11.12.13

Tertulianos, esa plaga.

De un tiempo  (diríase en los estertores del zapaterismo, mediado 2009 y sobre todo 2010-2011)  a esta parte, hemos ido asistiendo a cómo en televisión han proliferado y proliferan como hongos programas de debate y análisis político y de actualidad donde las estrellas, lejos de ser los temas y el nivel intelectual del debate, son los tertulianos y tertulianas del mismo.

En la larga agonía del gobierno de  Rodríguez Zapatero, cadenas abiertamente contrarias a su socialismo como Intereconomía TV hicieron el agosto y vieron notablemente incrementados sus cifras de audiencia con programas donde el punto fuerte se hallaba en los debates entre tertulianos, donde se hablaba de la latente actualidad política (esa negada crisis en ciernes) se solía poner en entredicho al presidente y se trataban otros temas de a diario. Con el cambio de gobierno y el ascenso del PP al mismo, recogió el testigo de azote  y explotadora de debates otra cadena como La Sexta, claramente tendenciosa en contra del PP. En La Sexta se distinguen claramente dos etapas, la primera desde su nacimiento en 2006  hasta finales de  2011 y la segunda desde esa fecha -victoria del PP-, pues con este partido en el gobierno no ha dejado de incrementar los programas sobre actualidad política y debate (2 al día),  discurriendo apenas 4 horas entre la última tertulia y la siguiente.  Es más, por lo visto consideran escasas  esas dos de lunes a viernes y desde hace poco hay otra más los sábados por la noche. Oportunismo;  siempre se vive mejor contra el enemigo, desde luego. 

En la situación actual, con una clase política cada vez más devaluada y despreciada y con razón (corruptelas, falsedades, irresponsabilidades),  una Justicia en entredicho (y en ocasiones demasiado relacionada con aquella), una economía renqueante y  poco fiable y  un estado general de la sociedad y de la nación más que calamitoso a todos los niveles, la televisión recurre a lo fácil. Es decir, para generar opinión e informar al público,  si se quiere,  en vez de recurrir a científicos, literatos, economistas de verdad, historiadores, antropólogos, filósofos  y un largo etcétera (vamos, intelectuales con todas las reglas de la ley, quienes como siempre permanecen marginados, recluidos en sus libros, sus publicaciones y sus blogs), por ejemplo,  las cadenas televisivas no dejan de incrementar esos programitas con mesa donde una troupe de tertulianos (y tertulianas, por supuesto, pero de aquí en adelante emplearé sólo el masculino, sin ninguna razón especial) expertos en todo y sabios en nada, desgranan uno por uno los asuntos del día y/o la semana. 

Sí, expertos en todo. Todo buen tertuliano que se precie ha de saber hablar (y pontificar, en los casos de tertulianos más capaces) sobre cualquier tema: la prima de riesgo, Gibraltar, los desahucios, la banca, el capitalismo, la política exterior,  el rescate, Obama, las cuentas del rey y el papel de la monarquía, la casta política, José Bretón, Bárcenas,  la cadena perpetua, el terrorismo, los nacionalismos periféricos, Urdanga,  la doctrina Parot,   la fimosis de Franco, etc, etc. 

Podría argüirse que esto de los tertulianos y los acalorados debates en televisión no deja de ser un reflejo de uno de nuestros deportes nacionales, pues pocas cosas son más españolas que arreglar el país (y el mundo si se tercia) desde la barra de un bar con una caña o tomando un café. Pero hay una sutil diferencia. Las preocupaciones de las clases medias y bajas no son exactamente las mismas que la de estos bienpagados periodistas (y no periodistas) quienes con frecuencia dicen representar y dar voz al pueblo,  y, desde luego, a nadie que debata acaloradamente con los amigos en un bar o una cafetería se le paga por ello.

Pues los tertulianos televisivos, evidentemente, cobran por sus inestimables servicios. Informaciones fiables -digo fiables porque uno de ellos lo insinuó una vez-  hablan de 300 o 400 euros como mínimo por rato (es decir, media hora,  una hora,  a veces dos). Es un excelente negocio (e indignante para el resto de las personas), que te den tantos billetes por decir tres sandeces en un plató. Vamos, si un individuo se pasea unas 4 veces por semana por las televisiones  (además, no estoy contando las tertulias de la radio) ya tiene  1.600 euros semanales más en la cartera. Bonito, ¿eh?

Así las cosas, en los últimos dos o tres años no han dejado los tertulianos de aumentar su presencia en platós y cadenas.  Tanto que se ponen de moda denominaciones nuevas o antes muy poco usadas, como "analista político"  "de  actualidad" (Además, un tertuliano no quiere ser motejado de "tertuliano", prefiere el más elegante de "analista") .
La situación está llegando a ser agobiante pues dado el afán trabajador de ciertos individuos, es bastante posible ver a un tertuliano todos los días, o por lo menos 5 de los 7  (¡Más que a ciertos amigos y familiares!) . Es más, en ocasiones en un día su imagen puede repetírsete aunque cambies de programa y de cadena. Misma cara, mismas expresiones, misma prepotencia (a veces), misma mala educación (a veces). De verdad aburre y desasosiega, pues uno tiene la sensación de deja vú. Y más si por desgracia no se trabaja y se tiene mucho tiempo libre, como es mi caso.  Ante la enésima contemplación del experto tertuliano y de su careto conocido, últimamente opto por cambiar de cadena (siempre habrá algo mejor que un debate televisivo) o apagar la tele (siempre habrá algo mejor que ver la televisión). 

Antes, hace años, llegaba la hora de una tertulia, y se veía con verdadera gana, pues era novedoso. Ver a alguno de tus periodistas favoritos, ya fuera  por sus ideas, sus programas o sus artículos periodísticos, era un estímulo, para qué negarlo. Actualmente, ya no, tal es la saturación de tertulianos; y es más, han dejado de caerme bien hasta los que piensan como yo o parecido, pues ya los veo prepotentes, repetitivos, observándome desde una posición elevada, despectiva.

Uno entiende, en contra del parecer general de los responsables televisivos y de los espectadores (pues estos debates y programas siguen teniendo buenas audiencias) , que en un contexto de sobreinformación como el actual  de sobra conocemos las opiniones de estos preclaros periodistas  y "periodistas" pontificadores, ya sea en sus artículos periodísticos, en sus blogs, en su Facebook o en su Twitter, por ejemplo. Pues no. También han de darnos la brasa día tras día, detrás de una mesa y escupiéndole al rival y al espectador.  Hasta el final. 

En estos dos o tres años he podido hacerme medianamente experto en  reconocer y conocer detenidamente a cada uno de ellos (y a algunos ya sabía de qué pie cojeaban por leerlos en los periódicos o en webs) por lo que pueden hacerse distinciones y clases entre la variada aunque en el fondo tan parecida entre sí clase tertuliana. Así, tenemos:

- El sabelotodo: todo buen tertuliano que se precie es sabelotodo por definición, si bien pueden hacerse distingos entre los que tienen menos o más modestia,  hablan con mayor suficiencia, pontifican con aires de superioridad o tratan despectivamente al rival o rivales. Poco o nada importa que siendo sólo periodista parlamente con mucha propiedad de economía, de historia o de leyes. En esta dura y larga crisis, de entre las huestes tertulianas han surgido muchas voces de la nada que ¡oh, cielos! resulta que sabían mucho de economía, no sólo para poder sentarse en un plató, también para escribir libros, por ejemplo.  Su superioridad moral es más intensa que en el resto de tertulianos, y  su capacidad para hablar de cualquier tema debe ser tal que el titubeo o las concesiones al contrario no se contemplan. A degüello. Un excelente ejemplo es la insoportable Elisa Beni, aunque también están la chabacana Pilar Rahola, la rígida Carmen Tomás,  los ínclitos Isabel Durán  e  Ignacio Escolar ( blogger y tuitero con predicamento entre la progresía, escribe libros de economía, de historia, de novela histórica y de relatos cortos. Lo parte, el muchacho),   Rubén Amón (quien rizando el rizo también frecuenta las tertulias deportivas)   o   el  maquiavélico  Eduardo Inda (de la polémica dirección de Marca a destapar los escándalos de Urdangarin). 

- El pijoprogre: suele ser joven (aunque los hay maduros) ,  "progresista" y  decidido socialista, pero no socialista de los años 80 y 90, sino de la nueva hornada surgida al calor de Zapatero con personalidades tan destacadas como Elena Valenciano,  Leire Pajín, Óscar López , Beatriz Talegón  o  "Edu" Madina. Es decir, políticos de escasa preparación y trayectoria pero llamados a ser los próximos líderes del socialismo español. Son pijoprogres, como pijoprogres son estos maniqueos  sectarios que se dicen de izquierdas (algunos, más que socialistas, se arriman más al comunismo)  y suelen hacerse (y defender a ) los indignados, despotricar contra el "capitalismo salvaje", "la tiranía de los mercados y del neoliberalismo", "la derecha que corta las libertades"   y  decir demás coletillas de progre. Sin embargo, en los programas no se despegan de sus  Apple (ya sean caros I-phones o no menos baratos I-pads),  suelen ser bastante activos en Twitter y están a la última en todo. Pese a su pretensión de pasar por pueblo llano, no tienen remilgos en pasar por caja como tertulianos, y  tienen una pinta de  hijos de papá con colegio privado y vida fácil que se ve a la legua. El ejemplo más notable es de nuevo Ignacio Escolar; también Fernando Berlín es una buena pieza, como  Jesús Cintora,  y,   éste más talludito ya, Antonio García Ferreras.

