27.11.14

Escritores borrachos, borrachos escritores

                                                                   Hemingway, algo perjudicado.


El otro día, leyendo en la prensa sobre la vida de Ernest Hemingway, cuando se refería a su conocido alcoholismo se hablaba también de la afición por la botella de otros famosos escritores. Entre esa lectura, lo que uno ya sabía  y un poco de investigación, se llega a la conclusión de que en no pocas ocasiones los más notorios literatos de la historia -o los más trascendentales de tal o cual época-  fueron borrachos consumados (si no siempre toda su vida, al menos una parte de ella). Realmente es curioso e interesante, cuando además se sabe que el alcohol también estuvo y está presente en intelectuales, compositores,  artistas y en general en grandes personalidades políticas y militares de la humanidad, pues esta droga, beneficiosa y nociva a la vez, levemente recomendable pero  sin duda peligrosa ha estado siempre de la mano del hombre.

Pero hablábamos de escritores. Al citado Hemingway se le atribuye  una supuesta frase: "Escribe borracho, corrige sobrio". Es significativo porque simboliza bien  esta combinación  entre literatura y alcohol, que ha producido algunas de las mejores páginas de la historia, aunque como veremos tales excesos no siempre tuvieron un final feliz. Ya fuera porque unas copas (o una botella) le daban al autor la inspiración necesaria para escribir, o porque le servía para enterrar sus demonios, o por simple vicio.  A ver quién no reconoce la típica estampa de un escritor bohemio, taciturno ante una botella o un vaso, o escribiendo mientras bebe, o en una tertulia con otros escritores mientras empinan el codo.  Sobre este tema etílico ya se ha escrito, pero me parece interesante  y además, siendo alguien que ha tenido sus peligrosos excesos con la bebida,  me siento un poco identificado, como persona.

Así, hoy quería realizar mi pequeña y modesta aportación con esta lista de escritores alcohólicos o grandes bebedores,   sin ánimo de ser exhaustivo pues la cifra es realmente grande, y mi conocimiento (si es que tuviera alguno) es limitado. Además, debe tenerse en cuenta la dificultad de diferenciar alcoholismo de bebedor social y/o moderado, y la delgada línea que lo separa. Un ejemplo podría ser Jules Verne (1828-1905), quien era buen aficionado al vino, pero no alcohólico,  ni tuvo excesos con la bebida; además, ni por su vida o su obra (ambas exitosas, aunque sus últimas dos décadas fueron algo agrias, por ciertos desengaños y dramas) puede ser considerado un "escritor maldito" o de existencia polémica y escandalosa.

Y ahora, sin más dilaciones, tomémonos una copa con...


- Lope de Vega (1562-1635). El "Fénix de los Ingenios" es  una de las cumbres del Siglo de Oro español.  Rival de Cervantes y muy  aclamado en su tiempo, Félix Lope de Vega y Carpio fue un fecundísimo autor, responsable de miles y miles de sonetos, varios centenares de comedias y unas cuantas novelas. De azarosa y poco apacible vida, que discurrió de pendencia en pendencia y de cama en cama, todo ello con abundante vino castellano de por medio, que además está presente en sus obras. Seductor y temerario, tuvo, que se sepa,  más de una docena de vástagos, entre legítimos e ilegítimos, y ni aun ordenándose sacerdote en 1614 dejó de galantear (ni abandonó la jarra). Con todo, falleció serenamente  en su vivienda madrileña (hoy casa-museo)  con 72 años.  


- William Shakespeare (1564-1616). Dramaturgo y poeta inglés de sobra conocido,  considerado generalmente como uno de los más importantes y trascendentales de la historia. Su vida resulta enigmática y se han escrito ríos de tinta sobre su personalidad, orientación religiosa y sexual, etc. Pero se coincide en que le gustaba abusar de la bebida (ya fuera cerveza, vino caliente o sidra)  y no pocos expertos shakesperianos  concluyen que compuso sus mejores obras por las noches en estado de embriaguez y que en sus sonetos se percibe cuando estaba de resaca. Aunque tradicionalmente se ha relacionado su muerte con una borrachera fatal (murió de fiebres con 51 años), investigaciones recientes lo atribuyen  a un cáncer.  

 
- Francisco de Quevedo (1580-1645). Otra de las cumbres del Siglo de Oro y de la historia de la literatura española. Poeta y escritor, su obra fue tan ajetreada y cruel como su vida. Y en ésta no faltaron ni las pendencias ni  los azumbres de vino en las posadas (sus rivales le llamaban Francisco de Quebebo) al cual dedicó párrafos enteros y sonetos, como el famoso: "Dijo a la rana el mosquito/desde una tinaja: /mejor es morir en el vino/que vivir en el agua". Viajó a Italia  y  estuvo implicado en asuntos de Estado. De pluma y lengua afiladas, se granjeó enemigos demasiado poderosos: murió dos años después de salir de una fría  y húmeda cárcel donde estuvo preso entre 1639 y 1643.


- Alexandre Dumas (1802-1870). Prolífico autor de algunas de las más grandes (e inmortales) novelas de la historia de la literatura, como la trilogía de los mosqueteros o El conde de Montecristo, clásicos que se disfrutan tanto de niño como de adulto. El francés físicamente era mulato (su padre fue un victorioso militar haitiano al servicio de Francia)  y algo orondo, lo que no le impediría obtener innumerables conquistas amorosas y batirse en duelos y lances, además de vivir sin privarse de ningún placer.  Consumado derrochador de dinero, dilapidó la fortuna adquirida por su enorme éxito literario en maratonianas y famosas fiestas donde no faltaban las mujeres y el alcohol, además del opio. Sobre todo bebió champán y vino Mariani, una tónica que causó furor en su tiempo, consistente en vino con cocaína (en la época se creía que la coca tenía propiedades beneficiosas). Aunque publicó hasta el final, estaba arruinado. Obeso y con precaria salud, acabó falleciendo en la casa de su primer hijo, también novelista, a los 68 años.


 - Edgar Allan Poe (1809-1849). Estadounidense de Boston, maestro del relato corto, ya fuera gótico, de terror o detectivesco, pero también poeta , periodista y novelista. Todo un genio atormentado de desgraciada vida y autodestructivo como pocos, empezó a beber en sus años de universidad  y para él el alcohol era un modo de evadirse de la realidad, por más que lo tolerase poco (al parecer le bastaba una única copa para emborracharse) y quisiera alejarse del aguardiente sin éxito. Ello combinado con ciertas drogas y algunas enfermedades, le llevaron a la tumba con sólo 40 años, sin saberse la causa de la muerte, que van desde el ataque al corazón a la cirrosis, pasando por la rabia o la tuberculosis. 

 
- Herman Melville (1819-1891). Su Moby Dick es un clásico indiscutible, pero, como suele pasar con tantas obras de la historia, pasó sin pena ni gloria en su momento. Aventurero, el estadounidense se embarcó como grumete a los 19 años y se empleó como ballenero durante algún tiempo. De vuelta en tierra quiso ser escritor y publicó unas cuantos libros, pero la fama de éstos fue muy discreta y  siempre estuvo endeudado.  Trabajó durante 25 años como inspector de aduanas, con un modesto sueldo. De Melville no puede afirmarse su alcoholismo (aunque hablemos del siglo XIX)  pero sí que fuera un bebedor consumado, fundamentalmente de whisky, uno de sus consuelos.  Desaliñado y de bronco carácter, además dos de sus cuatro hijos fallecieron en extrañas circunstancias. Él lo haría con 72 años, de un paro cardíaco, prácticamente en el anonimato.  


