29.1.15

100 razones que hacen que la vida merezca la pena


 Por supuesto que la vida merece la pena, pese a todo lo canalla y cruel que es, pero hay que disfrutarla, pues es corta y puede acabarse en cualquier momento.  Aunque tal vez sería difícil explicarlo todo por escrito, pero hoy, a la manera de revistas digitales como Jot Down (desde luego, sin la carga y el postureo hipster de aquella),  me apetecía transmitir, a modo de curiosidad y aunque a nadie le interese, mis 1oo razones simbólicas por las que uno puede seguir teniendo ganas de vivir y le hacen la existencia más agradable o disfrutable; intento evitar las más evidentes y recurrentes, y  probablemente me deje unas cuantas en el tintero. Ahí van, y por supuesto el número no indica el orden o mayor y menor importancia:



1- El sol en invierno.

2- Leer cualquier clásico. 

3- El sabor de un buen café.

4- Poder desahogarse.

5- Las bravas del Bonillo.

6- Murcia en las calles entre la plaza de la Catedral y la de Santo Domingo. 



7- Una palmada en el hombro y/o un abrazo de un amigo.

8- La totalidad de la discografía de Led Zeppelin.

9-  Indiana Jones.

10- Las panorámicas y el aire que se respira en (y desde) la Isleta del Moro. 

11- Este final. La película entera. Y su banda sonora.

12- Ennio Morricone.

13- La elegancia decadente (o la decadencia elegante) de El Gatopardo, tanto la  del libro como la de la película.

14- Clint Eastwood. 

15- Las partes menos turísticas de los lugares muy turísticos.

16- Encontrarte en la romana Piazza della Rotonda con la mole del Panteón de Agripa. Y entrar en él.

17- Los doblajes de Constantino Romero.

18- Dejarte llevar por la voz de Dumas en El conde de Montecristo y la trilogía de Los mosqueteros.

19- El olor a tierra mojada que deja la lluvia.

20- La ópera.

21- Las dos Castillas. 

22- Hans Zimmer.

23- Al Pacino y Robert de Niro hasta hace 20 años. 

24-  El principio de una relación. 

25- El lametón de un perro.  Su amor inquebrantable. 

26- El Danubio Azul. Los vals. 

 27- Un baño en el Mediterráneo, ante un eterno atardecer.

28- Los Simpson, en su etapa gloriosa (temporadas 2-10).

29- La estampa señorial del Madrid del XIX.

30- Un tinto de verano bien hecho.  

31- La atmósfera, el ambiente,  de El Padrino I y II.

32- El olor y el tacto de las páginas de un libro.

33- Claudia Cardinale. 

Claudia Cardinale, 1965.



34-  Freddie Mercury.

35- El tacto y el aroma de la piel de una mujer.

36-  Andar sin prisas por la Plaza Nueva,  la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes, a la sombra de la Alhambra. 

37- Los pueblos perdidos. 

38- Una conversación con tu abuela o tu abuelo, mientras tengas la suerte de que sigan vivos, claro.

39-  300 años de música clásica.

40- La banda sonora compuesta por Basil Poledouris para Conan el bárbaro (1982). 

41- El chocolate, en sus múltiples formas , colores y estados.

42- El queso. De cualquier lugar, olor y sabor.

43- Las patatas, en cualquiera de sus preparaciones y presentaciones.

44- La sensación de satisfacción.

45-  Toledo.

46-  El tema de Lara.

47- El cine de Sergio Leone.

48- La leche. De vaca, de cabra, caliente o fría.  

49-  La gastronomía tradicional. Especialmente la de las madres y abuelas. 

50- Franco Battiato cantando con Alice esta canción

51-  Tener hermanos. Aunque con uno es suficiente. 

52- La música de los 80. 

53- El western. 

54- El Impresionismo y en general toda la pintura del siglo XIX. 

55- La comida italiana.

56- El Barroco. Ya sea pintado, construido o esculpido.