- El liberal: se autoproclaman y van por ahí de liberales, aunque la mayoría no sepa del todo bien qué es eso. Conservadores, defienden con pocas fisuras al PP, y su labor consiste básicamente en minimizar y quitarle todo el hierro posible a las numerosas cagadas y barrabasadas de este partido en el gobierno y en el resto de España (con la clásica táctica del  "y tú más"  o " y tú también", tan habitual en los políticos de todos los signos),   así como decididos defensores de la Iglesia.  Algunos con pinta de  pijos de calle Serrano, Son peperos y como tales claros partidarios de Rajoy y de Cospedal  (con ciertos casos de lacayismo)  aunque entre el tertuliano liberal hay dos clases, uno rajoyista (y considerado por todo el mundo como moderado) y otro de ese PP anterior a 2004, es decir, de Aznar, Aguirre y otros (éstos suelen ser considerados como "el ala dura" para los progres), quienes suelen ser los más críticos con el actual presidente del Gobierno.  Liberales son sin duda Federico Quevedo, Isabel San Sebastián,  Francisco Marhuenda, Alfonso Merlos  o Isabel Durán.

- El progre: como el pijoprogre, es claramente "progresista" y socialista, pero es más maduro, más trabajado y más creíble en sus convicciones que éste. La mayoría socialistas de la vieja escuela, suelen posicionarse evidentemente del lado de las clases populares, pero a la vez son más reservados respecto a los indignados y, recalco, no suenan tan falsamente incendiarios como los pijoprogres. Aún así, pasan conveniente  y repetitivamente por caja al acabar su labor, sin reservas.  Serían tertulianos progres  Carmelo Encinas, Fernando Garea, José María Calleja o Antonio Miguel Carmona. 


- El ubicuo ("Ubicuo": Del latín  ubīque, en todas partes, dice la RAE): vamos, que está en todos los platós. Son los tertulianos más esforzados, más enérgicos y trabajadores, pues tienen sobrada capacidad para antes de la hora de comer haber aparecido unas dos o tres veces ante las cámaras en cadenas distintas (y eso, una vez más, que excluyo a la radio) y volver luego con sobradas energías a los debates de la noche. No puede negárseles una total entrega a la causa tertuliana pues se han dado casos de profesionales a las dos y pico de la madrugada (en el debate del Canal 24H de TVE) vistos de nuevo, como una rosa, a las 9 de la mañana del día siguiente en las tertulias matutinas.  Ante ejemplos de ubicuidad extrema llega uno a pensar que disponen de un colchón  en el backstage, para descansar un tiempo entre debate y debate.  Son ubicuos Francisco Marhuenda (que se debe aburrir mucho en su despacho de "La Razón") , José María Calleja, Antonio Miguel Carmona (quien, aunque no lo parezca, es  también catedrático y parlamentario autonómico en Madrid), Carmen Morodo,  Carmelo Encinas,  Eduardo Inda (de nuevo) y desde luego la persistente  Elisa Beni (quien también da lecciones en programas bochornosos como De buena ley).

- El colega: dícese del periodista que suele presumir de contactos y de agenda con vips, ya sea por su labor profesional en el Congreso o en la sede de tal partido  y/ o por sus méritos personales. Suelen soltar coletillas del estilo "conozco muy bien a Fulano y..." , o  "son muchos años con ella  y yo sé qué Mengana no hará...". Algunos se presentan como "amigos de" (como hacen ciertos periodistas deportivos) por lo que su neutralidad debería quedar en entredicho; es más, en ciertos casos han trabajado al lado de un político o un partido.  Es una vieja y polémica cuestión ésta, la de la relación entre política y periodismo. Un buen ejemplo es Esther Palomera, y también contarían y muy mucho Francisco Marhuenda (otra vez, sí)  Federico Quevedo o  Pilar Rahola.

- El de la vieja escuela: clase  en retroceso y poco abundante.  Son los más veteranos en estas lides y a quienes el desarrollo de la informática y de Internet les ha quedado algo lejos, aunque algunos han sabido adaptarse muy bien.  Son profesionales con 60 o más años que empezaron a trabajar en la transición democrática (1975-1982) o incluso antes. Por tanto conocieron otro tipo de periodismo y de televisión, ya extinta. Tal vez por ello, suelen ser los más educados y en muchos casos los que menos superiores se creen.  Aunque como digo ciertos periodistas han sabido modernizarse, otros parecen seguir siendo ese tipo con tirantes, máquina de escribir y whisky en el cajón de la mesa en la redacción. Son de la vieja escuela Raúl del Pozo, José Oneto,  Pilar Cernuda, Fernando Ónega  o Joaquín Estefanía.

- El sin papeles: un poco en relación con la anterior, aunque no necesariamente. Teóricamente, a un debate uno ha de acudir con algún tipo de soporte, de ayuda, ya sea (antes de los portátiles y tablets)  una libreta, unos folios, un libro, algo para justificar las teorías e ideas expuestas, se supone. El sin papeles va tanto sin hojas de papel como sin informática, no se sabe si porque tiene una memoria prodigiosa y recuerda todo para su excelsa exposición de argumentos, o porque a fuerza de decir tres veces al día las mismas tonterías se queda necesariamente en la cabeza.  El mejor ejemplo es José María Calleja (otro multiclase, como véis), aunque también vale Eduardo Inda, de nuevo. 

- El tablet-man: en contraposición al sin papeles. Este tipo de tertuliano, siempre a la última, es inseparable de la tablet o teléfono móvil (se puede dar el caso de un ordenador portátil, pero es demasiado aparatoso; además eso queda para el presentador) , y constantemente recurre a él para decir frases literales, obtener información extra o para justificarse o simplemente pasar de lo que está diciendo otro tertuliano: suele ser habitual la imagen de un distinguido  profesional, pasando el dedito por la pantalla del I-pad, absorto y haciendo caso omiso a la intervención del de enfrente, para luego dar lecciones de dignidad y educación. Con esto de las tablets y los móviles como carpetas se da la circunstancia de que en muchos de estos casos, los más adictos a estos nada baratos aparatos son los más (falsamente) indignados luego con los recortes del gobierno y la precaria situación de los trabajadores y la economía; para más inri, también suelen ser los más (falsamente) anticapitalistas, cuando luego no se despegan de productos claramente simbólicos de Estados Unidos y del capitalismo como Apple. Tertulianos tablets son los inefables  Nacho Escolar, Elisa Beni,  Fernando Berlín o el híbrido Antonio García Ferreras. 

- El despegado: pasota, le da igual todo. Suelen ir de neutrales y no se posicionan con nada ni nadie, critican todo y le dan estopa a cualquiera, aunque en ocasiones se ven sus simpatías y fobias, pero les gusta ir de mavericks de la vida, de ronin de los platós.  Si ya de por sí un tertuliano se cree superior moral y se considera autolegitimado, el despegado es más "molón" aún, pues no se le puede echar nada en cara. Serían ejemplos Alfonso Rojo,  Rubén Amón o Raúl del Pozo, aunque la nómina es amplia, y unos lo disimulan mejor que otros.

- El infiltrado: aquí nos referimos a esos políticos que, ya sea por defender sus ideas fuera del Parlamento,  o porque se aburren mucho en él, o porque su partido ya no le da bola  o porque quieren un suplemento en su ya de por sí generoso sueldo, descienden de vez en cuando de las alturas de su escaño y se sientan  con otros periodistas o profesionales. Creen que están dando la cara por el pueblo y por sus votantes cuando resultan tanto o más insoportables que la mayoría de tertulianos. Son infiltrados  el diputado del PSM Antonio Miguel Carmona, los independentistas Joan Tardà y Joan Ridao, el niño bonito de Izquierda Unida Alberto Garzón, los peperos Francisco Granados y Antonio Hernando,  el catalán que no catalanista Albert Rivera  o el "senador" Iñaki Anasagasti.

- El presentador:  clase híbrida ésta. Supuestamente simples presentadores del debate, en teoría su labor ha de limitarse a exponer los hechos,  controlar los tiempos, quitar y dar la palabra a los contertulios...pero no. Un presentador es también tertuliano pues a la mínima da su opinión sobre los temas y en ocasiones impone la suya. Se les ve tanto el plumero que clama al cielo cuando se presentan como neutrales. Los de los programas  de Intereconomía son un buen ejemplo, así como Jesús Cintora o Antonio García Ferreras, todo un tertuliano más. 

- El cruzado: alguien que va a defender sus ideas a territorio hostil y enemigo. Dícese del periodista (aunque casi hay más políticos) nacionalista-separatista que constantemente desprecia a España y la idea de la unidad nacional desde sus artículos/trabajo  o su labor como parlamentario/senador, pero que sin embargo no tiene reparos en acercarse a Madrid/Madrit , capital cavernaria, para dar la brasa a nivel nacional a hablar de cualquier tema, y, lo que es más importante, cobrar una vez más a costa del odioso Estado Español (aunque, bien mirado, eso debe excitarle, el de que te paguen dinero por despreciar lo que odias o dices odiar). Cruzados son Pilar Rahola, Antón Losada,  Joan Tardà, Joan Ridao o ese digno senador del PNV, Iñaki Anasagasti. 