- Charles Baudelaire (1821-1867). Poeta francés cuya obra más famosa es Las flores del mal. Admirador de Poe, es uno de los escritores con más poco aprecio por su cuerpo de la historia, con una  sórdida vida de excesos donde probó de todo, desde el hachís al opio pasando por el láudano, además de ingentes cantidades de absenta y vino, sus versos son reflejo de su alucinógena existencia. Cada vez más machacado, estaba en la miseria cuando su madre intentó ayudarle.  Frecuentemente mantuvo relaciones con prostitutas (y no precisamente de lujo) y murió un año después paralizado y mudo por la sífilis. 


- Algernon Charles Swinburne (1837-1909). Poeta inglés relacionado con la corriente de los prerrafaelistas, sus poesías vuelven constantemente a la Edad Media y a las leyendas, aunque no estuvieron exentas de polémica por los temas tratados. De corta estatura aunque vigoroso, se alteraba con facilidad y era alcohólico, muy al modo victoriano, no faltando las peleas y la sangre, además de grotescas juergas con monos, por ejemplo.  Sin embargo es un ejemplo de cómo la vida da una segunda oportunidad y  pasados los cuarenta años, con la ayuda de buenas amistades, llevó una vida discreta sin excesos y falleció anciano y honorable. 


- Paul Verlaine (1844-1896) y Arthur Rimbaud (1854-1891). En 1871 Verlaine era un conocido y respetable (aunque algo inestable) poeta, pero aparece en su vida Rimbaud, un jovencísimo diablo de ojos azules, también literato.  Los modales iconoclastas y transgresores de Arthur, vagabundeando ebrio de vino, absenta y hachís escandalizan a París. Pero había cautivado a Paul Verlaine, quien ya había tenido un hijo con su mujer.  Ésta se percata  y el  francés, que maltrataba a su familia cuando estaba beodo,  se fuga con Rimbaud a Bélgica e Inglaterra, iniciando una destructiva relación de sexo sucio, miseria  y alcohol. El enfant terrible humillaba frecuentemente al otro hasta que éste, desesperado y borracho, le disparó en una mano en 1873. Verlaine, ya divorciado,  fue encarcelado y volvió a verse con su amante dos años después, pero esa juerga acabó a puñetazos. Fue su último encuentro.  Rimbaud dejó la poesía con 20 años y emprendió una vida viajera empleándose como mercenario, comerciante y traficante de armas en África, pero alejado de los excesos anteriores;  vuelto a Francia, falleció con 37 años por un cáncer de huesos. Verlaine siguió escribiendo y publicando, pero mientras su fama aumentaba, su vida se iba apagando destrozada por la bebida. Envejecido, sifilítico, cirrótico  y en la miseria, muere a los 51 años. 


- Guy de Maupassant (1850-1893). Notable escritor, fundamentalmente de cuentos de temática muy variada  y algunas novelas, el francés es otro de tantos intelectuales del XIX  con tendencias autodestructivas. Dominado por su madre, buscaba inspiración y material para sus escritos en sus salidas nocturnas, donde  no faltaron ni el alcohol ni la cocaína, además de desenfrenadas relaciones sexuales con mujeres. Ello teniendo en cuenta que era epiléptico y con frecuentes migrañas le hicieron caminar por el alambre, dando síntomas de demencia; la morfina no le calmaba, muy al contrario.   Con precedentes familiares de locura, al saberse enfermo mental y además con sífilis intentó degollarse, por lo que fue recluido en un manicomio. Falleció de parálisis 18 meses después, con 42 años. 


- Oscar Wilde (1854-1900). Prototipo del dandi decadente, el autor de El retrato de Dorian Grey o La importancia de llamarse Ernesto disfrutó de cierto éxito en vida, pero también escandalizó a la puritana sociedad de su época con sus relaciones con hombres, aunque se casara y tuviera descendencia.  Paralelamente el irlandés, gran aficionado al lujo y a los vinos y destilados (llegó a afirmar que no había nada más hermoso que una copa de absenta) se fue arruinando y además fue encarcelado dos años por "sodomía e indecencia".  Exiliado, tras dejárselo todo en alcohol (en las últimas semanas,  pidió el champán más caro, y cuando se lo trajeron dijo: "estoy muriendo por encima de mis posibilidades"),  falleció solo y amargado  en un hotel de París, a causa de una infección, a los 46 años.


- Rubén Darío (1867-1916). Uno de los poetas más importantes e influyentes en lengua española, el nicaragüense tuvo una vida inestable, en lucha constante  y de aquí para allá, ya desde su nacimiento, pues su padre, a quien apenas conoció, era alcohólico y putero; su madre se casó con otro hombre y marchó a Honduras, por lo que fue criado por sus abuelos. Ya adulto se hizo mujeriego y aficionado a la bebida, vicio éste último que lo sumía en crisis mentales cada vez más graves. Después de pasar media vida entre Europa y América, regresaría muy deteriorado a su país para morir entre alucinaciones, con 49 años.


- Jack London (1876-1916). El padre de La llamada de lo salvaje, Colmillo Blanco y otros relatos cortos es otro ejemplo de vida aventurera y excesiva. Dejó su California natal con 17 años para embarcarse como marinero y trabajó en el ferrocarril y en las fábricas; cuando no tenía suerte vagabundeaba. También se empleó como pescador, cazador de focas,  contrabandista  e incluso buscador de oro en Canadá bajo duras condiciones climáticas; todas estas experiencias le proporcionaron una sólida base para sus escritos, pero también le convirtieron en un inseparable de la botella, pese a los beneficios económicos de su carrera literaria. Su temprana muerte a los 40 años continúa siendo un misterio, pudiendo deberse al alcohol, las drogas (tomaba morfina) o incluso al suicidio. 


- James Joyce (1882-1941). Afamado escritor, responsable de la mítica y polémica Ulises  o de la hermosa Dublineses. Su padre tenía una licorería y esto combinado con su condición de irlandés parecía destinarle para un abuso del alcohol en la vida. Y así fue, pues Joyce se tiró casi cuatro décadas de ebriedad casi continua, con muchas noches bebiendo (sobre todo whisky y vino blanco)  hasta el amanecer, estuviera en Francia (en París conoció a un tal Hemingway, con quien no tardó en emborracharse) ,  Italia o Suiza.  Tuerto por un glaucoma  y reumático, fallecería de una peritonitis. Lo sorprendente es que cumpliera los 58 años. 


- Jaroslav Hasek (1883-1923). Su novela satírica y antibelicista  Las aventuras del valeroso soldado Svejk  sobre el fin del Imperio Austrohúngaro  es considerado el libro nacional checo. Nació el mismo año que Kafka, pero mientras éste, enjuto y tranquilo, prefería los cafés de intelectuales, Hasek, orondo y desprendido, frecuentaba las tabernas, donde se empapaba de cerveza y ron. La muerte de su padre por alcoholismo no pareció disuadirle de ser él mismo otro bebedor consumado; su adicción  le hizo perder trabajos además de intentar suicidarse. Fue habitualmente sacado por la fuerza de los tugurios.   Desde luego, es fácil suponer que Hasek escribiera su disparatada obra totalmente ebrio. Sin embargo, la causa de su muerte fue la tuberculosis (como Kafka),  a los 39 años. 


