13.6.13

La playa de mi vida






Sí, vuelvo a escribir sobre El Zapillo, unos tres años después de aquella entrada (y además vuelvo a incluir la misma fotografía). Aunque éste haya estado planeando siempre sobre este blog, como un águila lista e insistente.

Realmente es un tema muy presente en cualquier momento, y más ahora en el preludio del verano, pero no miento si digo que me acuerdo de él todo el año, y suelo frecuentarlo, por más que este barrio tenga dos caras, una veraniega y otra invernal. Además, el desarrollo de la universidad en Almería lo ha cambiado pues, repoblado por estudiantes y alternativos, ya no es ese lugar tan tétrico los meses de invierno.

El Zapillo es ese apartado barrio de pescadores de la ciudad de Almería, con unos límites muy concretos: entre Las Almadrabillas-San Miguel y La Térmica, y al sur de la más señorial Ciudad Jardín; una zona donde hasta hace apenas 40 años las calles eran de tierra, las boqueras con aguas fecales estaban descubiertas y las casas se enfrentaban sin ninguna contención a la furia del mar (y del viento, el implacable viento almeriense) ; aquí, por muy lejos que estuviera el resto del año,  he pasado los veranos desde siempre, en la casa de mis abuelos.

Uno, después de tantos años, experimenta ciertas sensaciones con sólo evocar su nombre:


El Zapillo es una pala, un  castillo de arena en la orilla y un temeroso baño con manguitos.

El Zapillo es el murmullo humano fundido con el ruido de los juegos  y la espuma de las olas del mar.

El Zapillo es el picor del agua salada en tus córneas cuando abres los ojos sumergido en ella. 

El Zapillo es el pincho para coger pulpos de mi padre; las ventosas pegándose al brazo,  y luego  los pulpos pendiendo, con la blanda cabeza puesta del revés.  

El Zapillo es una balsa de aceite las largas y reposadas tardes de agosto. Una tenue postal de quietud marina. 

El Zapillo es Amparito Roca minutos antes de la explosión de pólvora, ruido y humo denso y el río de gente corriendo bajo esa nube, en la “traca final” de la feria de agosto.

El Zapillo es el inconfundible olor del cigarrillo de mi madre mezclado con el de crema solar, algas  y  salitre.

El Zapillo es la silla de mi abuela, sus trabajosos andares por la arena y la orilla, sus baños y su risa contagiosa, tan imperecedera como su recuerdo.

El Zapillo es el reflejo de los coloridos fuegos artificiales pintando el calmado mar negro, en los castillos las noches de feria.

El Zapillo es un helado sentado en el poyete del paseo marítimo, en compañía de mi abuelo, fundamentalmente, aunque se trataba de veladas familiares.

El Zapillo es un sabroso melocotón de agosto, carnoso y maduro, en la bulliciosa merienda de la niñez.

El Zapillo es un cubo con cangrejos, pulpos o palometas, pescadas éstas con la “innovadora” técnica de la garrafa de agua llena de tierra y trozos de pan.

El Zapillo es una púa desde alguna de las rocas de los resbaladizos espigones que jalonan su playa.

El Zapillo son cabezazos  a  una pelota de plástico y paradas espectaculares en la orilla con mi hermano y mi primo. 

El Zapillo es caricias y besos con sabor a sal en ese verano del amor que, tristemente, ya es sólo un recuerdo. Un recuerdo precioso, sí, pero que parece habérselo llevado la resaca del mar.

El Zapillo es conversaciones y jolgorio en torno a una fogata familiar, de las de carne a la brasa, tortilla de patatas y sandía enfriada en la orilla. 

El Zapillo es el viento demencial de poniente, frío e insistente, azorando de forma inclemente la casa, aunque también es un revolcón en la orilla, en pelea desigual contra las olas.

El Zapillo,  últimamente, también  es  tardes de risas, charlas , paseos y palas con una amistad tan inesperada como querida.  

El Zapillo es el aroma a fritanga de marisco subiendo entre las desconchadas torres de cemento. 

El Zapillo es dormirte con el arrullo del mar y despertarte con él, como si hubieras salido de las aguas, cual ser mitológico o si fueras un náufrago.

El Zapillo es...

Todo esto y mucho más es El Zapillo. Siempre me vuelvo a preguntar una y otra vez qué es lo que tiene, qué hay en él para que sigamos prendados mi familia y yo. Porque, justo es decirlo, arquitectónicamente es un barrio feo y descuidado, lo parte en dos una ancha y ruidosa carretera, las calles son tremendamente sucias y la droga, la prostitución y la miseria están a la vuelta de la esquina, o quizás más cerca. Su playa dista mucho de estar limpia (creo que no conozco otra arena más sucia), la carne de cañón de ciertos barrios suele dejarse caer por allí y el agua no siempre es cristalina, pero, en definitiva, pocas cosas siguen mereciendo más la pena que un chapuzón en este mar tan antiguo y transitado. Y pocas cosas me serenan y alegran más.

Tal vez sea porque no he conocido apenas otro lugar de veraneo desde el comienzo de mi existencia. Porque nunca hemos tenido otra cosa, como a veces supongo ocurre con toda la gente que viene y sigue viniendo desde hace tantos años; aunque también creo, como le pasa a mi familia, que todos esos veraneantes regresan porque realmente les gusta El Zapillo.

Si lo seguiré teniendo tan presente que, la última vez que volví a ese rincón de la foto, allí donde siempre hemos bajado, tuve un momento de debilidad y me emocioné, pues era consciente no sólo de que ese tiempo y esos momentos ya no van a volver, pero tampoco vamos a regresar allí, al menos en bastante tiempo.

Para mí, y siento hablar tanto en primera persona, una de las cosas que no cambio por nada en el mundo es adentrarme poco a poco, en esas calmadas y limpias aguas un atardecer de agosto, mientras tienes a la vista el faro del puerto, las primeras luces de Aguadulce y Roquetas  y la mole de la sierra de Gádor, con el sol en preciosa retirada. Te sumerges hasta tocar la arena y sales de nuevo a la superficie, y es cuando contemplas el reposo de la playa, aún con gente que se resiste a volver a casa; detrás, dominando las palmeras,  las altas y oxidadas torres repletas de balcones y ventanas con reflejos de los últimos rayos de sol. La suave brisa y el olor a mar, a Mediterráneo, hacen el resto. La sensación de paz y tranquilidad, indescriptible.

Es la playa de mi vida.