9.9.14

El templo de las bravas





 En el centro de mi Almería, próximo a la Puerta de Purchena  y a pocos metros de la iglesia de San Sebastián, hay otro templo, si bien éste dedicado a las bondades del comer y del beber. Del tapeo, más correctamente. 

Debido a mi adoración por las patatas en cualquiera de sus formas y preparaciones  y a mi preferencia por el picante, allá en los lugares de España donde voy y tengo la oportunidad de tapear, suelo pedir las bravas, para comprobar con qué nivel de calidad se cocinan y presentan y si se acercan a la perfección. En ciertos sitios de cuyo nombre no quiero acordarme conciben las patatas bravas como unos simples gajos fritos con tomate frito (o ketchup, aún peor) y alioli (o incluso mayonesa, ¡mayonesa!) por encima. En otros, la salsa brava sí es notable y según el lugar y estilo el color va del rojo intenso al brillante pasando por el anaranjado. Aunque, ciertamente, en ningún bar o tasca he conseguido, pese a algunas aproximaciones, tener las sensaciones que experimento al comer las bravas de este templo  al que aludía al principio. 

Porque el bar Bonillo, en la calle Granada, lo es. Un local diminuto, que no creo supere los 10 metros cuadrados. Un local de los de toda la vida, bar de parroquiano, de los de barra de chapa metálica, sin silla o taburete alguno y por supuesto sin mesas afuera. Pero en donde uno puede degustar las mejores bravas posibles. Cocinadas y servidas como debe ser y según los puristas,  esto es, en trozos grandes, cocidas por dentro y  doradas y levemente crujientes por fuera, y con un chorreoncillo de salsa por encima, roja, brillante, potente.

Con  un luminoso letrero amarillo y con letras en verde en el exterior, dos pequeñas puertas de entrada, un exiguo cuarto de aseo (unisex, por supuesto)  y una decoración que parece haberse modificado poco o nada desde tiempos inmemoriales (creo que sólo las fotografías de equipos de fútbol se han modernizado) , el Bonillo está regentado desde hace 40 años por Antonio, en la barra,  de vuelta de todo en la vida y gracejo típicamente almeriense ("Pasen a la terraza, que hace fresquito", "¿Mucha sed esta noche o qué?"), y el pobre Joaquín,  en la estrecha cocina, entre sudores y aceites, sacando sus supremas bravas  (¿cuántas llevará en la vida?) y las demás tapas del local por el pequeño recuadro con repisa de la puerta. 

Antonio no sale jamás de detrás de la barra y como el bar suele llenarse (dentro y afuera, en la calle) muchas veces uno es su propio camarero, sobre todo cuando va con más gente. En ocasiones ha de cenar  haciendo equilibrios, con el plato en la mano y el vaso en cualquier sitio.  El ritual es sencillo y mecánico: comer, beber, comer, hablar, beber, comer. Distraerse. Holgar.  La ceremonia de la presentación, invariable. Joaquín le pasa a su compañero el plato, siempre con tres patatas,  por la puerta y éste te lo deja rápidamente sobre la barra, saca el tenedor y lo clava en una de ellas. Adelante. En el paladar, el tubérculo, blando y jugoso,  entra ardiente, tanto por la temperatura como por la salsa abrasadora. El picor, placentero, extraordinario. Esa tos casi obligada, como de homenaje.  La patata brava como cima de la tapa, como comienzo y fin de todo.

De la composición del condumio del Bonillo, pues por supuesto la elaboran sus dueños,  apenas se conoce nada; además, se ofrece la posibilidad de una "brava moderada" para los más suspicaces, y de una "extra" para los más incendiarios. La primera es sabrosa igualmente, pero no es mi opción. Suelo ser moderado para todo en la vida, excepto para la comida y bebida.

Me hago muchas preguntas, y una de ellas es cuántas bravas habrá pinchado el bueno de Antonio en su vida. Camarero competente, de los veteranos, de los que lo fía todo a la cabeza para hacer la cuenta, sin tablets o agendas electrónicas; pero ni calculadora. La especialidad de la casa, como pone en varios sitios del local y sabe toda Almería, es "las patatas a la brava", aunque del cartel de la pared, que sólo parece haber sido editado con la llegada del euro, uno puede elegir otras opciones interesantes y recomendables, como la morcilla, la jibia, el pincho, la hamburguesa, los champiñones a la plancha  o los chopitos. Huelga decir que aquí, palabras como "emulsión", "tosta", "aroma", "foie" o "mini" ni se conocen ni se conocerán. 

Dos euros es el precio de una consumición con su tapa. Ya sea combinado con una  cerveza (con o sin), con  vino  fresquico de La Contraviesa, con tinto de verano, con un mosto o con un simple refresco, y acompañado de la familia, de la pareja o de los amigos, y siempre para un público muy concreto,  el Bonillo y su tapeo es una experiencia para no olvidar. Muy corriente, muy mundana; pero uno es así.

Cuando sales a la calle, algo aturullado por el gentío, la bebida y especialmente por el volcán que ha causado la salsa, la noche es tranquila y la calle solitaria, clandestina. El regusto del picante sigue en tu garganta hasta un buen rato después, pero no se va de tu mente ni de tu corazón. Ése es el mayor triunfo del Bonillo.  

2 comentarios:

  1. ¡Ay, que me has hecho recordar mis queridos Abrente y Cañahueca, los sitios a donde iba yo en Santiago! ¿Por qué será que los lugares más pequeños o menos conocidos son los que te dan el mejor servicio y las mejores tapas?

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    1. Jeje, ¡desde luego!. Qué tendrán esos pequeños garitos de siempre...

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