- El esporádico: clase minoritaria, y los más admirables (tal vez sea porque tienen más principios que el resto). Periodistas que aparecen muy de vez en cuando en pantalla (en ocasiones, sólo una vez por semana), ya sea por timidez, porque consideran que ya dan su opinión en su periódico o página personal o porque simplemente no les da la gana de convertirse en un pontificador experto en todo. Dignidad, se llama. Mi admirado David Gistau, fiel todavía a sí mismo, sería un buen ejemplo (y  su amigo, el igualmente grande Manuel Jabois, no frecuenta ninguna) ; también valdrían Ignacio Camacho, Fernando Garea, Pilar Cernuda  o Arturo González.  

 - El freak: realmente inclasificable, esta clase es bastante variopinta y admite todas las tendencias y profesiones. El freak suele soltar frases contundentes, utilizar expresiones normalmente  chocantes y graciosas (y a veces ridículas) -en ocasiones chabacanas-  y en sí tienen un comportamiento cuanto menos curioso. Tenemos freaks en la ultraderecha (Eduardo García Serrano, todo un reducto del franquismo, o Pío Moa), en la derecha (Miguel Ángel Rodríguez) ,  en el catalanismo (Pilar Rahola), en la demagogia más rancia (Miguel Ángel Revilla) o en indefinibles ( el doctor Cabrera,  Massiel). 



Y nada más. Una vez expuestas las clases de tertulianos con nombres concretos incluidos (puede criticárseme y algunos se podrían sentir ofendidos, pero bastante nos ofenden ya  a todos al cobrar por decir memeces y bastante  superiores se creen ya, así que me resbala...por otra parte, no soy nadie y mi influencia y repercusión son nulas) me siento algo más liberado, más descargado de tanta presión de la  poderosa "casta tertuliana". Lo malo es que debates vamos a seguir padeciendo en televisión, y no tiene visos de que vayan a dejar de existir o por lo menos disminuir. Quizá, me gusta pensar, algún día la burbuja explote y tanto la audiencia como los responsables televisivos se cansen de tantas lecciones relamidas, por fin. O, en el caso de que llegue la ansiada refundación del sistema político y de la sociedad, también surja de las cenizas de la destrucción un nuevo modo de hacer televisión. Mucho pido, me temo. 

4.12.13

...Al fin se rindió Granada. Balance de "Isabel".

El lunes por la  noche pudimos asistir al último capítulo de la segunda temporada de  Isabel, en la 1 de TVE. Así, ya en  enero de 1492, se nos mostró la entrega de las llaves de Granada por Boabdil a los Reyes Católicos, en una emocionante y bella escena claramente inspirada (era un calco) en el célebre cuadro de Francisco Pradilla (1882) sobre la rendición de la ciudad. Tantos anhelos, tantas esperanzas en ese momento de las llaves, por fin el triunfo total llegaba después de más de 700 años de Reconquista...Granada era cristiana. 


Aunque el capítulo no acabó ahí, pues luego se versó sobre la consiguiente expulsión de los judíos, la reorganización del reino y todo lo relativo al viaje de Colón, la escena de Granada era claramente la más importante y el final rotundo de estas dos temporadas de serie, desde que comenzaran con la infancia y adolescencia de Isabel, hacia el año 1461. Pese a las dificultades económicas y las incertidumbres, el éxito (tanto en audiencia, como en crítica y en premios)  de la serie ha sido tal que en poco tiempo tendremos una nueva temporada, ya centrada en los primeros años en América, las relaciones con el Papa Borgia, la figura de  Cisneros,  los asuntos de Italia o los matrimonios de los hijos de los reyes.

Ya comenté por aquí hace tiempo la larga espera hasta ver la serie y, en su momento, no me decepcionó, acostumbrado como está uno al bajo nivel de las producciones españolas y más si son de tipo histórico (Toledo, Hispania, Eboli,  ¡ejem!). Isabel, vuelvo a repetir, se elevó y se eleva por encima de todas por su cuidada ambientación (aunque a veces abusa de los efectos digitales, notándose demasiado)  , el buen gusto,  la cierta calidad de sus diálogos, el uso de un lenguaje correcto con pocas licencias actuales,  lo notable del trabajo de un buen número de actores y actrices   y, también, porque enseña historia y divierte a quien hasta ese momento la tuviera recluida y arrinconada en los libros. Ya dije  hace más de un año, con los capítulos más exitosos,  que en una librería ví a una mujer preguntar por  "algún libro de Isabel la Católica".

Y sí, la ambientación es en general buena, con predominio de las escenas de interior sobre las de exterior, el uso de las fortalezas castellanas que aún quedan en pie y un hasta cierto punto lujoso vestuario, rico en detalles.  La música además acompaña, aunque quizá se echa en falta alguna composición de la época  y más de un villancico o un romance cantado. Los diálogos son rotundos, atrayentes y de calidad, huyendo de la chabacanería habitual, usándose como digo un lenguaje más o menos parecido al de finales del siglo XV en Castilla, pero con ciertas y lógicas licencias, para agilizar las conversaciones y hacerlas más atractivas para el espectador medio, aunque un historiador o un filólogo quedaría completamente feliz si los personajes de Isabel hablasen como se puede leer en Fernando del Pulgar, Juan del Encina, Hernando de Talavera  o en cualquiera de los muchos documentos firmados por los reyes.
También son buenas la mayor parte de las interpretaciones, destacando Fernando (Rodolfo Sancho), el marqués de Villena (Ginés García Millán, éste de la primera temporada), el arzobispo Carrillo (Pedro Casablanc) , Chacón (Ramón Madaula),  fray Hernando (Lluís Soler), el Muley Hacén (Roberto Enríquez) e incluso la propia Isabel (pese a mis reservas iniciales, me ha acabado sorprendiendo Michelle Jenner).

Por contra, siendo más frío y crítico,  la serie también tiene sus defectos.

Uno de los más notorios es la narración acelerada de los acontecimientos en ciertos pasajes de la serie, pues los años se nos muestran volando, un paso del tiempo que no se refleja adecuadamente en el envejecimiento, al menos aparente, de los personajes principales (de esto también adolecía Los Tudor). Michelle Jenner (27 años) interpreta a Isabel desde que ésta tiene 16 años, en 1467. Hasta 1492, ya una mujer de 41 años, su aspecto físico es prácticamente el mismo, con la única diferencia de cubrir su larga melena castaña, cuando realmente Isabel a esa edad debía notársele mucho el paso del tiempo, teniendo en cuenta la esperanza de vida por aquellos entonces,   y más con la vida itinerante que siempre tuvo y que también tuvo Fernando de Aragón. El actor que interpreta a éste, Rodolfo Sancho (38 años, algo que se nota muy mucho en contraposición a Jenner) también presenta prácticamente la misma apariencia siempre, y eso teniendo en cuenta que cuando se casó, en 1469, tenía sólo... ¡17 años! (era un año menor que Isabel). Eso sí, la barba que no falte. Prácticamente todos los personajes principales la lucen, aun cuando en esta época lo normal entre nobles y personalidades era ir afeitado, y el vello capilar quedaba para  el vulgo, ciertos religiosos, eremitas, o artistas. Fernando, el Gran Capitán, Colón, Chacón, Cárdenas,  Beltrán de la Cueva, etc, todos,  llevan barbita ; y en los retratos y testimonios  de la época podemos ver que no la presentaban, pero  en pantalla siempre queda más romántico. 

 En el bando contrario, los nazaríes cuentan con la enorme suerte y ventaja de vivir en la Alhambra (se abrió de nuevo después de muchos años para las cámaras) , y en cuanto a su representación -interpretaciones de los actores aparte-  es realista, pero adolece un tanto de ese filoarabismo dominante, que tiene a idealizar demasiado a los árabes y musulmanes, en la línea del romanticismo del siglo XIX.  Aunque la verdad, siempre me parecieron atractivas figuras como la del Mulay Hassan (o Muley Hacén), padre de Boabdil y antepenúltimo emir de Granada, quien eligió ser enterrado en el lugar más alto y más alejado de las personas: en el mayor pico de Sierra Nevada, que se llama así (Mulhacén) en su honor. 

Más defectos o aspectos a mejorar, y no quiero ser exhaustivo, serían también las confusas escenas de acción y el desaprovechamiento del paisaje castellano, tan rotundo en su grandeza. Desde la Cordillera Cantábrica a Sierra Morena hay extensos campos, dorados, legendarios, sencillos pero grandiosos, perfectos para ser filmados. Además, en la serie exponen como muy fácil  y casi instantáneo el viajar por ejemplo de Burgos a Toledo, de allí a Zaragoza, o a Sevilla, y de allí a Sintra, para luego llegar hasta Barcelona pasando por Segovia, cuando hay cientos y cientos de kilómetros, accidentes naturales, inclemencias del tiempo y asaltadores de caminos.  Por otra parte, al ser una serie española se notan las lógicas limitaciones de presupuesto, y tanto cuando se emplean los efectos por ordenador se nota demasiado (por ejemplo una Sevilla bastante irreal que parece sacada del  Age of Empires)  como en las luchas entre hombres, que se suelen limitar a pequeñísimos grupos, una cabalgada y dos espadazos. 

