6.5.13

El sucio y extraño encanto de Almería

Enésima entrada sobre Almería.
Realmente llevo ya unas cuantas,por no decir bastantes entradas  sobre ella. Temo repetirme, para lamento de los lectores de este blog, quienes, al cabo de tres años ya,  sean muchos, pocos o ninguno, pueden tomarme por un monotemático. 
Porque, además, se trata de otra combinación de amor y odio, de ilusión y desencanto, de buena fe y de mala leche, hacia y sobre ella.  

Pero me sentía con la necesidad de escribir de nuevo sobre mi tierra, especialmente a raíz de mis últimos paseos y descubrimientos. O re-descubrimientos.
En su momento comparé a Almería con Nápoles, salvando unas cuantas distancias. Pero, cuando hace unas semanas subí por primera vez al cerro de San Cristóbal, esta vez la ciudad se me antojó con mucha más fuerza Atenas, un caso que conozco de primera mano; pues no he estado en la urbe italiana pero sí en la capital de Grecia.

Bien, pues cuando contemplé Almería encaramado a  esas modestas alturas, tuve una sensación parecida a la panorámica desde la roca de la Acrópolis, en aquel viaje de estudios de 2010. Salvando ciertas distancias de nuevo (pues Atenas ronda en total los 4 millones de habitantes mientras que Almería no supera aún los 200.000, y el patrimonio de la capital griega, aunque maltrecho, es muy superior al almeriense) las impresiones eran las mismas:

Abajo estaba la misma ciudad sucia, ruidosa, caótica y canalla, hecha a jirones,  expandida rápidamente y de mala manera y donde a duras penas pueden distinguirse los escasos vestigios del pasado. Las mismas torres de hormigón blancas y de otros colores plantadas al lado de edificios mucho más antiguos, aquí y allá, salidas como de repente. 

Abajo estaba el mismo mar mítico, tan frecuentado desde hace  tres mil años, con esa brisa que contiene ecos de civilizaciones antiguas y ese azul tan particular. El mar está mucho más cercano en Almería que en Atenas -además el puerto es otra ciudad, la vieja El Pireo- pero las sensaciones son comparables.

A lo lejos, tras dejar con la vista el interminable blanco de los edificios (Atenas tiene un buen tamaño, pero en Almería, siendo pequeña,  el color se prolonga por  los invernaderos), las montañas, tan parecidas en ambos casos, por más que aquí sean mucho más ocres y desnudas, pero las cuales en las dos ciudades las rodean por todos lados. Y la nubecilla de tierra flotando en la atmósfera, pesada y ventosa. 


Una parte de Almería desde el cerro de San Cristóbal.


Atenas desde la Acrópolis. El monte Licabeto al fondo.

 
Seguramente más de uno me tome por exagerado al comparar dos ciudades en principio tan distintas como Almería y Atenas, pero yo les encuentro ciertas similitudes, inquietantes algunas. La capital griega, además, es una  metrópoli de casi 4 millones de habitantes, sí. Pero algunos de sus barrios más populares y bohemios, caso de Plaka, Monastiraki o Anafiótika, te pueden transportar a un pueblo, con sus casitas blancas e irregulares y otras de tejados rojos. Son como pequeños pueblos dentro de una gran capital. En el caso de Almería, quien se dé un paseo por la no del todo bien conocida Almedina de la ciudad, a los mismos pies de la Alcazaba, puede llevarse una sorpresa pues se encontrará un barrio de preciosas, estrechas y complicadas calles de inspiración musulmana con construcciones que para nada desentonan con el entorno (al contrario que las de otras partes de Almería) . 

  
Llevaba ya tiempo deseoso de subir a este cerro de San Cristóbal, pese a que los alrededores sean poco halagüeños (me acordé de Gerald Brenan, cuando se acercó en los años 20 y había más miseria aún), pero la panorámica merece de verdad la pena. La contemplada desde la Alcazaba es también apreciable, pero está mucho más vista y desde luego desde la fortaleza árabe se pierden algunos matices que sí se notan desde este mirador a los pies de la estatua blanca de Cristo.

