22.10.13

Aquellos maravillosos años...que ya no volverán.

Todo ha pasado ya.  Ya se ha casado mi amigo. Un fin de semana inolvidable que me ha supuesto también un baño de nostalgia y un recuerdo insistente de lo vivido, lo pasado y lo rápido que, por desgracia, corre el tiempo.

También ha servido para reencontrarme con Murcia, esa ciudad tan especial para mí. No es que llevara tiempo sin verla pues he de pasar por ella cuando viajo de Valencia a Almería y viceversa, pero sí he podido contemplarla y sentirla mejor que otras veces. Además, pude recorrer de nuevo lugares muy significativos para mí y que hacía mucho, verdaderamente, que no veía, como mi colegio o la que fue mi casa, en mi barrio. Pero vayamos por partes.

La boda en sí fue una gran fiesta y rotunda, épica,  por muchas razones, pero también emotiva por lo importante del paso y lo significativo de esta amistad para muchos de nosotros. Como me temía, me imaginaba y sabía, pues soy muy sentimental para algunas cosas, tuve un momento de debilidad (o sinceridad, según se mire) y lloré en unos momentos de la fiesta. Eran lágrimas de felicidad por él, por el matrimonio y por la vida que se le presenta ahora, pero también eran de algo de pena por todos los momentos vividos y compartidos ( hace casi 20 años nos conocemos, mi gran amigo de la infancia y mi mejor amigo durante mucho tiempo), todo eso que ya no va a volver y lo rápido, repito, que pasa el tiempo. Para todo y para todos. 

Momentos vividos y compartidos que no son sólo exclusivos de él y yo. También extendibles al resto de la pandilla, grupo o como quiera llamarse, de los de siempre. Gran grupo de amigos de siempre, irrepetible y de quienes me fui paulatinamente alejando, por unos motivos muy concretos,  conforme fui haciendo la carrera.  Pero me pierdo de nuevo.  Esta es una entrada largamente pensada y meditada y me gustaría explicarme lo mejor posible.  Hablemos ahora de el barrio. Porque todos los de la "pandilla"  (si descartamos a las novias) son del mismo barrio.

El barrio no es otro que El Carmen, barrio con personalidad y  de los más famosos de Murcia, situado entre el río y la vía del tren. Un barrio con vida,  popular, de gente trabajadora y con familias totalmente normales, llanas; también un barrio difícil en ciertos aspectos y ciertas zonas.  A esta  populosa "pequeña ciudad" a  sólo un puente del centro,  de calles sucias y niños malhablados llegué en enero de 1995, con 9 años,  recién llegado de la provincia de  Jaén (Linares);  en él estuve hasta el verano de 2004. Casi diez años dan para mucho, entre otras cosas, no sólo para hacer buenos amigos, también para llegar a enamorarse de una ciudad. 
Mi historia de amor con Murcia no fue a primera vista, fue poco a poco (de hecho al principio odiaba su fiesta grande, el Bando, y con los años acabé vistiéndome de huertano y cantando La Parranda). Yo soy muy de Almería, la tengo siempre presente y la llevo siempre por delante, pero si hay una ciudad, si hay una tierra que haya podido rivalizar con ella en mi corazón, esa es Murcia. De hecho, como reconozco sin sonrojo, en ciertas ocasiones he llegado a sentirme más murciano que almeriense, y siempre que tengo ocasión defiendo a Murcia y a los murcianos.

Murcia y Almería, Almería y Murcia; entre ellas hay una cierta rivalidad aunque en el fondo se parezca más al hermanamiento pues son dos tierras cercanas no sólo en lo geográfico. Es llegar, ya sea en coche o en tren, al feraz valle del Segura, tan distinto de las áridas tierras circundantes, y la alegría y el regocijo van subiendo en mí. Esa calima somnolienta que se percibe a lo lejos en la huerta los días de calor (y los veranos son eternos en Murcia; también se plantea si existe el otoño allí), la frondosidad de las tierras verdes y los cientos de casitas entre el monte de la Cresta del Gallo y la urbe,  la torre de su catedral siempre dominante, siempre nítida sobre la masa de edificios, imperturbable (aunque desde hace unos pocos años ya no es la única torre alta de la ciudad), o ese ambiente inconfundible del centro, con esas calles estrechas, profundas y llenas de gente que se abren a plazas más repletas de gente aún (sensación que pude disfrutar el otro día)  son evocaciones de mi Murcia querida. 