Por último, un detalle que quizá haya gente le parezca sin importancia, pero para mí si la tiene y lo he ido constatando capítulo a capítulo. En la serie, aun siendo fidedigna y correcta en mayor o menor medida en cuanto a rigor histórico, nadie dice, ni en voz alta ni en voz baja, la palabra maldita: España. No sé si por llevar la corrección política al máximo, o porque Isabel es un producto mayormente catalán, en cuanto a dirección, guionistas, producción y demás (aunque pese a ello, han sido vetados para rodar en Barcelona, tal vez por ser una serie de historia verídica de España) o por otra razón, pero se han cuidado muy mucho de que nadie lo diga.  Así, abusan del Castilla, del Aragón y de la Península. Aclaremos, los Reyes Católicos nunca se llamaron a sí mismos ni dentro de sus reinos "Reyes de España", aunque curiosamente en Europa sí se les conocia así...pero de ahí a desterrar de la serie el término, cuando era habitualmente usado entre las gentes y en los escritos, media un trecho. Vamos, con total seguridad a Fernando no le dijeron "Majestad, habéis conseguido unificar la Península" , como se vio en el capítulo. Por cierto,  cuando Cristóbal Colón llegó en 1492  al actual país de República Dominicana, llamó a la isla "La Española" (la "Hispaniola" de los piratas ingleses). Le bautizó como La Española, no La Castellana o La Peninsular


Aún así y expuesto todo lo anterior, Isabel es una estupenda serie, que acerca, divierte e instruye al público en general sobre las características y vicisitudes de una época irrepetible y crucial en la Historia de España. Una época injustamente olvidada y denostada por haber sido exaltadas sus virtudes (que las tuvo, indudablemente) y minimizadas sus sombras (que también las tuvo) por el régimen dictatorial de Franco. Pero ahora, muchos años después, vuelve a la actualidad en la mejor de las formas. Por centrarme en sus dos figuras principales, refleja muy bien, por un lado,  la personalidad mujeriega, calculadora, sagaz  y astuta de todo un Fernando II de Aragón, verdadero inspirador de "El Príncipe" de Maquiavelo, y las lógicas rencillas y tensiones que tuvo con los castellanos y con su propia mujer la reina, pues él en Castilla pintaba menos. Por otro, la figura  sufridora, virtuosa y religiosa (pero religiosa como era lo habitual) y la vez rígida y poderosa de Isabel I de Castilla. Por cierto, que en la serie se da una imagen de Isabel más suavizada e idealizada de carácter a como fue en realidad, descargando el peso de las decisiones más polémicas  (como la expulsión de los judíos, acto que es necesario entenderlo en su contexto, pues,  por ejemplo, Inglaterra la había efectuado ya en 1290, y Francia en el siglo XIV, o la Inquisición)  en figuras malvadas por antonomasia como fray Tomás de Torquemada. 

Pero, en suma, fueron dos monarcas excelsos, dos figuras irremplazables, con sus luces y sus sombras,  que con su unión (matrimonial y de reinos) y con sus acciones y decisiones cambiaron para siempre el destino de una España que salía de la Edad Media y de la Reconquista,  erigiéndola en  una de las monarquías más poderosas del mundo y expandiéndose además por un nuevo continente: las Indias (América). España, o la Monarquía Hispánica,  con Castilla, Aragón y demás reinos y posesiones, iba a cambiar el mapa de Europa y de los vips del continente no iba a salir, con altibajos,  hasta 1815. 

Larga vida a los Reyes Católicos. Y muy bien por Isabel.


 
- Lo mejor: la ambientación, el cierto rigor histórico, el buen gusto en general,   el trabajo de los actores y las actrices, los diálogos de calidad, y la enseñanza que de la Historia de España efectúa, con ciertos acontecimientos y personajes muy bien recreados.

- Lo peor: el uso chapucero del ordenador, la narración apresurada sin correspondencia con el envejecimiento de los personajes y a veces con confusión de los acontecimientos, las escenas de acción, la banda sonora rimbombante y   demasiado fuerte y solemne en ocasiones donde los momentos no lo son tanto, y la corrección política (omisión de "España").

22.10.13

Aquellos maravillosos años...que ya no volverán.

Todo ha pasado ya.  Ya se ha casado mi amigo. Un fin de semana inolvidable que me ha supuesto también un baño de nostalgia y un recuerdo insistente de lo vivido, lo pasado y lo rápido que, por desgracia, corre el tiempo.

También ha servido para reencontrarme con Murcia, esa ciudad tan especial para mí. No es que llevara tiempo sin verla pues he de pasar por ella cuando viajo de Valencia a Almería y viceversa, pero sí he podido contemplarla y sentirla mejor que otras veces. Además, pude recorrer de nuevo lugares muy significativos para mí y que hacía mucho, verdaderamente, que no veía, como mi colegio o la que fue mi casa, en mi barrio. Pero vayamos por partes.

La boda en sí fue una gran fiesta y rotunda, épica,  por muchas razones, pero también emotiva por lo importante del paso y lo significativo de esta amistad para muchos de nosotros. Como me temía, me imaginaba y sabía, pues soy muy sentimental para algunas cosas, tuve un momento de debilidad (o sinceridad, según se mire) y lloré en unos momentos de la fiesta. Eran lágrimas de felicidad por él, por el matrimonio y por la vida que se le presenta ahora, pero también eran de algo de pena por todos los momentos vividos y compartidos ( hace casi 20 años nos conocemos, mi gran amigo de la infancia y mi mejor amigo durante mucho tiempo), todo eso que ya no va a volver y lo rápido, repito, que pasa el tiempo. Para todo y para todos. 

Momentos vividos y compartidos que no son sólo exclusivos de él y yo. También extendibles al resto de la pandilla, grupo o como quiera llamarse, de los de siempre. Gran grupo de amigos de siempre, irrepetible y de quienes me fui paulatinamente alejando, por unos motivos muy concretos,  conforme fui haciendo la carrera.  Pero me pierdo de nuevo.  Esta es una entrada largamente pensada y meditada y me gustaría explicarme lo mejor posible.  Hablemos ahora de el barrio. Porque todos los de la "pandilla"  (si descartamos a las novias) son del mismo barrio.

El barrio no es otro que El Carmen, barrio con personalidad y  de los más famosos de Murcia, situado entre el río y la vía del tren. Un barrio con vida,  popular, de gente trabajadora y con familias totalmente normales, llanas; también un barrio difícil en ciertos aspectos y ciertas zonas.  A esta  populosa "pequeña ciudad" a  sólo un puente del centro,  de calles sucias y niños malhablados llegué en enero de 1995, con 9 años,  recién llegado de la provincia de  Jaén (Linares);  en él estuve hasta el verano de 2004. Casi diez años dan para mucho, entre otras cosas, no sólo para hacer buenos amigos, también para llegar a enamorarse de una ciudad. 
Mi historia de amor con Murcia no fue a primera vista, fue poco a poco (de hecho al principio odiaba su fiesta grande, el Bando, y con los años acabé vistiéndome de huertano y cantando La Parranda). Yo soy muy de Almería, la tengo siempre presente y la llevo siempre por delante, pero si hay una ciudad, si hay una tierra que haya podido rivalizar con ella en mi corazón, esa es Murcia. De hecho, como reconozco sin sonrojo, en ciertas ocasiones he llegado a sentirme más murciano que almeriense, y siempre que tengo ocasión defiendo a Murcia y a los murcianos.

Murcia y Almería, Almería y Murcia; entre ellas hay una cierta rivalidad aunque en el fondo se parezca más al hermanamiento pues son dos tierras cercanas no sólo en lo geográfico. Es llegar, ya sea en coche o en tren, al feraz valle del Segura, tan distinto de las áridas tierras circundantes, y la alegría y el regocijo van subiendo en mí. Esa calima somnolienta que se percibe a lo lejos en la huerta los días de calor (y los veranos son eternos en Murcia; también se plantea si existe el otoño allí), la frondosidad de las tierras verdes y los cientos de casitas entre el monte de la Cresta del Gallo y la urbe,  la torre de su catedral siempre dominante, siempre nítida sobre la masa de edificios, imperturbable (aunque desde hace unos pocos años ya no es la única torre alta de la ciudad), o ese ambiente inconfundible del centro, con esas calles estrechas, profundas y llenas de gente que se abren a plazas más repletas de gente aún (sensación que pude disfrutar el otro día)  son evocaciones de mi Murcia querida. 

Era cuestión de poco tiempo, pues un niño es una esponja,  que se me acabase pegando el acento, con esas terminaciones en "-ico/a" y sobre todo ese "acho" tan característico, tan  áspero y que tantos usos tiene, y del cual es tan difícil desprenderse. Unos años me costó y alguna vez se me sigue escapando. Además, unas cuantas veces me han tomado, al escucharme en otras partes de España, por un murciano, lo cual no me molesta en absoluto, si bien digo rápidamente que soy almeriense. Esto tiene relación con otra cuestión, la de lo parecido del acento almeriense y el murciano, pero ni todos los almerienses son tan murcianistas como yo ni todos los murcianos son tan almeriensistas como otros, como bien sé. 

También recorrí en soledad  el que fue mi barrio (creo que nunca ha dejado de serlo), por calles como el Paseo de Corvera, la Alameda de Capuchinos, Goya o la plaza del Pintor Pedro Flores, ese inolvidable jardín de parte de mi infancia. Contemplé, después de muchos años y a través de las vallas mi colegio entre mediados de los 90 y 1999, el colegio público Félix Rodríguez de la Fuente (para todo el barrio y media ciudad, el Félix, o dicho con acento murciano, elfelih), con ese gran patio donde cuando no había pelotas de cuero jugábamos con "pelotas" de papel de aluminio, o donde tomábamos chocolate caliente disfrazados en Carnaval. Aquí evidentemente conocí a mi amigo (ya hoy un marido hecho y derecho, lo que es la vida), además desde mi primera casa aquí se veía su balcón al otro lado de la calle,  y por esto y otras evocaciones y otros tantos recuerdos de esos años pasados y de otros amigos y compañeros, me volví a emocionar un poco. 