- Fernando Pessoa (1888-1935). Poeta y escritor portugués enigmático y  de peculiar personalidad. Educado en el idioma inglés, trabajó como traductor y tuvo una existencia discreta y solitaria, con pocas amistades y relaciones. Por las noches escribía poemas,  novelas y relatos que publicaba bajo heterónimos (nombres falsos con personalidad propia), circulando críticas a sus propias obras redactadas por él mismo. Casi desapercibido en vida,  sombrío, neurasténico y con tendencia a aislarse, sería el ejemplo de bebedor silencioso y antisocial poco dado a mostrarse. Gran aficionado al aguardiente, especialmente de ajenjo, falleció a causa de la cirrosis,  con 47 años. 


- Joseph Roth (1894-1939). Nacido en Galitzia (hoy repartida entre Polonia y Ucrania) pero austríaco a todos los efectos, el autor de  La marcha Radetzky  experimentó primero la debacle de la I Guerra Mundial y el fin del Imperio Austrohúngaro después, y por último el ascenso del nazismo y la anexión de Austria al III Reich (1938), aunque como judío sintió el peligro pronto y ya en 1933 se había exiliado a Francia, dejando a su mujer,  esquizofrénica,  en Alemania, internada en un sanatorio. Los nazis quemarían sus libros y  posteriormente asesinarían a su cónyuge, víctima de las "leyes de eutanasia". Este cúmulo de desgracias pareció aumentar su alcoholismo, malviviendo en París en lóbregos hostales y garitos, pegado a la botella. Terminó La leyenda del santo bebedor poco antes de fallecer con 44 años, de un ataque al corazón y sumido en el "delirium tremens", cuatro meses antes de que estallara otra guerra. 


- Dashiell Hammett (1894-1961). Conocido por ser el creador de la novela negra, donde destaca sobre todas El halcón maltés (adaptada al cine, protagonizada por Humphrey Bogart). El estadounidense fue un hombre tan atormentado como los de sus libros; primero participó en la I Guerra Mundial en Francia, donde contrajo la llamada "gripe española" y luego una tuberculosis que arrastraría toda la vida. Fue a raíz de su estancia en el frente cuando empezó a beber más de la cuenta, para olvidar. Luego casado y con un hijo, escribía para mantenerlos.  Por su alcoholismo combinado con la tuberculosis (y además fumador)  tuvo una pésima salud toda la vida, aunque participaría también (voluntariamente) en la II Guerra Mundial. Activo militante de izquierda, fue investigado durante la "Caza de brujas" y perseguido constantemente por el FBI. Falleció con 66 años de un cáncer de pulmón  y como veterano de ambas guerras fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington.


- Francis Scott Fitzgerald (1896-1940). Uno de los líderes de la llamada "Generación perdida" de escritores norteamericanos que  conocieron la Gran Guerra y el crack del 29, además de viajar a  Europa . El autor de El gran Gatsby parece algún personaje de esta mítica novela (y de otras suyas donde también hay elementos autobiográficos), pues intentó vivir siempre por encima de sus posibilidades, ya fuera en Francia, Nueva York o Hollywood, y con notables cantidades de  ginebra y champán (sus juergas con Hemingway fueron legendarias).  Su mujer  y musa Zelda no se quedaba atrás (desayunaba vodka con limón), y el matrimonio fue perdiendo amigos por su frenesí etílico.  Posteriormente a ella le diagnosticaron  depresión y esquizofrenia y fue internada. Totalmente alcoholizado y sin un dólar, Fitzgerald falleció a los 44 años de un infarto de miocardio. 


- William Faulkner (1897-1962). Estadounidense, participó en la Gran Guerra como piloto de avión, después de alterar su apellido (Falkner sonaba muy alemán).   Genuino hombre del Sur -vivía en la clásica mansión blanca rodeada de naturaleza, como la de Forrest Gump- es uno de esos casos difíciles de dilucidar si era alcohólico o no, porque ciertamente excesos con la bebida tuvo desde joven hasta el final de su vida, aunque alternase períodos de embriaguez continua con otros sin consumir. Como buen sureño, prefería el bourbon y cuando se empicaba se tomaba uno tras otro en la cama. Sus resacas eran productivas, aprovechándolas para escribir, aunque en cierta ocasión se adormiló al lado de una estufa y casi muere abrasado. Ganador del Nobel en 1949, pronunció beodo su discurso (empezó a beber en el avión de EEUU a Europa).  Así era Faulkner,  quien falleció de un ataque al corazón con 64 años.


- Ernest Hemingway (1899-1961).  Idolatrado por unos, denostado por otros, el norteamericano es autor de conocidos clásicos como Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas o El viejo y el mar, entre otros. Premio Nobel en 1954, es otro modelo de escritor aventurero e inquieto (estuvo en las dos guerras mundiales y en la civil española) y, cómo no, se bebió y se folló la vida, literalmente, desde Italia a Cuba pasando por Francia, España (qué sería de Pamplona sin él)  o los safaris africanos, siempre buscando el peligro  y el placer. De juergas escandalosas,   dejó su impronta en un buen número de bares y hoteles e inventó cócteles, como el "Papa doble" (ron blanco con licor de cereza)  o  el  "Muerte en la tarde" (absenta con champán. La leche...).  Podía tomarse seis copas en un corto espacio de tiempo, y llegó a ventilarse tres botellas de destilado en un día. Tal abuso etílico le acabó pasando factura, física y mentalmente. Además, sufrió varios accidentes de coche y avión y bebía aún más para combatir las secuelas.  Viril, mujeriego  y fornicador compulsivo, no había cumplido 62 años y estaba cansado de vivir (al parecer con principio de Alzheimer) y aquejado de impotencia sexual. Se sentía un inútil y no quiso seguir viviendo más; ese verano, de madrugada,  se disparó en la boca con su escopeta. 


- Ian Fleming (1908-1964). El creador del archiconocido espía James Bond participó en la II Guerra Mundial  en las operaciones del Servicio de Inteligencia británico antes de dedicarse a escribir. Como buen inglés no desdeñó ni la ginebra ni el whisky, a razón de botella diaria, ya fuera en el Reino Unido o al borde del mar en sus propiedades de Jamaica.  Mujeriego y fumador empedernido, no tuvo tan buena salud como su personaje y una crisis cardíaca le llevaría a la tumba, con 56 años. 


- Malcolm Lowry (1909-1957). Uno de los más notables casos de fusión entre alcohol y literatura, pues su impresionante Bajo el volcán es tan confusa, extenuante  y onírica como una borrachera tremenda, y es imposible no ver a él en el protagonista del libro, el Cónsul. El inglés comenzó a beber con 14 años y viajó por varios continentes, siempre cerca de la botella. Reescribrió varias veces su obra maestra, ambientada en México, donde Lowry se dejó la vida en tequilas y mezcales. Llegó a decir que "con una mano escribo, con la otra me sostengo". Su adicción  llegó al nivel de ingerir colonia cuando no había otra cosa. Murió con 47 años tras una combinación letal de alcohol y barbitúricos. 


- Tennessee Williams (1911-1983). Estadounidense, nacido Thomas Lanier Williams en  Mississippi, pronto adoptaría el seudónimo de Tennessee por su acento sureño y el origen de su familia. Estamos ante un dramaturgo de notable éxito cuyas obras de teatro fueron adaptadas tanto para la gran como para la pequeña pantalla (películas como Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado de zinc o De repente el último verano). En lo personal fue alguien atormentado, primero por su homosexualidad imposible de reprimir (ya su padre, alcohólico, se burlaba de él llamándole Miss Nancy y luego por los reveses de la vida, como la lobotomización de su hermana esquizofrénica, a quien estaba muy unido.  Estos factores pudieron conducirle a la bebida, una constante en su vida, al igual que las drogas. Solo e infeliz, falleció con 71 años, atragantado con un tapón al mezclar fatalmente medicamentos y alcohol. 