Era cuestión de poco tiempo, pues un niño es una esponja,  que se me acabase pegando el acento, con esas terminaciones en "-ico/a" y sobre todo ese "acho" tan característico, tan  áspero y que tantos usos tiene, y del cual es tan difícil desprenderse. Unos años me costó y alguna vez se me sigue escapando. Además, unas cuantas veces me han tomado, al escucharme en otras partes de España, por un murciano, lo cual no me molesta en absoluto, si bien digo rápidamente que soy almeriense. Esto tiene relación con otra cuestión, la de lo parecido del acento almeriense y el murciano, pero ni todos los almerienses son tan murcianistas como yo ni todos los murcianos son tan almeriensistas como otros, como bien sé. 

También recorrí en soledad  el que fue mi barrio (creo que nunca ha dejado de serlo), por calles como el Paseo de Corvera, la Alameda de Capuchinos, Goya o la plaza del Pintor Pedro Flores, ese inolvidable jardín de parte de mi infancia. Contemplé, después de muchos años y a través de las vallas mi colegio entre mediados de los 90 y 1999, el colegio público Félix Rodríguez de la Fuente (para todo el barrio y media ciudad, el Félix, o dicho con acento murciano, elfelih), con ese gran patio donde cuando no había pelotas de cuero jugábamos con "pelotas" de papel de aluminio, o donde tomábamos chocolate caliente disfrazados en Carnaval. Aquí evidentemente conocí a mi amigo (ya hoy un marido hecho y derecho, lo que es la vida), además desde mi primera casa aquí se veía su balcón al otro lado de la calle,  y por esto y otras evocaciones y otros tantos recuerdos de esos años pasados y de otros amigos y compañeros, me volví a emocionar un poco. 


 El Félix (Elfelih). Aquí comenzó todo...


Al instituto, también público y fronterizo con otra zona difícil, el Mariano Baquero Goyanes (a.k.a. el Baquero) no me acerqué, pero es tanto o más importante pues allí me hice adolescente (con todo lo malo y bueno que conlleva) y conocí a otros componentes de la pandilla. 

Esta "pandilla" de la que tanto hablo ahora, estaba y está formada por chicos de este barrio de El Carmen, todos niños de familias muy normales, de casas perfectamente normales de matrimonios con dos o tres hijos, donde nunca faltó la comida en el plato ni ropa en invierno pero donde tampoco manaba el dinero a espuertas y a veces eran necesarios los equilibrios (por lo menos en la mía, al principio) , aunque casas felices al fin y al cabo.  Chicos de barrio, de enseñanza pública (y a mucha honra) y bocata en el recreo,  poco atentos a modas o caprichos y poco acostumbrados a derroches. Chicos cuyas casas se situaban por tres o cuatro calles cercanas entre sí. Chicos que compartían unos gustos parecidos, unas mismas inquietudes y el poco éxito con las chicas (y llegaron las novias; no es que llegaran tarde, pero en algunos casos se produjo a alturas que en otras personas corresponde a cuando se han tenido varias relaciones o  se llevan unos cuantos años con el novio o novia). Como en el fondo sólo nos teníamos a nosotros mismos, de ahí, entre otras cosas, radica la fuerza de la unión. Unión que se ha mantenido pese a los años y las parejas. 

Aunque no puedo decir lo mismo de mí. Un nuevo traslado por trabajo de mi padre en 2004, esta vez a Valencia, nos obligaba a dejar Murcia, con todo lo que eso significaba. Este traslado supuso un pequeño gran trauma para mí y para mi madre y quizá debiera haberlo afrontado con mayor madurez, y además haber pensado más en mis padres. Pero el caso es que un año después volvía a Murcia, esta vez solo y para hacer la carrera allí. Un capricho, verdaderamente.