 El Félix (Elfelih). Aquí comenzó todo...


Al instituto, también público y fronterizo con otra zona difícil, el Mariano Baquero Goyanes (a.k.a. el Baquero) no me acerqué, pero es tanto o más importante pues allí me hice adolescente (con todo lo malo y bueno que conlleva) y conocí a otros componentes de la pandilla. 

Esta "pandilla" de la que tanto hablo ahora, estaba y está formada por chicos de este barrio de El Carmen, todos niños de familias muy normales, de casas perfectamente normales de matrimonios con dos o tres hijos, donde nunca faltó la comida en el plato ni ropa en invierno pero donde tampoco manaba el dinero a espuertas y a veces eran necesarios los equilibrios (por lo menos en la mía, al principio) , aunque casas felices al fin y al cabo.  Chicos de barrio, de enseñanza pública (y a mucha honra) y bocata en el recreo,  poco atentos a modas o caprichos y poco acostumbrados a derroches. Chicos cuyas casas se situaban por tres o cuatro calles cercanas entre sí. Chicos que compartían unos gustos parecidos, unas mismas inquietudes y el poco éxito con las chicas (y llegaron las novias; no es que llegaran tarde, pero en algunos casos se produjo a alturas que en otras personas corresponde a cuando se han tenido varias relaciones o  se llevan unos cuantos años con el novio o novia). Como en el fondo sólo nos teníamos a nosotros mismos, de ahí, entre otras cosas, radica la fuerza de la unión. Unión que se ha mantenido pese a los años y las parejas. 

Aunque no puedo decir lo mismo de mí. Un nuevo traslado por trabajo de mi padre en 2004, esta vez a Valencia, nos obligaba a dejar Murcia, con todo lo que eso significaba. Este traslado supuso un pequeño gran trauma para mí y para mi madre y quizá debiera haberlo afrontado con mayor madurez, y además haber pensado más en mis padres. Pero el caso es que un año después volvía a Murcia, esta vez solo y para hacer la carrera allí. Un capricho, verdaderamente.

Regresaba a Murcia por lo fusionado que me encontraba con la ciudad y con la tierra, pero fundamentalmente, por ellos, por los amigos.  Por esa gran unión de años, esas alegrías y esas vivencias. Necesitaba volver. 
Paradójicamente, mi retorno a la ciudad acabaría alejándome paulatinamente de esa pandilla de barrio. Vine por ellos para acabar desprendiéndome del grupo, ya fuera consciente o inconscientemente.  Al principio todo fue normal, como siempre, pero a partir del tercer año de carrera fue decisivo. ¿Las causas? No son otras que la influencia de la vida universitaria (mi descalabro traumático de 2008 es triste símbolo de esto) ,  el irme a vivir a un piso en el barrio universitario  y que con los compañeros y compañeras de la Facultad estaba disfrutando de nuevas vivencias y experiencias (y algunos de los cuales se estaban convirtiendo ya en buenos amigos, amistades que aún conservo). No es algo de lo que me arrepienta exactamente, entre otras cosas porque tampoco sirve de nada,  pero sí es algo que lamento, y mucho. Pude haberlo hecho mejor, sin duda. Tanto es así que cuando llegó la graduación en 2010, nadie del grupo del barrio estuvo allí. Tampoco les avisé, aunque les echase en falta. Pero a esas alturas no tenía ya mucho derecho a exigir o reclamar nada. 


Completé 14 años ya en Murcia, pasaron más años,   llegaron más cambios de ciudad, como mi ansiado retorno a Almería, llegaría también mi primera novia, y cada vez el contacto con ellos fue menor, muy reducido. No es que se perdiese por completo pero ya no era ni de lejos como antes. Poco a poco y tristemente me había convertido como en un extraño, ya no era ese niño, ese muchacho del Carmen. He llegado a sentir sincera pena por ello en ciertos momentos, aunque no lo demostrase demasiado.

Y llega la primavera de 2013 con el notición de que mi amigo de la infancia se me casa.  La boda y este fin de semana en Murcia  ha servido para darme cuenta de una vez, como él me dijo, "que el tiempo pasa, pero lo importante permanece". Pueden pasar muchos años, muchos traslados y alejamientos, pero los amigos de verdad siempre estarán ahí. Por más que sean amigos poco efusivos en ciertas ocasiones y poco dados a alharacas y  ostentaciones cantosas de amistad que a la gente suele gustarle (también debe decirse que muchas de estas ostentaciones suelen ser falsas o  endebles en un buen número de casos), pero ellos son así, simplemente y como debe ser.  Por otra parte, nunca me han reprochado nada  y  cuando están de verdad ahí, lo están. Porque lo sé. 

Y nada más. Entre todo eso y mi negro futuro, admito mi maltrecho estado de ánimo por si no se desprende lo suficiente de estas palabras. Todo está escrito con esos ataques de sinceridad (en una de mis contradicciones, pues lo mismo puedo ser reservado que desmesuradamente sincero) que me llevan a escribir (y me ayuda, o me ayudaba cuando escribía más) sin omitir detalles  porque siento también que debo dejar ciertas cosas por escrito, pues aunque siempre fui, o soy más de hechos (o lo era) también me tranquiliza publicar estos parrafones, aunque no me lea nadie o casi nadie o esto pase desapercibido. Eso no me importa. 

En fin. Aquellos maravillosos años...que ya no volverán. Yo, tan nostálgico, sentimental  y mi insistencia con los recuerdos, con esas evocaciones de un tiempo muchas veces idealizado. En el fondo sigo siendo (o quisiera seguir siendo) ese niño bajito y tímido que cuando no leía se pasaba las horas muertas en chándal por los concurridos jardines del barrio, o iba a casa de su buen amigo de enfrente a jugar al Atmosfear, a veces  a  merendar y  hablar de sus cosas a su habitación, aunque en esos años 90 nuestra vida fuera más fácil que la de ahora y no nos preocupásemos de la ropa, de las mujeres, del dinero o del futuro, que todavía se veía por suerte muy lejano.  También sigo siendo (o quisiera seguir siendo, por un tiempo al menos) ese adolescente tarugo en los estudios, repetidor reincidente en el instituto que era feliz compartiendo horas y días de su vida con la pandilla en ratos, risas,  viajes y fiestas...



"El tiempo pasa, pero lo importante permanece". Muchas gracias a tí, por todo. Y muchas gracias a todos, por todo.

18.9.13

Aquí estaré

Dentro de que la frecuencia de actualizaciones en el blog ha disminuido considerablemente en este último año y medio (he pasado de siete u ocho entradas por mes a una o ninguna, aunque, para asombro mío, se me sigue leyendo y se me sigue animando. Gracias, de corazón) , ya ni recuerdo la última vez que escribiera sobre temas personales, considerados éstos como tales estrictamente, sin sensaciones experimentadas, opiniones  o politiqueos de por medio.  Es más, ni siquiera mi ruptura sentimental mereció al menos un triste párrafo; no sé si esto se debió a que no quise tratar el tema (además, cada vez escribo menos) o  porque soy realmente alguien frío e insensible, como más de una vez me han dicho varias personas. No sé.

Pero el momento de esa entrada personal  ha llegado. Y como suele ser habitual, impregnada de pesimismo  y resignación.

¿El motivo? Motivos, más bien. Para empezar, en dos meses cumpliré 28 años. Una cifra bonita y una edad apetecible, se supone. 28 años, que se dice pronto. Una edad en la que antes, normalmente, un hombre había hecho casi de todo en la vida y, aunque le quedaban cosas y vivencias por experimentar y sufrir, podía considerarse un hombre hecho y derecho.  
Cierto es que en la actualidad, con las circunstancias bien conocidas por todos,  suelen ser minoría (o eso quiero creer) quienes con 28 años tienen la vida resuelta o medio resuelta, así que no me considero un caso único ni quiero mendigar lástima. Pero uno mira a su alrededor, y ¿qué ve? ¿Qué hay en los amigos y conocidos de su misma generación? 

Observo y veo: gente que va a casarse; gente que, si bien no va a casarse ya mismo, tiene el pie más próximo al altar  o  a la vida independiente  que a la puerta de la casa de sus padres; gente, por último, sin proyectos casaderos pero con un presente laboral aceptable y un futuro prometedor.  Aclaro que no envidio para nada a los dos primeros grupos, pues mi filosofía de vida es otra,  pero huelga decir que daría lo indecible por ser parte de ese tercero. 

Yo poco puedo contar. Con 28 años he hecho y hago muchas cosas de adulto (¡qué mayor!) pero en otros aspectos sigo siendo totalmente dependiente de mis padres. Básicamente sigo estando como en el instituto. Cuando rozo los 30 soy un muchacho con ciertas maneras de hombre pero tan insolvente como Oliver Twist (con la diferencia de que yo sí tengo padres y comida y ropa todos los días).
¿Qué puedo contar de mi vida desde que cumpliera los 18, aparte de muchas borracheras, mucho derroche en fiestas, alguna temeridad que casi me manda al otro barrio,  unos estudios a trancas y barrancas que de momento sirven de poco, una ex-novia y unos pocos de ligues? Nada de nada. Sigo teniendo que alargar la mano para que el siempre disponible banco paterno me suministre los euros necesarios para hacer esas cosas de adulto. Con la imprudencia de los 19 y 20 años me daba igual poner el cazo porque sólo pensaba en una cosa, pero cada vez el ejercicio se hace más penoso. Uno tiene dignidad, aunque ahora esté perdida. 