 "El rapto de Proserpina". Gian Lorenzo Bernini, 1621-1622, Roma.

 


57- Desayunar churros.

58- Los dos himnos de Irlanda cantados por su equipo de rugby y por el público de Dublín, ante Inglaterra.

59- El helado de turrón.

60- Always on my mind. La versión de Elvis Presley. 

61-  Himnos guerreros como La Marsellesa, el de México y el de Uruguay.

62- Mantenerse pegado a la butaca del cine

63- Las películas de Berlanga.


64- Los abrigos. Y  las bufandas.

65- Las manzanas. El zumo de naranja. Las mandarinas. Los higos. Y las uvas. 

66- La obra de Alfons Mucha. 






















"La luna y las estrellas". Alfons Mucha, 1902.

 

67- La fotografía y el vestuario de Barry Lyndon. En realidad, toda la película.

68-  El final de Excalibur (1981).

69-  La opiniones de Arturo Pérez-Reverte.

70-  More than a feeling, de Boston.

71-  El frío. 

72-  Burt Lancaster.

73- El pan. Comerlo solo o con algo. Y su olor.

74- Los artículos de David Gistau.

75- Un cielo limpio,  lleno de estrellas, lejos de la ciudad.

76- Los grillos en las noches de verano. 

77- Cuando John Wayne se va, y se cierra la puerta,  en Centauros del Desierto.

78- Jennifer Lawrence en El lado bueno de las cosas.

79- La niebla.

80- Los jardines y parques viejos, sin remodelar ni modernizar.

81- Percibir un perfume, un olor,  que te transporta a una persona o a un momento del pasado.

82- Hablar de todo y de nada con los amigos. 

83- Astérix y Obélix. Y  Tintín. Y  Mortadelo y Filemón.

84-  Saborear una cerveza, especialmente en compañía. 

85-  Los pasodobles. Sobre todo este . O este. O este otro.

86-  Contemplar (y tocar, si es posible) lugares y objetos  que son historia.

87-  Reírse con El hombre tranquilo.

88- Made in Japan, de Deep Purple. Entero.

89- Las conversaciones de El Nota y Walter en El gran Lebowski.

90- El torrente musical power-metalero de Rhapsody (of Fire).

91- El olor a azahar.

92- Tener una buena amiga con la que tener complicidad.

93- Reservoir Dogs  Pulp Fiction. 

94- Las fotografías en blanco y negro.

95- Ver nevar.

96- El cine "clásico", con escenas como ésta.  

97- Daniel Day-Lewis sobreactuando.

98-  Correr bajo la lluvia. 

99-  Las palabras antiguas que ya no se usan (o apenas) , como "pardiez", "antediluviano" , "alcoba", "prístino", "jícara" , "petimetre", "bellaco" o "acémila". 

100- El cielo de Almería.  

13.1.15

Bocairente la desconocida







Al sur de la provincia de Valencia, dejando atrás Játiva, Aielo de Malferit (cuna de Nino Bravo) y Onteniente, en el camino de Alcoy, se encuentra, rozando tierras alicantinas, la hermosa y peculiar villa de Bocairente (Bocairent), a la cual podríamos apodar como "la desconocida", pues, aunque desde luego no es tal, no suele figurar en las guías turísticas y libros de viajes, y si lo hace es de pasada. Se da también la particularidad que, al estar tan desarrollado en la Comunidad Valenciana el turismo de playa, paella y fiesta, suelen relegarse los pueblos,  monumentos y espacios naturales de su interior.

