anafe, al cabo de la pesca de medianoche, que se devoraban en cubierta con la cebolla cruda y la hogaza negra, echándose mano, entre bocado y bocado, a la bota hinchada de espeso tintazo. `Me he matado durante toda la tarde estudiando libros de cocina, para esto´, dijo Sofía riendo...Se sirvió el café en el gran salón, donde Esteban echaba de menos el desorden de otros días (...)
 `Háblanos de Víctor Hugues´, dijo Carlos, por fin. Comprendiendo que Ulises no se libraría, esa noche, de la obligación de narrar su Odisea, dijo Esteban a Sofía: `Tráeme una botella de vino del más corriente, y pon a refrescar otra para luego, porque el relato será largo´.



Poco sabía de El siglo de las luces aparte de que su autor era Alejo Carpentier y de que se trataba de una novela del ámbito caribeño. Posteriormente descubrí que es uno de los libros más importantes e innovadores de los escritores hispanoamericanos (o del llamado "boom latinoamericano")  y que su argumento, como se intuye en el título, versa sobre el siglo XVIII, más concretamente en su etapa final.

Pues bien, una vez leído -devorado, diría yo- puedo decir que  El siglo de las luces  es una de las mejores e inesperadas sorpresas que me he podido encontrar como lector.  Realmente una gozada adentrarse en sus páginas, pues Carpentier demuestra un dominio del lenguaje y del léxico asombroso, y pese a que se sucedan los párrafos y párrafos repletos de palabras con escasos diálogos entrecomillados, no cansa. Todo lo contrario, pues el libro es toda una experiencia sensorial donde como en pocas ocasiones se puede oler, tocar y escuchar lo leído, además de recrearse en la jugosa prosa del autor y en sus ocasionales "americanismos". 

La trama nos introduce en la ciudad de La Habana, importantísimo puerto y como tal centro de intercambios y transacciones comerciales del imperio español y más allá, donde lo que verdaderamente importa es la compra-venta y el dinero, mucho más que la cultura y el ser humano. Esto choca con los ideales del trío protagonista, Carlos, Sofía y Esteban (dos hermanos y su primo), unos adolescentes que hacia 1789-1790, cuando fallece su estricto padre, un importante comerciante, quedan solos en el mundo. 

Forman parte de la élite de la capital cubana, y habitan una enorme casa repleta de alimentos, curiosidades y comodidades, pero es ahora cuando realmente descubren todo lo que había en ella y, por las lecturas, las posibilidades de soñar una vida mejor que la de ser un simple tendero o un gris comerciante como su progenitor, dentro de la anquilosada administración española. Viviendo sin normas ni reglas es cuando aparece de repente en su puerta un misterioso vendedor francés, Víctor Hugues, quien trae ideas nuevas consistentes en la revuelta y en el cambio de orden. Resulta ser un francmasón enviado desde la metrópoli para exportar la Revolución Francesa a las colonias americanas, que trastocará para siempre las vidas de los jóvenes, especialmente Sofía y Esteban.

Este Hugues fue un personaje real nacido en Marsella hacia 1762, el cual,  como comerciante,  se había establecido en lo que luego sería Haití, iniciando actividades masónicas y republicanas, convirtiéndose en el hombre fuerte de los revolucionarios en las Antillas. Posteriormente gobernaría islas como Guadalupe representando a la Convención, aboliendo la esclavitud y no dudando en usar la guillotina para sus propósitos. Los sucesivos cambios de gobierno en Francia, la caída de líderes como Robespierre y la llegada de otros como Napoleón le traerían de aquí para allá, viviendo entre el país galo y la Guayana francesa, administrándola de manera férrea y sangrienta. 

De todo ello y más nos habla Carpentier, así como de la relación entre Víctor y Esteban y Sofía. No quiero desvelar más aspectos de la trama, así pues, me limito a esbozar que el escritor cubano, mediante la óptica de los dos jóvenes, se recrea con su barroca forma de escribir en mostrarnos todo un mundo, o dos, el antillano y el francés, en mestizaje (un poco como lo era el propio Carpentier, nacido en Suiza de padres franceses, quienes pronto marcharon a Cuba), sumergiéndonos en esos ambientes, desde la hispánica y comercial La Habana hasta el paraíso agitado de Guadalupe pasando por la tumultuosa Europa y el  infierno pegajoso de Cayena,  mientras van descubriendo los sueños, los fracasos, los anhelos, los desengaños, las pasiones, el amor, la vida, y el triunfo y la tragedia de una revolución, la francesa, que iba a cambiar el mundo, y sus vidas,  para bien y para mal.
La guillotina aparece en diversas ocasiones en la novela, aunque se refieran a ella mayormente con el eufemismo de la Máquina, pero siempre como el símbolo terrible del progreso y de la evolución, no se sabe exactamente a qué, pero hacia ella. En cierto fragmento le dice Víctor a Esteban que "hay épocas, recuérdalo, que no se hacen para los hombres tiernos", y probablemente sea cierto. Casualidad o no, la novela se escribió en 1957-1958, cuando la Revolución Cubana estaba en pleno desarrollo, poco antes de que Castro tomara el poder.  Carpentier, decidido comunista, estaba en esos momentos desde hace décadas en Venezuela después de vivir en Francia  y no regresaría a Cuba hasta 1959, publicando el libro en 1962. 

El siglo de las luces, aunque al principio sorprenda y aturulle un poco por su estructura excesiva y repleta de palabras,  de nombres importantes y referencias intelectuales sin apenas respiro, pronto, vuelvo a insistir en ello, te atrapa por todo lo que cuenta y sobre todo por cómo lo cuenta, de esa manera tan expresiva, repleta, muy barroquizante.  Un poema sinfónico, una sonata, como se ha llegado a escribir.  Toda una experiencia fascinante y agotadora, como fascinante y agotador fue ese ilustrado siglo XVIII, que comenzó y terminó con guerras, pero al que no le faltaron revoluciones y epopeyas culturales. 

  
"Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros (...) Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia -una advertencia- que nos concernía a todos por igual".