Por otra parte, estos 27 años largos tan endebles denotan que sigo siendo inmaduro, desde luego. Para quitarle hierro al asunto, una amiga  suele decir "síndrome de Peter Pan", y mucha razón tiene. Cuando dejaré de serlo, es una incógnita. Quise romper con una persona que me quería de verdad, tal y como yo era y me daba estabilidad además de intentar enderezarme; pero como la relación estaba lastrada por la monotonía y la tranquilidad, se estaba encaminando hacia la vida en común y yo sigo siendo básicamente inmaduro e inquieto, todo se fue al garete. 

Mi experiencia laboral nula y que no tiene visos de mejorar es otro de mis lastres. Tan cierto es que las cosas están difíciles para todo y para todos, como que no hice una carrera precisamente pródiga en trabajo, pero también es verdad, vago  y regalón  de mí, que tampoco he hecho lo imposible por trabajar en lo que fuera (no he querido intentarlo de camarero, por poner un ejemplo).
En el fondo, mis padres, mis heroicos padres,  tienen parte de culpa por mimarme a su modo y permitirme tanto. Pero esto tiene que cambiar. Me sigo sorprendiendo por que mi familia me siga aguantando y protegiéndome de esa manera, y nunca se lo agradeceré y gratificaré lo suficiente,  pero esto tiene que cambiar, repito.  Y si al extranjero hay que irse, se irá, aunque hasta ahora tampoco he tenido cojones. 

Tal vez, si, una vez en gran parte por mi culpa, mi vida no fuera tan itinerante, podría contar algo más. Desde 2003  he vivido sucesivamente en Murcia, Valencia, Murcia de nuevo, vuelta a Valencia, Almería y ahora otra vez en Valencia. Y no precisamente viajes de trabajo. Al menos, tal ajetreo digno de Carlos V, lejos de convertirme en alguien solitario (aún más de lo que ya soy) me ha dado la feliz circunstancia de regalarme un pequeño grupo de amigos  de unas  ocho  personas; ellos -y ellas- saben quiénes son. Un grupo de lo más variopinto, que lo mismo contiene gente conocida desde hace muchos años que otras muy recientes y no por ello menos importantes. Gente que me soporta y aguanta, con mis defectos e inconvenientes, y que ahí están. Siempre he sido de pocos amigos, no porque considerase que no hay mucha gente digna de mi amistad, sino porque pienso que, a cuanta más gente haga  amiga mía, más desatendidas voy dejando a las demás personas. Así soy yo. 

Toda esta situación de seguir contando con un fiel grupillo me vuelve a reconciliar de nuevo con las personas, pues con casi 28 años ya he pasado por varias situaciones y tengo canas no sólo en el pelo. Y las "gracias"  que les dé a mi gente siempre serán pocas. 

Ellos y ellas hacen más llevadera esta travesía del desierto. En la niñez tardía y la adolescencia, uno vivía con la ilusión, con la certeza,  de que los mejores años iban a ser los 24, los 25, los 27...donde uno se iba a hacer mayor de verdad, iba a trabajar ganándose la vida  e iba a vivir innumerables experiencias. Pasada esa época con más pena que gloria, ahora paso el día a día con la idea , no sé si para consolarme a mí mismo o porque ha de ser así realmente, de que será a partir de los 31 años cuando llegue la mejor época de la vida, y que los 35  y  los 40 han de contemplarse como unos segundos 27, o algo así. 

Por tanto, soy pesimista y realista pero a la vez no pierdo la ilusión pues aún soy joven y me queda mucha vida por delante. De este último año, al menos he sacado en claro que tengo realmente vocación de profesor de secundaria y que podría ser feliz y sentirme realizado en un instituto enseñando Sociales. E  Historia, mi pasión. A por ello, pues.

Hay una canción grandiosa de un grupo irrepetible por desgracia desmantelado hace tiempo. Se trata de "Aquí estaré", de Avalanch.  Aunque la canción versa sobre las consecuencias de emprender una vida basada en la música, buena parte de la letra puede aplicarse a mí y a mi situación de largos años ya, especialmente en el estribillo:


"Me vaya mal o vaya bien
siempre sabrás que aquí estaré.
Aquí estaré"...



 Pues eso. Aquí estoy. Aquí estaré. No sé ni cómo, ni en qué circunstancias, ni dónde, pero estaré. 

13.6.13

La playa de mi vida






Sí, vuelvo a escribir sobre El Zapillo, unos tres años después de aquella entrada (y además vuelvo a incluir la misma fotografía). Aunque éste haya estado planeando siempre sobre este blog, como un águila lista e insistente.

Realmente es un tema muy presente en cualquier momento, y más ahora en el preludio del verano, pero no miento si digo que me acuerdo de él todo el año, y suelo frecuentarlo, por más que este barrio tenga dos caras, una veraniega y otra invernal. Además, el desarrollo de la universidad en Almería lo ha cambiado pues, repoblado por estudiantes y alternativos, ya no es ese lugar tan tétrico los meses de invierno.

El Zapillo es ese apartado barrio de pescadores de la ciudad de Almería, con unos límites muy concretos: entre Las Almadrabillas-San Miguel y La Térmica, y al sur de la más señorial Ciudad Jardín; una zona donde hasta hace apenas 40 años las calles eran de tierra, las boqueras con aguas fecales estaban descubiertas y las casas se enfrentaban sin ninguna contención a la furia del mar (y del viento, el implacable viento almeriense) ; aquí, por muy lejos que estuviera el resto del año,  he pasado los veranos desde siempre, en la casa de mis abuelos.

Uno, después de tantos años, experimenta ciertas sensaciones con sólo evocar su nombre:


El Zapillo es una pala, un  castillo de arena en la orilla y un temeroso baño con manguitos.

El Zapillo es el murmullo humano fundido con el ruido de los juegos  y la espuma de las olas del mar.

El Zapillo es el picor del agua salada en tus córneas cuando abres los ojos sumergido en ella. 

El Zapillo es el pincho para coger pulpos de mi padre; las ventosas pegándose al brazo,  y luego  los pulpos pendiendo, con la blanda cabeza puesta del revés.  

El Zapillo es una balsa de aceite las largas y reposadas tardes de agosto. Una tenue postal de quietud marina. 

El Zapillo es Amparito Roca minutos antes de la explosión de pólvora, ruido y humo denso y el río de gente corriendo bajo esa nube, en la “traca final” de la feria de agosto.

El Zapillo es el inconfundible olor del cigarrillo de mi madre mezclado con el de crema solar, algas  y  salitre.

El Zapillo es la silla de mi abuela, sus trabajosos andares por la arena y la orilla, sus baños y su risa contagiosa, tan imperecedera como su recuerdo.

El Zapillo es el reflejo de los coloridos fuegos artificiales pintando el calmado mar negro, en los castillos las noches de feria.

El Zapillo es un helado sentado en el poyete del paseo marítimo, en compañía de mi abuelo, fundamentalmente, aunque se trataba de veladas familiares.

El Zapillo es un sabroso melocotón de agosto, carnoso y maduro, en la bulliciosa merienda de la niñez.

El Zapillo es un cubo con cangrejos, pulpos o palometas, pescadas éstas con la “innovadora” técnica de la garrafa de agua llena de tierra y trozos de pan.

El Zapillo es una púa desde alguna de las rocas de los resbaladizos espigones que jalonan su playa.

El Zapillo son cabezazos  a  una pelota de plástico y paradas espectaculares en la orilla con mi hermano y mi primo. 

El Zapillo es caricias y besos con sabor a sal en ese verano del amor que, tristemente, ya es sólo un recuerdo. Un recuerdo precioso, sí, pero que parece habérselo llevado la resaca del mar.

El Zapillo es conversaciones y jolgorio en torno a una fogata familiar, de las de carne a la brasa, tortilla de patatas y sandía enfriada en la orilla. 

El Zapillo es el viento demencial de poniente, frío e insistente, azorando de forma inclemente la casa, aunque también es un revolcón en la orilla, en pelea desigual contra las olas.

El Zapillo,  últimamente, también  es  tardes de risas, charlas , paseos y palas con una amistad tan inesperada como querida.  

El Zapillo es el aroma a fritanga de marisco subiendo entre las desconchadas torres de cemento. 

El Zapillo es dormirte con el arrullo del mar y despertarte con él, como si hubieras salido de las aguas, cual ser mitológico o si fueras un náufrago.

El Zapillo es...

Todo esto y mucho más es El Zapillo. Siempre me vuelvo a preguntar una y otra vez qué es lo que tiene, qué hay en él para que sigamos prendados mi familia y yo. Porque, justo es decirlo, arquitectónicamente es un barrio feo y descuidado, lo parte en dos una ancha y ruidosa carretera, las calles son tremendamente sucias y la droga, la prostitución y la miseria están a la vuelta de la esquina, o quizás más cerca. Su playa dista mucho de estar limpia (creo que no conozco otra arena más sucia), la carne de cañón de ciertos barrios suele dejarse caer por allí y el agua no siempre es cristalina, pero, en definitiva, pocas cosas siguen mereciendo más la pena que un chapuzón en este mar tan antiguo y transitado. Y pocas cosas me serenan y alegran más.

Tal vez sea porque no he conocido apenas otro lugar de veraneo desde el comienzo de mi existencia. Porque nunca hemos tenido otra cosa, como a veces supongo ocurre con toda la gente que viene y sigue viniendo desde hace tantos años; aunque también creo, como le pasa a mi familia, que todos esos veraneantes regresan porque realmente les gusta El Zapillo.