Una auténtica sorpresa, pues perfectamente puede ser el pueblo más bello de Valencia (ya que somos tan partidarios de elaborar listas en nuestros tiempos), uno de los cinco mejores de la Comunidad Valenciana, y de ahí a otro grupo mayor a nivel nacional, aunque de momento no forma parte de los oficialmente quince pueblos más bonitos de España

Bocairente, en valenciano Bocairent, nace como tal en la Edad Media, aunque la zona ya estuviera habitada desde tiempos prerromanos. Pero son los musulmanes (Bekirén o Bukayrän, que puede interpretarse como "la piña")  quienes la fundan y la dotan de sus características y fisonomía, alrededor de una alcazaba. Al poco ya eran importantes la fabricación de paños y las tintorerías;  el reino de Aragón la conquistó menos de una década  después de Valencia, en el siglo XIII, y como en la guerra de las Germanías (1520-1522)  apoyó a Carlos I, recibió como recompensa sucesivos privilegios en las actividades textiles, especialmente mantas.

Después de una sinuosa carretera entre pétreas paredes y pinos caídos, el pueblo aparece detrás de un bosque, como en un cuento situado entre varios cortados y abismos, extendido con dificultad por entre las irregularidades del terreno, mostrando una amalgama de casas marrones y blancas, apretujadas una encima de otra, asemejándose cuando les da el sol a un cuadro cubista, por ejemplo de Braque,  o a una estructura de cartón aplastada y desperdigada.

El esbelto y airoso campanario de su iglesia principal surge desde el núcleo de la colmena, al modo de  una enorme vela coronando una defectuosa tarta de chocolate, apuntando al cielo desde hace siglos, anunciando y avisando al pueblo y quien viene desde lejos; es francamente difícil escapar de su presencia. Donde se percibe de manera más próxima es en la recoleta y triangular plaza del Ayuntamiento, la cual recuerda, por sus apartamentos medievales, a ciertas ciudades del centro de Italia. 




Bocairente es una población limpia y hospitalaria de unas 4.300 almas, acostumbrada a la presencia del viajero -no es un pueblo que cierre sus ventanas al verte pasar-  pese a su (por fortuna) situación algo remota y elevada (casi 700 metros), y sus rigurosos inviernos. Es toda una experiencia, especialmente para el urbanita, recorrer su laberinto de calles y escaleras medievales, empinadas, estrechas y precarias, y perderse en su denso conglomerado, o bordearlo por las riberas y los barrancos, sorteando precipicios gracias a los más que centenarios puentes, obteniendo magníficas vistas de postal, de pequeña Cuenca,  respirando un aire diáfano, puro, de monte, de naturaleza, de salud.

La mencionada iglesia principal (Nuestra Señora de la Asunción) está bien situada en la cima; no obstante ocupa el emplazamiento de la antigua fortaleza musulmana. Con estilos gótico y barroco, se trata de un hermoso templo que, aparte de su certera torre típicamente valenciana, contiene diversas obras de arte de pintores como Juan de Juanes, Benlliure o Sorolla. Desde su reducido campanario puede uno sentirse como un Quasimodo cualquiera, o como un vigía expectante ante la llegada de amigos...o  enemigos.

Para quien busque una experiencia más movida, tiene, al otro lado de un barranco, el conjunto conocido como Covetes dels Moros, un grupo de galerías excavadas en la roca vertical, a unos 40 metros de altura,   con varios niveles y  más de 50 ventanas.  Su origen sigue siendo incierto, y existen múltiples interpretaciones, desde nichos visigóticos a  habitáculos y almacenes bereberes, pasando por un convento de monjas. Parece que su uso fue simplemente el de despensa (especialmente para cereales), aunque desde luego estas cuevas son misteriosas y hasta cierto punto inquietantes, por su emplazamiento y  su sabor a tiempo muy antiguo; este viajero recorrió en soledad las angostas estancias y, poco acostumbrado a la espeleología,  en más de una ocasión echó en falta una cuerda, o una mano, pues se ha de gatear y de impulsarse, hacia arriba y hacia abajo.





















