6.8.14

Un libro inmortal





      Hace poco saldé  otra de mis cuentas literarias. Tras demasiado tiempo buscando un ejemplar asequible (lo que mi insuficiente economía me permite) de la obra que nos ocupa hoy, lo encontré, al fin, en una cuidada edición y por un precio espectacular (2,95) en París-Valencia, estupenda librería de la capital levantina donde es posible comprar un buen número de clásicos (y no tan clásicos) por cantidades irrisorias , salvando del olvido a ejemplares descatalogados o de segunda mano y gracias a la cual precisamente estoy ampliando mi colección en estos tiempos difíciles. 

     Una vez comprada, por diversos motivos no pude acometerla hasta hace poco más de una semana, y en apenas cuatro días de lectura, la he devorado. De hecho, ha entrado de forma fulgurante en mi particular Olimpo de libros favoritos, confirmándose de nuevo que me faltan miles de páginas por leer.  Hablamos de la obra maestra ( su única novela) del italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo (Il Gattopardo).

     La obra como tal no necesita presentación ni análisis alguno, y sería totalmente pretencioso por mi parte añadir (o intentarlo siquiera) algo en ese sentido, aunque nunca está de más rendirle homenaje.  Publicada póstumamente en 1958 (Lampedusa había muerto en julio de 1957 a los 60 años), pronto sería reconocida como la obra maestra absoluta que es, y en 1963 Luchino Visconti realizaría una  notable adaptación al cine que sería tanto o más conocida que el libro; creo que es inevitable, cuando se menciona al protagonista del mismo, no verlo como el gran Burt Lancaster.

     La trama es sencilla: en la Sicilia de 1860, Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, observa, impotente, pesimista y escéptico, como su mundo se desmorona y la Italia unificada "avanza" hacia un Estado unitario y liberal. Él, un representante de la monarquía borbónica y del viejo orden, debe dejar paso a una nueva clase social en su ascenso. Sólo Tancredi, su astuto sobrino, parece darse cuenta de que lo conveniente es ser pragmático y adaptarse a los nuevos tiempos con oportunismo (resumido en la frase, repetida hasta la saciedad,  de "cambiarlo todo para que nada cambie") para no perder la privilegiada posición; es decir, una revolución sólo en apariencia, como bien se sabe, pues en política es habitual hablar de "gatopardismo" o "lampedusianismo". 

     La novela de Lampedusa está impregnada, toda ella, de una maravillosa elegancia decadente, introducida por su delicada y detallista forma de escribir. Las evocaciones de la sociedad, los ambientes y el paisaje son constantes, y Sicilia y lo siciliano puede palparse perfectamente,  por más que casi siempre contemplemos todo a través de los ojos de Salina.  El autor era, él mismo,  un noble miembro de una rancia dinastía siciliana; no obstante, el protagonista está inspirado fuertemente en su bisabuelo y otros personajes importantes son trasuntos de ciertos familiares (como Tancredi)  y personas de su entorno (caso del jesuita Pirrone).

     Don Fabrizio es un hombre enérgico (el gatopardo, emblema de la familia,  es una especie de ágil felino, y en el escudo aparece rampante), mujeriego, pasional y a la vez intelectual, casado con una mujer demasiado religiosa a la que pronto había dejado de amar,  aunque le hubiera dado siete hijos, pero en aquellos momentos eso ya era lo de menos, pues los varones están desperdigados o son ineptos, mientras que las hijas no parecían salir de su indolencia, pese al valor de Concetta. Por ello, en un mundo en el que se siente cada vez más desfasado, símbolo de una época que finaliza, sólo se ilusiona con Tancredi, más despierto. De hecho, una de las claves de la trama es cuando asume su fracaso como aristócrata al abortar el lógico matrimonio de Concetta con su sobrino, ya que éste había quedado prendado de Angelica, la bella hija del incipiente Calogero Sèdara. Al dar su consentimiento al casamiento  de Tancredi con ésta última, estaba emparentando  su estirpe con la de alguien que hasta hace bien poco había sido un "Don Nadie", un burgués de oscura procedencia pero que se había enriquecido y había hecho carrera política con la Unificación Italiana. Los tiempos están cambiando. 