- Dylan Thomas (1914-1953). Poeta y escritor de cuentos galés, en la línea de "británicos ilustres y bebedores". Su padre ya era alcohólico y él no iba a ser menos, ya desde los 17 años. Gran aficionado a la cerveza, bebía para combatir el tedio y  gustaba de pasar horas y horas en los pubs. El matrimonio no le serenó, y la noche siguió siendo su hábitat predilecto, para beber y alternar con otras mujeres. Con 30 años parecía que tenía 50. En Nueva York,   declaró eufórico antes de ser hospitalizado haberse tomado 18 whiskies, aunque la causa final de su  prematura muerte, seis días después, parece haber sido una neumonía.


- Carson Smith McCullers (1917-1967). Estadounidense del "viejo y profundo" Sur  (y descendiente de un héroe del ejército confederado en la guerra civil) en sus novelas plasmó la esencia y el drama de su tierra natal. Como dramática fue su vida, pues aunque fue una escritora de éxito desde joven, su matrimonio fue desgraciado  (él homosexual reprimido, ella con tendencias lésbicas) y etílico; juntos podían beberse dos botellas de coñac en una mañana. Tras el suicidio de su marido aún empeoraría la situación, pues McCullers, quien siempre fue de precaria salud, también intentó matarse y padeció cáncer; medio inválida,  murió sin dejar de mojar los labios en bourbon, a los 50 años, de una hemorragia cerebral.


- Charles Bukowski  (1920-1994).  Personalidad independendiente y polémica, representante del "realismo sucio" por su prosa minimalista y transgresora. Nació en Alemania de padre estadounidense y desde muy pequeño viviría en EEUU, en tiempos de la Gran Depresión. Su padre, un militar,  le maltrataba física y psicológicamente  y de su madre no recibió afecto por lo cual Bukowski encontró en el alcohol una forma de evadirse. Radicado en Los Ángeles, trabajó muchos años como un simple cartero mientras escribía y sobre todo bebía sin parar, ya fuera  cerveza, ginebra, vodka, vino o  whisky. Es icónica su imagen  escribiendo por la noche en una casa llena de botellas, latas y desperdicios mientras escucha música clásica. Su obra literaria es marcadamente autobiográfica.  Una vez en una entrevista en televisión vació de golpe un litro de vino; sólo dejó de beber los dos últimos años de su vida, para luchar contra la leucemia, la causa de su fallecimiento a los 73 años.


- Jack Kerouac (1922-1969). Estadounidense nacido en una familia  católica francocanadiense, símbolo de la "Generación Beat" que influiría en movimientos contraculturales como el hippie. Novelista y poeta, autor de la famosa  En el camino, se entregó desde muy joven al sexo libre con mujeres y hombres , para romper convencionalismos, y al consumo frecuente de alcohol y drogas (marihuana, anfetaminas). Durante varios días podía alimentarse sólo de whisky y cerveza, sin dormir nada. Sus últimos años fueron muy calamitosos y sórdidos  y,  destrozado por dentro, murió de cirrosis, a los 47. 


- Brendan Behan (1923-1964). Novelista, dramaturgo y poeta, nacido en una familia culta, obrera  y comprometida políticamente por la independencia de Irlanda. Escritor precoz, militó en su juventud en el IRA y luego retomó su carrera literaria, en inglés e irlandés. También fue bien pronto un cliente habitual de pubs, nada más abrían, y un consumado juerguista, siempre con cerveza negra  o whisky en la mano. Se definió como un "alcohólico con problemas de escritura". También frecuentó ebrio las televisiones, y se convirtió en una especie de bufón catódico, el simpático borrachín irlandés. Envejecido y obeso, falleció a causa de la diabetes. Según las fotos aparentaba 60 años, pero sólo tenía 41.


- Truman Capote (1924-1984). Conocido por  A sangre fría Desayuno con diamantes, el periodista y escritor norteamericano tuvo el valor (o la feliz ocurrencia)  de autodefinirse así: "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". Realmente fue alguien pesimista y autodestructivo que combinaba la bebida con el consumo de antidepresivos. Normalmente antes del almuerzo ya se había tomado varios cócteles, siendo un devoto del vodka con naranja. Con el hígado destrozado, murió en soledad por una sobredosis de medicamentos a los 59 años.  


- Gore Vidal (1925-2012). Reconocido escritor  estadounidense responsable de un buen número de novelas y ensayos, así como guiones de exitosas películas, como Ben-Hur (1959). Encarnizado rival de Truman Capote, fue homosexual como él  y mantuvo frecuentes relaciones con hombres, tanto con chaperos callejeros como con  personalidades (lo intentó con Tennessee Williams) e incluso importantes actores,  caso de Tyrone Power, Rock Hudson y Charles Laughton. Como Capote, también abusó del alcohol durante toda su vida, causándole innumerables problemas, tanto privados (pérdida de amigos, demencia) como públicos, dada su condición de famoso: es bien conocida su bronca con los Kennedy. Al parecer era un alcohólico violento y faltón, pero pese a que consumía a diario vino, vodka y whisky, no padecía resaca. Murió a los 86 años, de una neumonía. 


- Hunter S. Thompson (1937-2005). Periodista y escritor estadounidense fundamentalmente reconocido como creador del "periodismo gonzo", en el cual el contexto importa más que el texto y en el que el autor es como un actor más. Aparte de sus numerosos artículos, destacan dos novelas, Diario del ron y Miedo y asco en Las Vegas. Realmente S. Thompson, de infancia problemática y delictiva,  tuvo una vida más allá de los excesos, con una desordenada rutina que incluía ingentes cantidades de marihuana, cocaína y ácido, y litros y litros de alcohol, sobre todo ron y en menor medida whisky (lo menos perjudicial eran sus desayunos por la noche). Sin embargo, duró hasta los 67 años, cuando se quitó la vida voluntariamente de un disparo en la cabeza. 


- Stephen King (1947). Habitual del best-seller, es el autor de El resplandor, Carrie, La torre oscura It, entre otras. El estadounidense, pese a casarse y formar una familia,  fue durante bastante tiempo un bebedor compulsivo que combinaba con la cocaína y algunos medicamentos, hasta el punto de no recordar haber escrito partes de algunos de sus libros. Un poco como Swinburne, supo tomar el control de la situación y finales de los 80 abandonó el alcohol y las drogas. Actualmente es abstemio.



20.11.14

"Interstellar": una sublime y emocionante odisea





La he visto hace escasas horas, y me ha impresionado tan hondamente que debo escribir sobre ella. Hablo de  Interstellar, la última película de Christopher Nolan, en boca de todo el mundo desde su estreno hace dos semanas.

Tenía mis reservas. Primero por la lectura previa de algunas críticas, y segundo porque tengo una opinión neutra del  inglés. Quiero decir que me parece un director estupendo y he disfrutado mucho con Memento, Batman Begins, El truco final o El caballero oscuro, pero por otra parte  considero que últimamente tiene tendencias demasiado grandilocuentes y alargadoras  y a la vez cerebrales; acabé hasta las narices de Origen, aparte de enterarme de la mitad (o de la mitad de la mitad).  La tercera de Batman no la he visto, pero en la segunda vi ciertos aspectos muy pretenciosos que la alejaban de Begins y del espíritu del Hombre Murciélago.

Por todo ello temía encontrarme con una especie de rayada exacerbada, larga  y ruidosa, y de ciencia ficción por añadidura. Nada más lejos de la realidad. Interstellar es una preciosa  y espectacular "ópera espacial"  donde se combina la frialdad y la exactitud de la ciencia con la emotividad y la capacidad épica del ser humano. 