Siempre que subo, ya sea a la Alcazaba o a San Cristóbal, me maravillo por las estupendas imágenes y por la panorámica, pero a la vez me invade la tristeza y el pesimismo. Y me hago preguntas. Por ejemplo, cómo sería esta ciudad si en las décadas de 1950, 1960 y 1970 no se hubieran dedicado a plantar torreones por doquier del peor estilo funcional, me pregunto. Por poner un ejemplo, la catedral es pequeña (y además apenas tiene torre, pero esto se debe a que cuando se construyó, no era recomendable levantarlas por el acoso de los piratas berberiscos, quienes desde el mar podían ver dónde se encontraban las iglesias)  pero más insignificante parece aún al tener varios horribles bloques de viviendas a un solo palmo de sus achacosos pero firmes muros.

Me pregunto también cómo sería esta ciudad si de verdad se tuviera conciencia del buen patrimonio existente. No sé si se debe al crónico complejo histórico (estar situada tan cerca de ciudades extraordinarias como Granada se nota, y mucho), al simple desinterés, a la desgana o porque de verdad aún no se ha concienciado a la gente. ¿Cómo se explica si no, el hecho de la existencia de edificios y monumentos  poco publicitados cuando no directamente cerrados de forma indefinida más de una década? ¿Cuántas ciudades cuentan con una estación de tren de notables formas y estilo francés con más telarañas que el castillo de Drácula y ni siquiera iluminada? ¿O un cargadero de mineral que “ya quisieran para sí muchas ciudades inglesas”? (Le escuché ésto a un profesor). Por no hablar de la Alcazaba, la mayor fortaleza musulmana de la Península Ibérica; no en vano ahí está el dicho “Alcazaba tenía Almería cuando Granada era sólo alquería”. O de su catedral-fortaleza, ejemplar único , si bien, aunque pequeña y modesta, no merece tener sus recios muros pintarrajeados desde hace años y no precisamente por piratas berberiscos, sino por gentuza de la ciudad. Tampoco creo que haya muchas ciudades en las que el edificio de siempre, de mediados del XIX, de su Ayuntamiento lleve cerrado y en estado lamentable años y años, con fragancia a orines, mientras el alcalde parezca feliz en el emplazamiento provisional, el cual tiene pinta de ser ya definitivo. Eso sí, a llenar la maltrecha Plaza Vieja de gastrobares y restaurantes para puretas y pijos. Eso sí importa.

Me pregunto cómo sería esta ciudad y dónde llegaría si no estuviera siempre tan sucia y degradada. Ya lo dije también una vez, de acuerdo. Pero se me cae el alma a los pies sin remedio. España es un país sucio, sí. O por lo menos buena parte de él. Pero no son de recibo las calles llenas de desperdicios e inmundicias, los destrozos aquí y allá y la sensación de abandono general.

Aunque es curioso, pues por una parte odio y me entristece que Almería sea tan sucia y degradada, pero por otra, diríase que me gusta regodearme en esa sensación de abandono y falta de pulcritud, como si en el fondo la amase tanto que lo hago con todas las consecuencias. O porque verdaderamente mi tierra ha sido siempre así, es así y será así, como todas las viejas ciudades mediterráneas. Si fuese una urbe al estilo de las de Suiza, por ejemplo, ni sería Almería ni sería mediterránea. Como todos sabemos, la cultura mediterránea tiene tantos aspectos maravillosos como otros no tanto; pero eso forma parte del paquete.

Con todo, la cuestión de lo remota que sigue estando Almería del resto de España y el “oasis de tranquilidad” que en el fondo es aún no es un aspecto típicamente mediterráneo. En este caso es particular de mi provincia, y dura, más que años, siglos. Pero, sinceramente y por más que me duela este tema, en el fondo prefiero que siga más o menos así; puestos a que nos degraden las costas y espacios naturales, ya lo hacemos los propios almerienses. Y puestos a que nos invadan legiones de madrileños y extranjeros, mejor seguir teniendo las playas poco frecuentadas (aunque esto cada vez sea menos habitual, todo sea dicho) y ciertos rincones sin trillar. 