 Más relajadas son la visita a la Cava de Sant Blai, un enorme recinto horadado  bajo una parte del pueblo, usado desde tiempos medievales para la acumulación de nieve y hielo, toda una nevera natural, o a la Plaza de Toros, la más antigua de la Comunidad Valenciana (1843) y desde luego una de las más originales de España, pues está totalmente excavada en la montaña. Queda bastante clara la simbiosis en Bocairente entre la piedra y la vida, pues además muchas casas y otros templos están construidas en la roca. 

Siempre que vuelvo, o voy a otros pueblos con encanto, me pregunto si yo, un habitante de ciudad desde siempre y muy acostumbrado a la vida urbanita, sería feliz en una población así, donde los ritmos son distintos,  las preocupaciones no son siempre las mismas, y los ruidos y ajetreos son esporádicos y mucho menores. Realmente, pienso, teniendo para comer, para vestirse, un buen techo, libros  y unas caras conocidas (sean pocas o muchas), la felicidad llega sola, y más si se vive en un lugar tan pintoresco, tan distinto a todo lo experimentado, donde no se cuenta con las ventajas de la ciudad, pero se tienen muchas otras. 

Tras el exhausto paseo, una buena opción puede ser reponer fuerzas en los siempre interesantes restaurantes de pueblo, donde por módicos precios se degustan platos tradicionales, contundentes y especiados, sintiéndose como nunca la esencia de la tierra. En el caso bocairentino, los pimientos rellenos, la caldereta, el arroz al horno, el puchero,  o el gazpacho de Mariola (de la Sierra de Mariola), remedios de siempre para fortalecer el cuerpo y llenar la barriga. 

Y para aliviar  a ésta última y alegrar el espíritu, no hay nada mejor que unos sorbos del "herbero de Bocairent", un intenso y glorioso brebaje a base de anís y hierbas de los montes circundantes, que por sí solo merecería la visita a la población, si ésta fuera corriente y anodina. 








Mas no es el caso, y la villa sigue estando, desde hace siglos, para demostrarnos una vez más que el ser humano no sólo destruye, mata y trae la desgracia; también edifica y levanta monumentos y vive entre la roca, a base de ingenio, tesón y esfuerzo.

Bocairente la desconocida, maravilla en piedra. 





9.1.15

Almería y su milenio





Dentro de mis breves Navidades de vuelta en Almería, aunque por desgracia no pude ver a ciertas personas, tuve la suerte de regresar hasta su escondida Plaza Vieja, donde de manera inesperada me topé, aparte de  con una ruidosa carpa de juegos, con un nuevo espacio museístico en uno de los laterales, a la izquierda del vetusto (y en lamentable estado) Ayuntamiento original de  Cuartara Cassinello. 

Tras flanquear una moderna puerta, donde campea en letras grandes Centro de Interpretación Patrimonial, pronto caigo en la cuenta que se trata de un museo abierto oportunamente con la conmemoración de los mil años del Reino de Almería, esto es, el aniversario de la constitución de la taifa musulmana del mismo nombre en 1014, cuando España era Al-Andalus.

El Milenio del Reino de Almería. Claro. Ese acontecimiento destacable de la historia provincial, que en otras partes de nuestro país se usaría como reivindicación regionalista o incluso nacionalista, no iba a ser menos en mi tierra, si bien guardando lógicamente las distancias. Cuando Jayrán consolidó su gobierno en este excelente puerto del sur de la Península ya disfrutado por los romanos,  por supuesto no se imaginaba que, siglos después, sus descendientes  y paisanos iban a instituir unos fastos por su aniversario, y que incluso se pelearían, como se pelean siempre, de un lado los junteros filoarabistas, de otro los almeriensistas irredentos nada andaluces (como es mi caso),  y en medio,  los almerienses más o menos partidarios de la bandera blanca y verde. Pues, como he leído estos meses atrás, ciertos políticos y personalidades de la ciudad se han venido quejando del escaso apoyo de la Junta, de Sevilla, en este asunto del Milenio. La clásica historia, la mayor parte de las veces con razón, de que si la conmemoración fuera hispalense, cordobesa o incluso granadina, el empeño (en ánimo y en dinero)  y las ganas de los responsables autonómicos serían mucho mayores en vez de que, como en esta ocasión, tenga lugar en este olvidado lugar, montañoso y seco,  al sur de Murcia. Ciertamente, por más que la presidenta de Andalucía haya dado su discurso de fin de año en la Alcazaba, la presencia (a todos los niveles y sentidos)  de la Junta suele notarse en Almería con la misma frecuencia que las lluvias.