Tras esta definición algo prepotente por mi parte podría decir que hacía mucho tiempo que una película no me dejaba sin pestañear apenas (ni con la espalda tan pegada al asiento). Es todo una sucesión de deslumbrantes imágenes acompañadas, ya sea de la ensordecedora  y extraordinaria música de Hans Zimmer o del silencio más absoluto, y de un planteamiento de ideas y cuestiones que te alteran, te dan que pensar, te preguntas a tí mismo o te incitan a saber más. 

El argumento (calma,  no desvelo nada) es aparentemente sencillo. En un futuro próximo, la vida en nuestro planeta parece tener los días contados, por lo que un grupo de astronautas despegan y se lanzan en búsqueda de otros sistemas para salvar a la humanidad. Los lideran un piloto llamado Cooper (un estupendo Matthew McConaughey), un hombre familiar, y una científica, Amelia (correcta Anne Hathaway). En el reparto de la película también figuran el mítico Michael Caine y Matt Damon, entre otros.

Ante este aterrador panorama en La Tierra, Nolan desarrolla su (para mí) obra más redonda hasta la fecha. Es curioso cómo un británico puede realizar largometrajes tan del gusto estadounidense, e Interstellar no es una excepción, aunque por suerte, pese a sus inicios tan de americanada, va evolucionando hacia una dimensión y un significado más  universal. 

Las influencias de (y los homenajes a)  2001: una odisea del espacio  (Stanley Kubrick, 1968) son tan notorias como declaradas e innegables, así como de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977). Según he leído, también las tiene de Solaris (Andrei Tarkovsky, 1972), película soviética de culto que he de ver, así como de otros largometrajes de menos alcance y prestigio. 2001  fue un peliculón innovador y rompedor en su momento, aún lo sigue siendo, y sigue asombrando; además es uno de esos largometrajes que, si no eres ducho en ciencia ni ciencia ficción como es mi caso, puedes perderte un tanto y es necesario visionarla varias veces o leer sobre ella para enterarte de todo. 2001 es mítica ,  confusa, rigurosa e imborrable,  pero bastante fría y desprovista de empatía (dicho sin ánimo de crítica) y como decía al principio, en Interstellar tenemos por una parte la gelidez de la ciencia y del espacio exterior con la emoción del ser humano. Con los sentimientos. Con la cercanía.

No es necesario que se sea un experto en ciencia y astronomía (es más, estos científicos les encontrarán "peros" y baches en contraposición a  alguien profano en ello, y por supuesto los tiene, aunque al parecer la opinión de científicos y astrofísicos está siendo positiva en general, como la del conocido Neil deGrasse Tyson, quien entre otras conclusiones, dice que en la película se vive la experiencia de la relatividad del tiempo de Einstein como nunca en el cine) para entender el argumento y lo que pasa, aunque lógicamente no todo se puede seguir y comprender, pero incluso yo,  que soy un ignorante en estas materias, y  confieso no leer mucho sobre ellas porque me pongo  a pensar demasiado y  algo neurótico,  me he sentido en todo momento integrado,  sugestionado y maravillado por lo que muestra Nolan. Incluso cuando me he perdido, he sentido emoción, pues es necesario perderse para encontrarse.

Los efectos especiales, pese a lo que podría esperarse,  no serían rotundamente los mejores de la historia (los de 2001 parecen fascinar aún más, acaso porque apenas envejecen, o los de la reciente Gravity pueden ser superiores), pero son extraordinarios y realmente contiene fotogramas de enorme belleza que te mantienen sin cerrar los ojos, sintiendo que cada parpadeo es un error. La ambientación en el interior de las naves es otro punto fuerte, así como la combinación en el guión de drama y humor mezcladas con emotividad.

Cuestión aparte es el sonido. Al parecer hay gente que se ha quejado de lo ensordecedor de la música y del propio sonido de la película. Reconozco que es verdaderamente atronadora, pero para mí eso es otro acierto, pues te clava al sillón como lo haría un viaje espacial y te sumerge de lleno en Interstellar. Como también lo hace el silencio total en otras ocasiones. Y la banda sonora compuesta por el genio Hans Zimmer...son palabras mayores. El maestro alemán ha creado otro hito y aunque también en la música la sombra de 2001 era muy alargada (a ver quién no recuerda la intro de  Así habló Zaratustra de  Richard Strauss, homenajeada también en Interstellar), para esta película tenemos una composición superlativa, tanto en los fragmentos más intimistas y evocadores como en los más poderosos y contundentes (con esa percusión, ese bajo  y ese órgano glorioso, apocalíptico) que, además de ponerte los pelos de punta  y quedarse grabada en tu mente,  realzan  la magnitud de las imágenes y del vuelo espacial, haciéndote sentir insignificante (lo que realmente somos).

Decía antes que es de esas películas que te hacen pensar, durante y mucho después de la película,  en el sentido de... ¿dónde estamos? ¿a dónde vamos? ¿qué futuro nos espera, especialmente a nuestros descendientes? ¿habría posibilidad de establecer vida más allá de nuestra galaxia? ¿cómo de altruista es el ser humano?  Y así. 

No quiero decir nada más de la trama, así que dejo al amable lector (o a la amable lectora)  que vaya y disfrute como lo he hecho yo (es una de esas películas que deben verse y escucharse en un cine) y si ya lo ha hecho, puede tener mi misma opinión, o por supuesto otra peor o mucho peor. Pues  no todo el mundo pensará igual de 169 minutos de  extraordinaria odisea  por el espacio, sobre el paso del tiempo  y hacia algo más grande que los sentimientos, pero sin duda es una experiencia apabullante. Y en ocasiones se hace necesario  desprenderse de toda lógica científica y dejarse llevar por el corazón. 


La película de Kubrick  marcó un hito, aunque los críticos y buena parte del público la machacaron en su momento. Sigue siendo difícil de entender y digerir.  Los tiempos, como la humanidad, van cambiando, y ya estamos en 2014.  No sé si estaremos ante la 2001 de nuestra época, pero bien pudiera ser. No es perfecta y tiene sus fallos, pero Interstellar es puro espectáculo y un emocionante e hipnótico viaje más allá de las estrellas,  del tiempo y de la mente.

 
"No entres dócilmente en la tranquila noche.
 Rabia, rabia contra la agonía de la luz".

17.11.14

"La marcha Radetzky" o el declive de un imperio






 Tan válido es el conocido dicho atribuido a Sócrates ("Sólo sé que no sé nada") como que existe un auténtico mar de libros, nuevos y antiguos, y que es necesaria más de una vida para leerlos todos. Pues  hace un año,  en uno de mis frecuentes paseos por alguna de las cuatro librerías "París-Valencia" de la capital valenciana, me topé, en la zona de rebajados/descatalogados/segunda mano (gracias a la cual  estoy incrementando ampliamente mi biblioteca) con un libro misterioso (por desconocido) e  interesante (por el título): La marcha Radetzky.