Si lo seguiré teniendo tan presente que, la última vez que volví a ese rincón de la foto, allí donde siempre hemos bajado, tuve un momento de debilidad y me emocioné, pues era consciente no sólo de que ese tiempo y esos momentos ya no van a volver, pero tampoco vamos a regresar allí, al menos en bastante tiempo.

Para mí, y siento hablar tanto en primera persona, una de las cosas que no cambio por nada en el mundo es adentrarme poco a poco, en esas calmadas y limpias aguas un atardecer de agosto, mientras tienes a la vista el faro del puerto, las primeras luces de Aguadulce y Roquetas  y la mole de la sierra de Gádor, con el sol en preciosa retirada. Te sumerges hasta tocar la arena y sales de nuevo a la superficie, y es cuando contemplas el reposo de la playa, aún con gente que se resiste a volver a casa; detrás, dominando las palmeras,  las altas y oxidadas torres repletas de balcones y ventanas con reflejos de los últimos rayos de sol. La suave brisa y el olor a mar, a Mediterráneo, hacen el resto. La sensación de paz y tranquilidad, indescriptible.

Es la playa de mi vida.


6.5.13

El sucio y extraño encanto de Almería

Enésima entrada sobre Almería.
Realmente llevo ya unas cuantas,por no decir bastantes entradas  sobre ella. Temo repetirme, para lamento de los lectores de este blog, quienes, al cabo de tres años ya,  sean muchos, pocos o ninguno, pueden tomarme por un monotemático. 
Porque, además, se trata de otra combinación de amor y odio, de ilusión y desencanto, de buena fe y de mala leche, hacia y sobre ella.  

Pero me sentía con la necesidad de escribir de nuevo sobre mi tierra, especialmente a raíz de mis últimos paseos y descubrimientos. O re-descubrimientos.
En su momento comparé a Almería con Nápoles, salvando unas cuantas distancias. Pero, cuando hace unas semanas subí por primera vez al cerro de San Cristóbal, esta vez la ciudad se me antojó con mucha más fuerza Atenas, un caso que conozco de primera mano; pues no he estado en la urbe italiana pero sí en la capital de Grecia.

Bien, pues cuando contemplé Almería encaramado a  esas modestas alturas, tuve una sensación parecida a la panorámica desde la roca de la Acrópolis, en aquel viaje de estudios de 2010. Salvando ciertas distancias de nuevo (pues Atenas ronda en total los 4 millones de habitantes mientras que Almería no supera aún los 200.000, y el patrimonio de la capital griega, aunque maltrecho, es muy superior al almeriense) las impresiones eran las mismas:

Abajo estaba la misma ciudad sucia, ruidosa, caótica y canalla, hecha a jirones,  expandida rápidamente y de mala manera y donde a duras penas pueden distinguirse los escasos vestigios del pasado. Las mismas torres de hormigón blancas y de otros colores plantadas al lado de edificios mucho más antiguos, aquí y allá, salidas como de repente. 

Abajo estaba el mismo mar mítico, tan frecuentado desde hace  tres mil años, con esa brisa que contiene ecos de civilizaciones antiguas y ese azul tan particular. El mar está mucho más cercano en Almería que en Atenas -además el puerto es otra ciudad, la vieja El Pireo- pero las sensaciones son comparables.

A lo lejos, tras dejar con la vista el interminable blanco de los edificios (Atenas tiene un buen tamaño, pero en Almería, siendo pequeña,  el color se prolonga por  los invernaderos), las montañas, tan parecidas en ambos casos, por más que aquí sean mucho más ocres y desnudas, pero las cuales en las dos ciudades las rodean por todos lados. Y la nubecilla de tierra flotando en la atmósfera, pesada y ventosa. 


Una parte de Almería desde el cerro de San Cristóbal.


Atenas desde la Acrópolis. El monte Licabeto al fondo.

 
Seguramente más de uno me tome por exagerado al comparar dos ciudades en principio tan distintas como Almería y Atenas, pero yo les encuentro ciertas similitudes, inquietantes algunas. La capital griega, además, es una  metrópoli de casi 4 millones de habitantes, sí. Pero algunos de sus barrios más populares y bohemios, caso de Plaka, Monastiraki o Anafiótika, te pueden transportar a un pueblo, con sus casitas blancas e irregulares y otras de tejados rojos. Son como pequeños pueblos dentro de una gran capital. En el caso de Almería, quien se dé un paseo por la no del todo bien conocida Almedina de la ciudad, a los mismos pies de la Alcazaba, puede llevarse una sorpresa pues se encontrará un barrio de preciosas, estrechas y complicadas calles de inspiración musulmana con construcciones que para nada desentonan con el entorno (al contrario que las de otras partes de Almería) . 

  
Llevaba ya tiempo deseoso de subir a este cerro de San Cristóbal, pese a que los alrededores sean poco halagüeños (me acordé de Gerald Brenan, cuando se acercó en los años 20 y había más miseria aún), pero la panorámica merece de verdad la pena. La contemplada desde la Alcazaba es también apreciable, pero está mucho más vista y desde luego desde la fortaleza árabe se pierden algunos matices que sí se notan desde este mirador a los pies de la estatua blanca de Cristo.

Siempre que subo, ya sea a la Alcazaba o a San Cristóbal, me maravillo por las estupendas imágenes y por la panorámica, pero a la vez me invade la tristeza y el pesimismo. Y me hago preguntas. Por ejemplo, cómo sería esta ciudad si en las décadas de 1950, 1960 y 1970 no se hubieran dedicado a plantar torreones por doquier del peor estilo funcional, me pregunto. Por poner un ejemplo, la catedral es pequeña (y además apenas tiene torre, pero esto se debe a que cuando se construyó, no era recomendable levantarlas por el acoso de los piratas berberiscos, quienes desde el mar podían ver dónde se encontraban las iglesias)  pero más insignificante parece aún al tener varios horribles bloques de viviendas a un solo palmo de sus achacosos pero firmes muros.

Me pregunto también cómo sería esta ciudad si de verdad se tuviera conciencia del buen patrimonio existente. No sé si se debe al crónico complejo histórico (estar situada tan cerca de ciudades extraordinarias como Granada se nota, y mucho), al simple desinterés, a la desgana o porque de verdad aún no se ha concienciado a la gente. ¿Cómo se explica si no, el hecho de la existencia de edificios y monumentos  poco publicitados cuando no directamente cerrados de forma indefinida más de una década? ¿Cuántas ciudades cuentan con una estación de tren de notables formas y estilo francés con más telarañas que el castillo de Drácula y ni siquiera iluminada? ¿O un cargadero de mineral que “ya quisieran para sí muchas ciudades inglesas”? (Le escuché ésto a un profesor). Por no hablar de la Alcazaba, la mayor fortaleza musulmana de la Península Ibérica; no en vano ahí está el dicho “Alcazaba tenía Almería cuando Granada era sólo alquería”. O de su catedral-fortaleza, ejemplar único , si bien, aunque pequeña y modesta, no merece tener sus recios muros pintarrajeados desde hace años y no precisamente por piratas berberiscos, sino por gentuza de la ciudad. Tampoco creo que haya muchas ciudades en las que el edificio de siempre, de mediados del XIX, de su Ayuntamiento lleve cerrado y en estado lamentable años y años, con fragancia a orines, mientras el alcalde parezca feliz en el emplazamiento provisional, el cual tiene pinta de ser ya definitivo. Eso sí, a llenar la maltrecha Plaza Vieja de gastrobares y restaurantes para puretas y pijos. Eso sí importa.

Me pregunto cómo sería esta ciudad y dónde llegaría si no estuviera siempre tan sucia y degradada. Ya lo dije también una vez, de acuerdo. Pero se me cae el alma a los pies sin remedio. España es un país sucio, sí. O por lo menos buena parte de él. Pero no son de recibo las calles llenas de desperdicios e inmundicias, los destrozos aquí y allá y la sensación de abandono general.

Aunque es curioso, pues por una parte odio y me entristece que Almería sea tan sucia y degradada, pero por otra, diríase que me gusta regodearme en esa sensación de abandono y falta de pulcritud, como si en el fondo la amase tanto que lo hago con todas las consecuencias. O porque verdaderamente mi tierra ha sido siempre así, es así y será así, como todas las viejas ciudades mediterráneas. Si fuese una urbe al estilo de las de Suiza, por ejemplo, ni sería Almería ni sería mediterránea. Como todos sabemos, la cultura mediterránea tiene tantos aspectos maravillosos como otros no tanto; pero eso forma parte del paquete.

Con todo, la cuestión de lo remota que sigue estando Almería del resto de España y el “oasis de tranquilidad” que en el fondo es aún no es un aspecto típicamente mediterráneo. En este caso es particular de mi provincia, y dura, más que años, siglos. Pero, sinceramente y por más que me duela este tema, en el fondo prefiero que siga más o menos así; puestos a que nos degraden las costas y espacios naturales, ya lo hacemos los propios almerienses. Y puestos a que nos invadan legiones de madrileños y extranjeros, mejor seguir teniendo las playas poco frecuentadas (aunque esto cada vez sea menos habitual, todo sea dicho) y ciertos rincones sin trillar. 