Dejémonos de politiqueos y centrémonos en el Centro de Interpretación, pues me ha sorprendido muy gratamente, acostumbrado como estoy a que en Almería se valore poco o se desprecie el patrimonio.  Este nuevo museo es un esforzado y pulcro ejemplo de, cómo con sencillez y sin alharacas, puede mostrarse notablemente el nacimiento, el desarrollo, los condicionantes, el carácter y la personalidad de toda una ciudad, de todo un sentimiento. 

Ya el audiovisual es espectacular, muy bien realizado y con unas imágenes en alta definición realmente rotundas y emocionantes, mientras se escucha una adecuada voz de narrador, del pasado, lejano y reciente, de la ciudad. En las sucesivas plantas, dedicadas a la Almería musulmana, a la cristiana y a la contemporánea, se puede ver con cierta profundidad en qué consistió eso del Reino, aunque no superase los 80 años de vida, o  la definitiva reconquista cristiana por los Reyes Católicos en 1489, o el  fatídico terremoto de 1522,  o la ciudad en los siglos XIX y XX, con esa Almería burguesa de la uva y de la minería. Todo ello mediante la ayuda de cuidadas maquetas de monumentos como la Alcazaba,  la catedral-fortaleza o el Cable Inglés,  de vídeos y paneles explicativos, y  una galería de almerienses ilustres (no todo consiste en don Nicolás Salmerón), acompañado de una cuidada muestra de fotografías, de ayer y de hoy, especialmente emotiva  para el almeriense de a pie.

Aunque tal vez la mayor sorpresa venga arriba, con la apertura de una terraza sobre la misma Plaza Vieja, que permite unas estupendas panorámicas, ya sea de día o de noche (en cada momento su particularidad)  y, gracias a las cuales, se percibe, con mayor precisión aún que desde la Alcazaba o desde San Cristóbal, tanto la proximidad de ese mar  viejo y mítico, maravilloso y terrible, como los estragos urbanísticos que desde 1940  se cometieron en Almería, plantando feas torres de viviendas aquí y allá, aunque estuvieran al lado de un palacio, de una iglesia, o de la misma catedral.  Una ciudad modernizada a golpes de hormigón, hecha  jirones, donde es difícil apreciar la hermosura de su pasado. 

Pero, desde luego, este Centro de Interpretación Patrimonial inaugurado a cuentas del Milenio de Almería, permite conocer mejor la ciudad y su circunstancia a un amplio espectro de personas; tanto a los almerienses de bien que algo sabían, como aquellos (también de bien) que desgraciadamente nada intuyen y se quedan sólo en la cáscara del verano y del tapeo...pero también, a todos aquellos andaluces y españoles en general (y unos cuantos extranjeros) que aún piensan, o consideran, que Almería es un apartado desierto cuajado de  ramblas donde, aparte de rodarse películas en el pasado, sólo hay playas, invernaderos y moros. 

Así que, por favor, si tienen a bien acercarse a mi apartada y poco comunicada (con lo que ello tiene de positivo) tierra, recorran su casco antiguo sin prisa  y entren en la Plaza Vieja, donde mis paisanos le mostrarán qué es Almería y por qué es así. Discreta y ruidosa, olvidada y sobreviviente,  humilde y hermosa, somnolienta y crispada, sucia y luminosa, alegre y decadente, ignorante y orgullosa, maltratada e indestructible.

Almería, tierra de mi corazón, faro de mi alma.