Regresaba a Murcia por lo fusionado que me encontraba con la ciudad y con la tierra, pero fundamentalmente, por ellos, por los amigos.  Por esa gran unión de años, esas alegrías y esas vivencias. Necesitaba volver. 
Paradójicamente, mi retorno a la ciudad acabaría alejándome paulatinamente de esa pandilla de barrio. Vine por ellos para acabar desprendiéndome del grupo, ya fuera consciente o inconscientemente.  Al principio todo fue normal, como siempre, pero a partir del tercer año de carrera fue decisivo. ¿Las causas? No son otras que la influencia de la vida universitaria (mi descalabro traumático de 2008 es triste símbolo de esto) ,  el irme a vivir a un piso en el barrio universitario  y que con los compañeros y compañeras de la Facultad estaba disfrutando de nuevas vivencias y experiencias (y algunos de los cuales se estaban convirtiendo ya en buenos amigos, amistades que aún conservo). No es algo de lo que me arrepienta exactamente, entre otras cosas porque tampoco sirve de nada,  pero sí es algo que lamento, y mucho. Pude haberlo hecho mejor, sin duda. Tanto es así que cuando llegó la graduación en 2010, nadie del grupo del barrio estuvo allí. Tampoco les avisé, aunque les echase en falta. Pero a esas alturas no tenía ya mucho derecho a exigir o reclamar nada. 


Completé 14 años ya en Murcia, pasaron más años,   llegaron más cambios de ciudad, como mi ansiado retorno a Almería, llegaría también mi primera novia, y cada vez el contacto con ellos fue menor, muy reducido. No es que se perdiese por completo pero ya no era ni de lejos como antes. Poco a poco y tristemente me había convertido como en un extraño, ya no era ese niño, ese muchacho del Carmen. He llegado a sentir sincera pena por ello en ciertos momentos, aunque no lo demostrase demasiado.

Y llega la primavera de 2013 con el notición de que mi amigo de la infancia se me casa.  La boda y este fin de semana en Murcia  ha servido para darme cuenta de una vez, como él me dijo, "que el tiempo pasa, pero lo importante permanece". Pueden pasar muchos años, muchos traslados y alejamientos, pero los amigos de verdad siempre estarán ahí. Por más que sean amigos poco efusivos en ciertas ocasiones y poco dados a alharacas y  ostentaciones cantosas de amistad que a la gente suele gustarle (también debe decirse que muchas de estas ostentaciones suelen ser falsas o  endebles en un buen número de casos), pero ellos son así, simplemente y como debe ser.  Por otra parte, nunca me han reprochado nada  y  cuando están de verdad ahí, lo están. Porque lo sé. 

Y nada más. Entre todo eso y mi negro futuro, admito mi maltrecho estado de ánimo por si no se desprende lo suficiente de estas palabras. Todo está escrito con esos ataques de sinceridad (en una de mis contradicciones, pues lo mismo puedo ser reservado que desmesuradamente sincero) que me llevan a escribir (y me ayuda, o me ayudaba cuando escribía más) sin omitir detalles  porque siento también que debo dejar ciertas cosas por escrito, pues aunque siempre fui, o soy más de hechos (o lo era) también me tranquiliza publicar estos parrafones, aunque no me lea nadie o casi nadie o esto pase desapercibido. Eso no me importa. 

En fin. Aquellos maravillosos años...que ya no volverán. Yo, tan nostálgico, sentimental  y mi insistencia con los recuerdos, con esas evocaciones de un tiempo muchas veces idealizado. En el fondo sigo siendo (o quisiera seguir siendo) ese niño bajito y tímido que cuando no leía se pasaba las horas muertas en chándal por los concurridos jardines del barrio, o iba a casa de su buen amigo de enfrente a jugar al Atmosfear, a veces  a  merendar y  hablar de sus cosas a su habitación, aunque en esos años 90 nuestra vida fuera más fácil que la de ahora y no nos preocupásemos de la ropa, de las mujeres, del dinero o del futuro, que todavía se veía por suerte muy lejano.  También sigo siendo (o quisiera seguir siendo, por un tiempo al menos) ese adolescente tarugo en los estudios, repetidor reincidente en el instituto que era feliz compartiendo horas y días de su vida con la pandilla en ratos, risas,  viajes y fiestas...



"El tiempo pasa, pero lo importante permanece". Muchas gracias a tí, por todo. Y muchas gracias a todos, por todo.