      Novela de silencios e  insinuaciones, en la que los acontecimientos históricos se muestran muy de refilón y el drama se centra sólo en los personajes del libro,  es en gran parte una sucesión de imágenes, algunas casi oníricas, sobre Sicilia, su geografía, sus habitantes y su carácter y peculiaridades. Desembarco de Garibaldi en Marsala, ambientes palermitanos, el agresivo sol siciliano y la dureza de su tierra, violentos bandoleros,   el rey Borbón en Nápoles en su desconchado palacio abrumado de papeles, sicilianos fatalistas, olor a gastronomía,  naranjas y perfumes que se perciben perfectamente,   nobles  que llegan tarde a las fiestas a propósito por eso, porque son nobles, mientras suena música de Verdi o Donizetti...con la maestra pluma de Lampedusa, nos adentramos tanto en la Sicilia y en la Italia de 1860 como en la reflexión de lo que fueron antes y de lo que vendrá después. Es un libro recomendable para cualquiera,  seas de derecha, izquierda  o apolítico,  joven o viejo,  monárquico, republicano o indiferente, aunque desde luego si como yo eres italófilo y tienes cierta debilidad por Sicilia (aunque aún no hayas pisado la isla, como es mi caso) te apasionará aún más. 

     Aunque es un libro plagado de pasajes y frases magistrales que perduran en la memoria, como  " Nosotros hemos sido los Gatopardos, los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, Gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra", o  "Ah, el amor. Un año de ardor y llamas, y treinta de cenizas", o "Un hombre de cuarenta y cinco años puede creerse aún joven, hasta que cae en la cuenta de que tiene hijos en edad de amar", o "Habló de Bellini y de Verdi, sempiternas pomadas curativas para las llagas nacionales", "Han venido a enseñarnos buenos modales, pero fracasarán, porque somos dioses"... o  las secuencias del baile (donde vemos que Salina sigue siendo un león mujeriego, celoso de su sobrino) o  de la muerte del viejo don Fabrizio, y tantas otras, me impresionó sobremanera los párrafos donde Salina justifica su negativa a ser nombrado senador en el nuevo sistema político de la Italia unificada bajo la monarquía de los Saboya. En unas poderosas líneas, Lampedusa, en boca del Príncipe, hace un profundo análisis del carácter, los porqués , las causas, las tragedias  y de la idiosincrasia de Sicilia y de los sicilianos:

(...)
     "Durante demasiado tiempo los sicilianos tuvimos gobernantes que no eran de nuestra religión ni hablaban nuestro idioma, así que por fuerza hemos debido aprender a hilar fino. De otro modo no hubiéramos podido librarnos de los recaudadores bizantinos, los emires berberiscos, los virreyes españoles. Ahora lo llevamos dentro, forma parte de nuestra naturaleza. He hablado de  'adhesión', no de 'participación'. En los seis meses transcurridos desde que vuestro Garibaldi puso el pie en Marsala se han hecho demasiadas cosas sin consultarnos como para que ahora pueda pedírsele a un miembro de la vieja clase dirigente que se sume a la empresa y la lleve a feliz término (...).

     En Sicilia no importa obrar mal o bien; el pecado que los sicilianos jamás perdonaremos es sencillamente el de 'obrar'. Somos viejos, Chevalley, viejísimos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron desde fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a ninguna le marcamos el tono; somos blancos como usted, Chevalley, como la reina de Inglaterra, y sin embargo hace mil quinientos años que somos colonia. No lo digo por quejarme, pues en gran parte es culpa nuestra; pero no por ellos nos sentimos menos despojados y exhaustos.
(...)
    El sueño, querido Chevalley, es lo que más anhelan los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos, aunque sea para traerles los mejores regalos; dicho sea entre nosotros, personalmente dudo mucho de que el nuevo reino tenga demasiados regalos para nosotros en su equipaje. Todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es objeto de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera o de canela; cuando nos ponemos pensativos, se diría que es nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana. Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellas que están semidespiertas; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades sólo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales" (...).

    Debido a la insistencia del emisario de Saboya, procedente de la lejana Turín, nada menos,   Don Fabrizio reacciona enérgicamente:

    "Por lo demás, veo que no he sabido explicarme: he dicho 'los sicilianos', pero hubiese debido añadir 'Sicilia, el ambiente, el clima, el paisaje'. Éstas son las fuerzas que junto con las dominaciones extranjeras, y quizás en mayor medida que ellas, y las violaciones de toda clase a que ha estado sometida, han configurado el alma siciliana: este paisaje que no conoce un término medio entre la delicadeza lasciva y el rigor infernal; que jamás es un poco avaro, mediocre, manso, clemente, como convendría a toda tierra que ha de albergar a seres racionales; esta tierra que a pocas millas de distancia tiene paisajes infernales como los que rodean a Randazzo y otros tan bellos como la bahía de Taormina: unos y otros desmedidos, y por tanto, peligrosos; este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados...cuéntelos, Chevalley, cuéntelos: mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre; seis veces treinta días de sol a plomo sobre las cabezas; este verano nuestro, largo y funesto como el invierno ruso, pero aún más difícil de combatir; usted todavía no lo sabe, pero aquí puede decirse que nieva fuego, como sobre las ciudades malditas de la Biblia; el siciliano que se propusiera trabajar en serio durante esos seis meses, gastaría en uno solo toda la energía con que cuenta para pasar tres; además, la falta de agua, o las distancias enormes que hay que recorrer hasta llegar a ella: cada gota obtenida se paga con una gota de sudor, y también las lluvias, siempre tempestuosas,  a cuyo paso enloquecen los resecos torrentes y se ahogan los animales y los hombres que una semana antes se morían de sed.
     Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta crispación permanente de todo lo que nos rodea, e incluso estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo, y que  sólo se expresaron a través de unas obras de arte cuyo sentido se nos escapa y de unos recaudadores de impuestos bien palpables cuyos esfuerzos jamás beneficiaron esta tierra; todas estas cosas han influido en nuestro carácter, amén de nuestro temperamento tremendamente insular (...).