Ah, vaya,  me digo. Como la famosa  pieza de Strauss. Concierto de Viena, música clásica, pompa y ceremonia, elegancia y empaque austríaco, poderío imperial. Suena bien (y nunca mejor dicho). En la portada (edición de Edhasa) una pintura de un oficial de caballería, con el animal encabritado. ¿Acaso será una novela de guerra y de esplendor cortesano? Al dorso leo la  "sinopsis": A través del ejemplo de la familia Trotta, vinculada al emperador Francisco José de manera casi legendaria, Joseph Roth describe la decadencia austrohúngara y las condiciones sociales de su país. La novela narra la historia de tres generaciones: el fundador de la dinastía salva la vida al joven emperador durante la batalla de Solferino, su hijo se convierte en fiel servidor y funcionario del monarca y el nieto hará carrera en el ejército, abrumado por el peso de su apellido...Bien, pienso.  Me atraen los dramáticos relatos de familias entremezclados con los acontecimientos históricos. Veamos el autor: Joseph Roth. Ignorante de mí, no me dice nada, excepto que debe ser judío; sé de otro Roth novelista, de nombre Philip, pero actual. Por fortuna,  en el dorso leo que este Joseph nació en Galitzia (provincia austrohúngara, hoy  parte de Ucrania y Polonia) en 1894  y murió en París en 1939, a donde se había exiliado a causa del nazismo, etc.  Muy interesante, pues me percato en primer lugar, que escribió en el periodo de entreguerras (y probablemente condicionado por la guerra mundial); en segundo, que abandonó su país por el ascenso al poder de Hitler; en tercero, que es centroeuropeo (por lo que escribe de unas tierras próximas a él  en espacio y tiempo) y en cuarto,  falleció con sólo 45  años. 

 Joseph Roth (Brody, Galitzia, Imperio Austrohúngaro,  1894- París, 1939). Austríaco a todos los efectos, presenció primero el desastre de la I Guerra Mundial y el fin de Austria-Hungría luego.  De biografía confusa, vivió y trabajó primero en Viena  y luego en Alemania. Su mujer padecía esquizofrenia y hubo de ser internada en un psiquiátrico. Como judío huyó de Alemania dejando a su familia al poco de llegar Hitler al poder,  y se exilió en Francia. Los nazis quemaron sus libros y asesinaron a su mujer,  pues  según sus leyes eugenésicas era "enferma mental".  Falleció  alcoholizado y en la miseria pocos meses antes de que estallara la II Guerra Mundial.
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Con todos estos interesantes datos y la breve reseña del libro, cada vez me interesaba más. Además, de un tiempo a esta parte me he venido interesando por Viena, Austria, los Habsburgo y el Imperio Austrohúngaro como nunca lo había hecho previamente. Tradicionalmente he leído y me he obsesionado más con Inglaterra, Alemania, Italia e incluso Francia. Austria y Austria-Hungría  (en toda su variada composición) han estado ahí siempre, pero, no sé si por simple ceguera, por los planes de estudio (a muchos efectos, el Imperio Austrohúngaro es Europa del Este) o porque siempre me habían llamado más esos países aludidos más cercanos (y no sólo geográficamente) al ámbito español.  

 Curiosamente, desde pequeño he sentido una cierta fascinación por la preciosa Praga y Bohemia-Checoslovaquia, integrantes en su momento del Imperio Austrohúngaro. Pero, como decía, últimamente contemplo a Austria como un país maravilloso, hermoso,  elegante y culturalmente rico como pocos, y con una historia realmente interesante y crucial en la historia de Europa y donde no es oro todo lo que reluce.  No siempre fue todo al ritmo del "Danubio Azul" . Aunque, para qué engañarnos, en cuanto te adentras un poco y lees sobre el esplendoroso pero declinante Imperio Austrohúngaro ,  quedas pese a todo deslumbrado, y quisieras vivir como dentro de un lieder de Schubert, una melodía de Brahms, un  vals de los Strauss, una sinfonía de Mahler o Smetana,  de un café o un baile vienés o de un cuadro de Klimt o Mucha. El irresistible encanto de la decadencia, supongo.

Por último, sentí curiosidad de leer el comienzo:

"Los Trotta no eran de antiguo linaje. El fundador de la dinastía había obtenido el título de noble después de la batalla de Solferino. Era esloveno. Fue nombrado señor de Sipolje, ya qye así se llamaba el lugar donde era oriundo. El destino le había escogido para una hazaña especial. Pero él procuró que los tiempos venideros se olvidaran de su persona.

En la batalla de Solferino se hallaba como teniente de infantería al mando de una sección. El combate se prolongaba desde hacía media hora. Trotta veía, a tres pasos frente a él, las blancas espaldas de sus soldados. La primera fila de la sección estaba rodilla en tierra; la segunda, a pie firme detrás. Todos estaban contentos y seguros de la victoria. Habían comido bien y se les había repartido aguardiente, en honor y a cuenta del emperador, quien desde el día anterior se hallaba en el frente..."

Magnífico. En apenas dos párrafos nos introduce en la historia del libro con varios datos cruciales en el mismo : la familia protagonista no era de rancio abolengo, además de no ser austríaca propiamente dicha (algo por otra parte frecuente en el  plurinacional imperio) y la fortuna de la dinastía vino dada por un hecho fortuito relacionado con el emperador, aunque no siempre los Trotta querrán ser protagonistas. Decidido, sin más, me lo llevé felizmente a casa. Con casi 580 páginas, no tardé demasiado en acabarlo (en ocasiones libros de tamaño similar e incluso inferior me han resultado más ásperos), y ha sido al leérmelo por segunda vez cuando he decidido  compartir mis impresiones.


La marcha Radetzky (Radetzkymarsch, 1932) es una estupenda novela acerca de la decadencia y del cambio de los tiempos; en este sentido se asemeja a la maravillosa El Gatopardo de Lampedusa, si bien en el libro del siciliano la prosa es más detallista y evocadora. Roth, no sé si por su origen o porque quiso imprimirle rigidez y seriedad  imperial a su novela,  es más conciso y austero, aunque contenga bellos pasajes que te  sugestionan a su modo y te transportan a un tiempo y a un lugar; desde luego, caracteriza perfectamente a los personajes protagonistas, que son generalmente fríos y nada partidarios a mostrar sus emociones, tal vez para mostrar las características de los Trotta, que son extrapolables a las del resto de habitantes del Imperio y a las de su época en general. Un ejemplo:

"El hijo no lloró. Nadie lloró por el muerto. Todo fue frío y solemne. No se pronunciaron palabras junto a la tumba. Al lado del suboficial de la gendarmería reposó el  mayor barón de Trotta y Sipolje, Caballero de la Verdad. Se cubrió la tumba con una sencilla lápida militar en la que se grabaron, con letras pequeñas y negras , además de su nombre, rango y regimiento, su noble sobrenombre: "El héroe de Solferino". Poca cosa más quedó del muerto que esta piedra, una gloria olvidada, y su retrato. De la misma manera anda un campesino en primavera por los campos, y más tarde, en verano, la huella de sus pasos queda cubierta por la bendición del trigo, que ondea donde él sembrara".

Pese a ser, en principio,  una novela histórica (aunque es mucho más que eso),  las referencias cronológicas, topográficas  y de acontecimientos son casi nulas. El emperador Francisco José participa como personaje en el libro, pero quien no tenga algunas nociones de historia o al menos un manual (o internet) a mano puede perderse, pues nada se dice que la batalla de Solferino tuvo lugar en junio de 1859 ni los porqués o consecuencias de la misma,   del Compromiso Austrohúngaro (reconocimiento de la importancia de Hungría) de 1867,   cuando comienza la Gran Guerra  o que el emperador falleció en 1916. 