Aún así,  Almería tiene un extraño encanto. No sólo lo digo yo, al fin y al cabo hijo orgulloso de ella,  o parte de mis paisanos. Deben decirlo, o al menos pensarlo, todos aquellos turistas llegados desde hace más de 50 años, los que han repetido y los que han venido aquí por su propia voluntad, buscando su clima benigno, su sol generoso y sus limpias aguas mediterráneas. O simplemente  tranquilidad, al ser Almería y su provincia un lugar relativamente aislado, con un aeropuerto pequeño y de poco tráfico, una deficiente comunicación por vía férrea (el escritor "Azorín" consideraba el avance del tren como signo claro de progreso. Prefiero no pensar qué diría de Almería hoy) y unas poblaciones pequeñas y tranquilas, como los pueblos alpujarreños con verdadero encanto,  además de sus reverenciadas playas y vírgenes fondos marinos, claro está, o sus paisajes cinematográficos cientos de veces filmados.

Volviendo a la ciudad, debe de haber una suerte de lirismo en su descarnada fisonomía, en su eventual suciedad y desprendimiento. Esa sensación de abandono debe relajar y tranquilizar, supongo. Por más que los vientos huracanados puedan ser perpetuos en ocasiones y por más que Almería no sea una ciudad silenciosa. También debe de haber un gusto innegable por sus modestas características. Modestas y honestas, por otra parte. Aquí no se vende la moto como en otros sitios.

Hay, porque lo hay, una gran belleza en sus eternas puestas de sol.  Tanto desde la playa con las luces de la ciudad al fondo y la mole ocre de la sierra de Gádor sobre ella, y más alto aún el impoluto cielo, una bóveda perfecta. O mirando en otra dirección, con las gradas de las estribaciones montañosas de Sierra Alhamilla y los Filabres detrás ,  cuando delante sólo tienes los farallones de Cabo de Gata, a veces invisibles por la calima y la niebla, en ocasiones tan nítidos que parecen poder tocarse con la punta de los dedos.  O desde las estrechas calles de la Chanca o Pescadería, con las almenas y torreones de la Alcazaba mutando de color y  dominando la postal oriental. Ciertamente, aun a riesgo de caer en el tópico, Almería en ocasiones es mucho más africana y oriental que europea. Eso no es negativo; simplemente es así. Oriental, y volviendo a Grecia y al viaje de estudios, es la ciudad de Corfú, capital de la isla del mismo nombre, la cual a mí me pareció perfectamente Almería. En sus desconchadas calles cercanas al puerto me sentí como en casa.

Pero, desde luego, no deja de asombrarme el hecho de que la gente venga, de fuera quiero decir, a visitar la ciudad. No porque Almería no lo merezca, por supuesto, me refiero a la gran cantidad de lugares para admirar cerrados, de difícil acceso o complicada visita. ¿Qué se le ofrece al viajero, cuando ya ha subido a la Alcazaba, ha pasado si acaso por la catedral y se ha dado una vuelta al sol de la Rambla y en el ajetreo del Paseo? Pues a tapear. No queda otra. En eso sí somos punteros. En mantener limpias y presentables las calles y lugares públicos, no. En eso el turista ha de tener cuidado, en sortear mierdas de perro y manchurrones de vete a saber qué. Tampoco somos líderes en respetar el patrimonio de la ciudad y el mobiliario urbano.

Ojo, el turismo de restauración atrae a mucha gente, como el de sol y playa, y no me parece mal si eso beneficia a Almería, por supuesto. Pero me vuelvo a preguntar cómo sería esta ciudad y esta tierra si no estuviera por tres veces abandonada. Sí, tres. Tanto por la Junta de Andalucía, como por el Gobierno de España, pero también por ella misma. Almería no se aprecia ni a sí misma.