     Los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria. Toda intromisión de extraños, ya sea por el origen, o -si se trata de sicilianos- por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que guardan la nada; aunque una docena de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso. ¿De verdad cree usted, Chevalley, que es el primero que pretende encauzar a Sicilia en la corriente de la historia universal? ¡Quién sabe cuántos imanes mahometanos, cuántos caballeros del rey Roger, cuántos escribas normandos, cuántos barones de Anjou, cuántos legistas del Católico concibieron también esta hermosa locura! ¡Y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores del reino de Carlos III! ¿Quién recuerda ahora sus nombres? Pero su insistencia fue en vano: Sicilia prefirió seguir durmiendo, por qué hubiese tenido que escucharlos, si es rica, sabia, honesta, si todos la admiran y la envidian, si, para decirlo en una palabra, es perfecta?

     Ahora también  aquí andan diciendo, para acatar lo que han escrito Proudhon y un judío alemán cuyo nombre no recuerdo, que la culpa de que todo vaya tan mal, aquí y en todas partes, la tiene el feudalismo; es decir, yo, para el caso. Así será. Sin embargo, feudalismo ha habido en todas partes, y también invasiones extranjeras. Personalmente, Chevalley, no creo que sus antepasados, o los squires  ingleses o los señores franceses hayan gobernado mejor que los Salina. Pero los resultados han sido diferentes. La razón de esa diferencia debe buscarse en el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera". 
(...)

    Con su incendiaria respuesta  (en la cual, curiosamente, como español del sureste  me he sentido identificado en varios aspectos),  Salina desarma totalmente al enviado piamontés, pero, por supuesto, sin perder la educación  ni las formas, como el perfecto caballero que era, y sin dejar de agradecer la consideración para con él.

     También pienso que las características del libro y sus virtudes vienen dadas tanto como por cómo era el propio Lampedusa (un aristócrata si bien secreto admirador de todas las revoluciones) como por el hecho de que escribiera la obra envejecido y enfermo. La novela es como una aceptación de la muerte y  a la vez un canto a la dignidad  y de que las cosas no desaparecen así como así; que todo, incluso el orden, se toma su tiempo, pero que la muerte llegará, llega a todos, pese a que ciertas cosas nunca cambien. Por ello considero que, si con 28 años me ha impresionado y la interpreto de aquel modo, con más de 60  la contemplaré de otro, como cuando el Príncipe de Salina, próximo a su muerte, intenta recordar las pocas veces que fue realmente feliz en su existencia.

     Novela de la vida, novela de la muerte, novela del paso del tiempo,  novela de la familia,  evocadora, melancólica, desgarrada y cargada de ese lirismo similiar al de las óperas, la obra finaliza en el año 1910, cuando sólo sabemos ya de tres de las hijas del Príncipe (ancianas y comandadas por Concetta, pero todas solteronas  y recluidas con sus reliquias) y de la viuda Angelica (Tancredi hizo carrera política, evidentemente)  y su descendencia. En un emotivo párrafo final, la hija de Salina, cansada y derrotada,  por fin se decide a deshacerse de Bendicò, el perro favorito de su padre,  muerto y  disecado desde hacía décadas, y el gatopardo reaparece fugazmente después de mucho tiempo:


      "Mientras se llevaban a rastras el guiñapo, los ojos de vidrio la miraron con la humilde expresión de reproche que aflora en las cosas a punto de ser eliminadas, anuladas. Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Luego todo se apaciguó en un montoncito de polvo líquido". 


     Ya hemos dicho que Tomasi di Lampedusa, irónica y tristemente, no pudo ver publicado su inmortal libro. Pero El Gatopardo y todo su significado es y seguirá siendo superior a todos nosotros y seguirá existiendo  cuando ya no estemos. En cierto fragmento de la obra  podemos leer  "sólo tenemos derecho a odiar lo que es eterno", y, como ha escrito Javier Marías, puede que lo tengamos ya para hacer lo propio con  El Gatopardo. Debemos, pienso yo.