 
Roth prefiere centrarse en la descripción de ambientes, en las calles,  dentro de las casas y los cuarteles o en la recreación de atmósferas; por ejemplo, cómo te sumerge fantásticamente en el clima respirado en la confusa  región de Galitzia (la natal del autor, recordemos) , pantanosa y en medio de la nada,   más cerca de los rusos que de Viena, "en cuyos extremos se oía ya quizá el silbido del viento siberiano". Unas tierras de frontera  anodinas, donde los militares allí destinados, demasiado ociosos, malgastan su vida en alcohol y juego. Un lugar decadente que se convierte en el particular descenso a los infiernos de uno de los Trotta.

En el dorso del libro te advierte del relato de tres generaciones Trotta, y efectivamente así es, pese a los escasos datos suministrados de edades y años transcurridos. Primero tenemos a  Joseph, quien como hemos dicho, siendo teniente salva la vida al joven emperador en Solferino. Por ello es condecorado,  ascendido a capitán y nombrado barón (Joseph Trotta von Sipolje). Su padre es gendarme y son de familia campesina eslovena, así que tal brusco cambio de estatus supone la primera prueba para él, quien de pronto forma parte de la aristocracia, en un mundo ajeno a él,  obligado "a avanzar sobre un suelo resbaladizo metido en unas botas que no eran las suyas, perseguido por el secreteo de los demás y siempre recibido con recelo". Esto lo empieza a alejar de su padre, una característica que curiosamente van a tener los tres Trotta protagonistas del libro.  Por otra parte, cuando Joseph lee en un libro para niños su heroica historia tergiversada para bien, lo considera una farsa y protesta (en vano) ante el mismo emperador, simbolizando con ésto que no pocos aspectos del Imperio fueron eso: apariencia, ilusionismo, distorsión de la realidad.  Franz, el hijo de Joseph, se encaminará hacia una carrera de leyes, pues el padre no querrá que sea militar; tampoco le dejará ser terrateniente, por lo que se convertirá en funcionario y tendrá un trabajo monótono y tranquilo (jefe de distrito en una ciudad de Moravia). Con su hijo, Carl Joseph, tendrá una relación gélida, cuadriculada y distante en sus breves encuentros:

"-¿Qué significa subordinación?
  - Subordinación es  la obediencia ciega- recitaba Carl Joseph- que todo subordinado debe prestar a sus jefes y a todo inferior...
  - ¡Espera!...- interrumpió el padre y corrigió- así como todo inferior a su superior. 
Y continuó Carl Joseph:
 - ...cuando...
 - ...en cuanto- corrigió el viejo.
 - ...en cuanto éste toma el mando. 
Carl Joseph respiró aliviado. Daban las doce". 

Una relación con pocos resquicios para el afecto, pese a que el padre adore a su hijo.  Carl Joseph resulta ser el Trotta más vulnerable y débil de carácter, y el que menos podrá influir en su destino.  La mayor parte del libro es la dedicada a él, acaso por coincidir cronológicamente con Roth y porque al nieto del héroe de Solferino se le echa encima la  Gran Guerra cuando es joven y el honor familiar pesa demasiado. El tercer Trotta intenta en vano ser como su abuelo, pero entre otras cosas, los tiempos no son los mismos. Estamos en los años 10 del siglo XX y la decadencia es  tan palpable como la edad.   Una decadencia que el autor relaciona metafóricamente con la persona de Francisco José I:

"El emperador era viejo. Era el emperador más viejo del mundo. A su alrededor rondaba la muerte, trazando círculos y círculos, segando y segando. El campo ya estaba vacío y solamente quedaba el emperador, como una última espiga de plata olvidada. Esperaba, sus ojos claros y duros miraban perdidos desde hacía muchos años en una inmensa lejanía. Su cráneo estaba calvo como un curvado desierto. Las arrugas de su cara eran matorrales donde se escondían los lustros. Flaco el cuerpo y caídas las espaldas (...). Sus ojos irradiaban una artificial benevolencia, parecían ver a todos los que miraban al emperador y saludar a todos los que le saludaban. Pero en realidad, las imágenes pasaban sin que él las viera, y sus ojos observaban únicamente aquella suave y delicada línea que marca el límite entre la vida y la muerte, junto al horizonte (...). Veía como el sol se ponía en su imperio, pero nada decía. Sabía que él moriría antes de que desapareciera su imperio". 


Una figura que se veneraba casi de manera religiosa, cabeza visible de un imperio hiperburocratizado lleno de funcionarios y también de militares. Como no podía ser de otra forma, por la trama de la novela van apareciendo gentes con esos oficios, y también políticos y artistas de muy diversa procedencia; tal era el carácter plurinacional del cada vez más bloqueado imperio, no sólo austríacos: húngaros, bohemios, alemanes, rusos, eslavos, rutenos, polacos...un conglomerado bajo la corona imperial que algún día estallaría en mil pedazos, pero, o no se supo hacer nada para remediarlo, o no se quiso. En la novela también vemos revueltas de obreros y asociaciones de separatistas. ¿Qué podían hacer Carl Joseph o su padre, tan en su mundo?  Tal vez lo fácil, lo único posible era  obedecer, cumplir órdenes  hasta el final. Hasta 1914.

Johann Strauss (padre) compuso su célebre Marcha Radetzky en 1848 , en honor de Johann Josef  Wenzel  Radetzky (1766-1858), veteranísimo militar del Imperio Austríaco, quien con casi 83 años dirigió personalmente  las victorias de su ejército en Italia y falleció en activo, con 91, siendo gobernador del Reino de Lombardía-Venecia.  Acaso Roth, con ironía, o con cierto deje pesimista (o ambas),  la eligió para titular su novela, pues en ella hay de todo menos de los gloriosos tiempos del anciano mariscal, por más que la Marcha aparezca en algunas ocasiones  en el libro.

Gran parte de la fuerza del libro radica en cómo evoca a ese mundo en sepia anterior a la Gran Guerra, esa Europa poderosa y anquilosada, resplandeciente y miserable, industrial y retrógrada, revolucionaria y  puritana; una época, la de 1850-1914,  pese a todo particularmente fascinante para mí. En cierta parte el autor explica cómo se reaccionaba ante la muerte en esta era de la Paz Armada, unas costumbres que la vorágine de la Primera Guerra Mundial iba a barrer:

"En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía sentido que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte  callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado (...). Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente."


Novela seria y melancólica, que desprende aroma a café vienés,  sabe a  soda y aguardiente eslavo  y cigarrillo alemán,  suena como  un taconazo marcial, como una triste composición de piano o violín y se siente como un parque en otoño, con esas hojas secas  crujientes bajo los pies. O como cuando la lluvia golpea los cristales de la ventana en una habitación repleta de muebles antiguos. 
Pero es sobre todo una novela,  aparte de  la decadencia de un imperio ,  de los cambios, y el inclemente paso del tiempo. Unas transformaciones que durante décadas mucha gente se resistió a aceptar, o simplemente unos se percataron y otros no, o porque otros aguardaban una guerra, que sería el final de todo. 
Novela, también, de hombres. Hombres protagonistas en un mundo de hombres (intencionadamente, apenas aparecen mujeres en el libro), quienes, pese a toda su disciplina y firmeza, adolecen de una  brutal falta de sentimientos, y de falta de cariño y amor, también. Por sus silencios entre ellos quedan retratados, y la falta de afectividad les debilita a ellos y al lector.

El tono, entre sobrio y triste,  del libro, se complementa con algunas escenas humorísticas, especialmente relacionadas con la vejez del emperador (quien falleció en noviembre de 1916 con 86 años tras un reinado de 68) y sus intentos erróneos por ser más útil de lo que era. No quiero desvelar más aspectos de la trama, pero en los últimos capítulos  Joseph Roth muestra que, mientras se va apagando la vida de Francisco José, lo va haciendo la del Imperio Austrohúngaro y la propia estrella de la familia Trotta, unidas irremediablemente, para bien y para mal. 
El epílogo contiene una frase magnífica que sintetiza estupendamente una de las principales ideas de la novela:

"Me habría gustado mencionar- dijo el alcalde- que el señor de Trotta no podía sobrevivir al emperador. ¿No le parece a usted, señor doctor?
-No sé- replicó el doctor Skowronek-. Yo creo que ninguno de los dos era capaz de sobrevivir a Austria". 

4.11.14

"Este país"





No es necesario ser un espectador habitual. Basta contemplar  10 minutos de uno de los -por desgracia- numerosos debates en TV para darse cuenta de cómo abusan  los/las tertulianos/as del "este país". "Este país" por aquí, "este país"  por allá, es su coletilla de sabio favorita. En muchos casos empleada como sustitutiva de la palabra  "España", el hablante suele emplearla para darle un toque más despectivo a su crítica pontificadora de la situación política, económica o social de la nación. Al ser  tan recurrida, ciertas personas la dicen ya de un tirón, "estepaís" . Sean de derecha, de izquierda o de centro, sean Eduardo Inda, Pablo Iglesias, Francisco Marhuenda, Esther Palomera, Tania Sánchez,  Ignacio Escolar, Jaime González , Juan Carlos Monedero, Alfonso Rojo o Íñigo Errejón.  "Lo que necesita este país es...", "En este país no se puede...",  "Nos sorprendemos porque en estepaís...", "Estepaís es tercermundista en...", "Las cosas de estepaís", "Cuando gobernemos en estepaís",  etc. Muy pocos se libran.

A este respecto resulta revelador  y muy interesante leer ya  en Mariano José de Larra, hace más de 180 años (1833), su protesta por el uso excesivo del palabro entre los  tertulianos y expertos -pues ya existían- de su tiempo:

(...) "En este país...esta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido.
-¿Qué quiere usted?- decimos- ¡en este país!
Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de este país!, que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos.

¿Nace esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo que pueda ser éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de una cosa el que la misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos los individuos de un pueblo conociesen su atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio que nos impide investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que responderse  a sus propios argumentos , haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general? Esto parece más ingenioso que cierto. 
(...)

Este es acaso nuestro estado, y éste, a nuestro entender, el origen de la fatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerle, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos, para dar a entender a los que nos oyen que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso.
(...)
Don Periquito ((un supuesto amigo suyo)) es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevóme, pues, de ministerio en ministerio. De dos empleos, con los cuales contaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido más empeños que él.
-¡Cosas de España!- me salió diciendo, al referirme su desgracia.
-Ciertamente- le respondí, sonriéndome de su injusticia- porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar seguro de que allá todos son unos santos varones y los hombres no son hombres.
El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre con más luces que él.
-¡Cosas de España!- me repitió.
-Sí, porque en otras partes colocan a los necios- dije yo para mí.
(...)
-Desengáñese usted: en este país no se lee- prosiguió diciendo.
-Y usted que de esto se queja, señor don Periquito, usted ¿qué lee?- le hubiera podido preguntar. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.
-¿Lee usted los periódicos? - le pregunté, sin embargo.
-No, señor; en este país no se sabe escribir periódicos.
Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido.
Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente el país, y clamaba:
-¡Qué basura! en este país no hay policía.
En París, las casas que se destruyen o reedifican, no producen polvo.
Metió el pie torpemente en un charco.
-¡No hay limpieza en este país!- exclamaba.
En el extranjero no hay lodo. 
Se hablaba de un robo:
-¡Ah! ¡País de ladrones!- vociferaba indignado.
Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla a los transeúntes. 
Nos pedía  limosna un pobre:
-¡En este país no hay más que miseria!- exclamaba horripilado.
Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche. 
Íbamos al teatro y:
-¡Oh, qué horror!- decía mi don Periquito con compasión, sin haberlos visto mejores en su vida- ¡Aquí no hay teatros!
Pasábamos por un café:
-No entremos. ¡Qué cafés los de este país!- gritaba.
Se hablaba de viajes:
-¡Oh, Dios me libre! ¡En España no se puede viajar! ¡Qué posadas, qué caminos!

¡Oh, infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!
(...)
Cuando oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra impresión examinar, nada extrañamos en su boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que reclama la hospitalidad de todo hombre que la recibe; pero cuando oímos la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites que contenerse.
(...)
Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.

Olvidemos,  lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye  a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos . Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento ¡Cosas de España! contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan maltratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo". 

("En este país", La Revista Española, abril de 1833)


Pese a algunas diferencias, de rabiosa actualidad están estos escritos, pues. Admito que en nuestros días es muy difícil sumarse al cierto optimismo que desprende Larra. Por no pensar en cómo reaccionaría ante la corrupción o el enchufismo, pero a grandes rasgos puede decirse que su crítica no está muy lejos de los  famosos mesías televisivos (y unos cuantos anónimos de la calle y de la red) quienes se recrean en la decadencia y en lo negativo de la nación. Desde luego, en numerosas ocasiones ya he declarado mi odio y mi amor por España, pues no soy un chovinista ciego y admito sus trabas y rémoras; por otra parte, conozco poco de primera mano el extranjero, pero tampoco considero que mi país sea lo peor de lo peor. 

También conviene aclarar que su  leve actitud positiva (pese a su habitual estilo irónico, agrio y certero) se explica porque, en el momento que publica,  Fernando VII ya estaba agonizando  y se venía ejerciendo un relajamiento de la censura y el poder absolutista, en la Regencia de María Cristina; posteriormente en 1834 parecía abrirse un nuevo e ilusionante período constitucionalista, aunque pronto iba a quedar inaugurada la época de los "espadones", los pronunciamientos militares y la pugna entre moderados y progresistas que caracterizaría buena parte del siglo.  Poco vivió el madrileño algo de todo esto pues una noche de febrero de 1837,  amargado  por un fracaso amoroso irreversible (su amante Dolores de Armijo cortó la relación, teniendo en cuenta que estaba separado de su mujer y con tres hijos) se volaría la tapa de los sesos de un pistoletazo. Aún no había cumplido los 28 años, tiempo suficiente para experimentar también contratiempos  y desilusiones políticas, según algunos estudiosos (entre ellos uno de sus descendientes) la verdadera causa del suicidio.

Con su  tempranísima muerte se secaba la pluma de uno de los más grandes maestros españoles de periodistas  y articulistas, verdadero pionero de ese reformismo antiabsolutista que tanto tuvo que bregar  con las lacras hispánicas en todo el siglo XIX y parte del XX. Sus Artículos de costumbres (unos doscientos)  siguen siendo interesantísimos y altamente disfrutables, y en los cuales nos percatamos, pese al tiempo transcurrido,  que en ciertos aspectos poco o nada hemos cambiado en España. Tal vez el más famoso y uno de los que siguen teniendo plena vigencia es el titulado "Vuelva usted mañana".

Sería todo un lujo, con la que está cayendo en la actualidad y cómo seguimos siendo, contar con la acerada prosa de Larra, pues dispararía a todos los niveles, sin olvidarse de la sociedad.  Además, estoy seguro que don Mariano José tendría aún peor opinión que la mía acerca de los tertulianos; les acribillaría sin compasión, y más cuando se enterase de las vergonzosas cifras que se llevan  esta caterva de bienpagaos.

La mayoría de los políticos actuales no nos representarán, no. Pero los tertulianos tampoco. Más Larras y menos "expertos" cantamañanas  es lo necesario en nuestro tiempo.