Aún así,  Almería tiene un extraño encanto. No sólo lo digo yo, al fin y al cabo hijo orgulloso de ella,  o parte de mis paisanos. Deben decirlo, o al menos pensarlo, todos aquellos turistas llegados desde hace más de 50 años, los que han repetido y los que han venido aquí por su propia voluntad, buscando su clima benigno, su sol generoso y sus limpias aguas mediterráneas. O simplemente  tranquilidad, al ser Almería y su provincia un lugar relativamente aislado, con un aeropuerto pequeño y de poco tráfico, una deficiente comunicación por vía férrea (el escritor "Azorín" consideraba el avance del tren como signo claro de progreso. Prefiero no pensar qué diría de Almería hoy) y unas poblaciones pequeñas y tranquilas, como los pueblos alpujarreños con verdadero encanto,  además de sus reverenciadas playas y vírgenes fondos marinos, claro está, o sus paisajes cinematográficos cientos de veces filmados.

Volviendo a la ciudad, debe de haber una suerte de lirismo en su descarnada fisonomía, en su eventual suciedad y desprendimiento. Esa sensación de abandono debe relajar y tranquilizar, supongo. Por más que los vientos huracanados puedan ser perpetuos en ocasiones y por más que Almería no sea una ciudad silenciosa. También debe de haber un gusto innegable por sus modestas características. Modestas y honestas, por otra parte. Aquí no se vende la moto como en otros sitios.

Hay, porque lo hay, una gran belleza en sus eternas puestas de sol.  Tanto desde la playa con las luces de la ciudad al fondo y la mole ocre de la sierra de Gádor sobre ella, y más alto aún el impoluto cielo, una bóveda perfecta. O mirando en otra dirección, con las gradas de las estribaciones montañosas de Sierra Alhamilla y los Filabres detrás ,  cuando delante sólo tienes los farallones de Cabo de Gata, a veces invisibles por la calima y la niebla, en ocasiones tan nítidos que parecen poder tocarse con la punta de los dedos.  O desde las estrechas calles de la Chanca o Pescadería, con las almenas y torreones de la Alcazaba mutando de color y  dominando la postal oriental. Ciertamente, aun a riesgo de caer en el tópico, Almería en ocasiones es mucho más africana y oriental que europea. Eso no es negativo; simplemente es así. Oriental, y volviendo a Grecia y al viaje de estudios, es la ciudad de Corfú, capital de la isla del mismo nombre, la cual a mí me pareció perfectamente Almería. En sus desconchadas calles cercanas al puerto me sentí como en casa.

Pero, desde luego, no deja de asombrarme el hecho de que la gente venga, de fuera quiero decir, a visitar la ciudad. No porque Almería no lo merezca, por supuesto, me refiero a la gran cantidad de lugares para admirar cerrados, de difícil acceso o complicada visita. ¿Qué se le ofrece al viajero, cuando ya ha subido a la Alcazaba, ha pasado si acaso por la catedral y se ha dado una vuelta al sol de la Rambla y en el ajetreo del Paseo? Pues a tapear. No queda otra. En eso sí somos punteros. En mantener limpias y presentables las calles y lugares públicos, no. En eso el turista ha de tener cuidado, en sortear mierdas de perro y manchurrones de vete a saber qué. Tampoco somos líderes en respetar el patrimonio de la ciudad y el mobiliario urbano.

Ojo, el turismo de restauración atrae a mucha gente, como el de sol y playa, y no me parece mal si eso beneficia a Almería, por supuesto. Pero me vuelvo a preguntar cómo sería esta ciudad y esta tierra si no estuviera por tres veces abandonada. Sí, tres. Tanto por la Junta de Andalucía, como por el Gobierno de España, pero también por ella misma. Almería no se aprecia ni a sí misma.

17.4.13

Cine: diez grandes momentos

Una nueva entrada de listas, aunque esta vez de mi propia cosecha y de cine.  Ahora se trata de diez escenas, de diez grandes momentos cinematográficos, ésos que suponen un estremecimiento, algo inolvidable y que permanece hasta mucho después de verlo. Como se dice vulgarmente, poner los pelos como escarpias. Prácticamente todas son de mis películas favoritas y un cierto número pertenecen a finales. Además, he apartado voluntariamente y en lo posible tanto las grandes escenas archiconocidas de películas tipo El Padrino Casablanca, por estar mucho más manidas, como aquellas en las que el diálogo predomina sobre la imagen. Probablemente me deje más de uno y más de dos momentazos, pero la tarea no es fácil, la verdad. 


1- Los ojos azules de Henry Fonda.

Esta escena pertenece a ésas vistas de niño, pero que, revisionadas años después se revelan como auténticos momentazos imborrables . En este caso, se trata de la llegada de Frank (Henry Fonda)  a  Sweet Water, el rancho del  irlandés McBain. Estamos hablando de C'era una volta il west  / Once upon a time in the west (1968) , una de tantas obras maestras del irrepetible e inimitable  Sergio Leone, traducida en España , en vez del lógico  "Érase una vez en el Oeste", con el dramático título de Hasta que llegó su hora. Para muchos el mejor western de todos los tiempos, es sin duda una obra muy personal y aunque es larga, lenta, densa y con poca acción, tiene un buen puñado de escenas antológicas e inolvidables, como los largos títulos de crédito iniciales (10 minutos) en la estación de La Calahorra  o la explicación de por qué el personaje de Charles Bronson toca la armónica. Todo ello acompañado y ayudado por los paisajes de Utah, de Almería y de Granada y de la mítica música del siempre mítico Ennio Morricone.  La película merece por sí sola una entrada, pero ahora me centraré en uno de sus grandes momentos.

Leone  ambientó el rancho en un punto entre Gérgal y Tabernas, poco resguardado de chicharras, matojos e implacables sol y viento almerienses. En él caza una especie de pájaros McBain junto a su hijo. Luego acude a la mesa delante de la casa, donde su hija prepara la comida de gala para recibir a su nueva mujer (Claudia Cardinale). Regaña a otro de sus hijos (tiene tres) por llegar tarde a recoger a su madrastra.  De repente las chicharras dejan de escucharse, las aves huyen asustadas mientras nos martillean  unos contundentes disparos  y van cayendo, uno a uno y rápidamente, McBain y todos sus hijos, tan pelirrojos como él. Pero el momento cumbre es cuando el hijo menor, Timmy,  hasta entonces en la casa, sale afuera al escuchar el estruendo...entonces, mediante unos magistrales movimientos de cámara, asistimos primero a cómo -desde los ojos del niño- saldríamos corriendo de la casa y veríamos el panorama, y luego al lento acercamiento de Frank y sus secuaces a la puerta del rancho. Andando poco a poco, saliendo de los matorrales, con sus guardapolvos moviéndose al sucio viento, mientras suenan los acordes de guitarra metálica de  Morricone. Luego vemos los ojos extraordinariamente azules de Frank  (Fonda, hasta entonces un habitual en los papeles de "bueno", nunca fue tan malvado), que se muestran fríos e implacables ante el pobre niño, quien no espera piedad ante la falsa sonrisa del asaltante. Interpelado por uno de sus hombres sobre qué harán con el pequeño, sólo escupe de mala gana y murmura "Ya que has pronunciado mi nombre..."  sacando el arma.  Suenan unas campanas de muerte y el pistolón de Frank aniquila a Timmy.  Muy, muy  pocas escenas me han marcado más, la verdad.


2- Arturo volverá...

El rey Arturo, Ginebra, Excalibur, Perceval, Merlín, Camelot, Morgana, Gallahad, Lancelot, el Grial...la leyenda artúrica me ha fascinado y hasta obsesionado desde pequeño, y no sé si se debe a  Merlín el Encantador (Disney), a alguna lectura, o  a  Excalibur, o quizá  a todo junto. Excalibur (1981), de John Boorman, ha sido considerada casi unánimemente desde siempre como la adaptación cinematográfica más fiel al mito artúrico, y la vez una de las más personales.  Verdaderamente ya el comienzo de la película del director británico es impresionante, cuando  lo poderoso de las imágenes se une a la música de Richard Wagner, metiéndote de lleno en The Dark Ages, es decir, cuando de Inglaterra se fueron los romanos , desembarcaron los bárbaros y comenzó el tránsito a la Edad Media.  Boorman se basó principalmente en La muerte de Arturo de Mallory (1485)  para su obra, aunque eliminó prácticamente el significado cristiano del Grial y de casi toda la película, quizá para darle un tono más céltico-pagano-legendario en vez de literario o histórico.  Eso, unido a las relucientes armaduras renacentistas, los paisajes de Irlanda, algunos detalles  horteras ochenteros y la música de Wagner y Orff  (el famoso Carmina Burana) hacen de Excalibur una película difícil de olvidar, por lo menos para mí. Tiene varios "momentos cumbre", pero la gloria definitiva está reservada en su grandioso final.

En la última batalla y ante un atardecer rojo como la sangre, Arturo consigue matar a su hijo  Mordred (fruto de un hechizado incesto con su hermana Morgana), pero queda herido de muerte. Ya sólo acompañado del fiel Perceval, y para asegurar el futuro de los hombres, ordena a aquel que tire su espada Excalibur  a las aguas, devolviéndosela a la Dama del Lago. Perceval duda una vez y regresa junto a Arturo, y tras la insistencia moribunda de éste,  desciende de nuevo al lago y la arroja por fin, saliendo y desapareciendo mágica y decisivamente la mano de la dama mientras suena la contundente música de Wagner (El funeral de Sigfrido). Cuando Perceval regresa junto  a donde está Arturo, éste ya no se encuentra allí. Grita desesperadamente su nombre, y al fin lo ve, a bordo de un navío y acompañado de las reinas hadas, rumbo a Avalon. Según la leyenda, allí sería curado y estaría en guardia para cuando Inglaterra necesitara su ayuda...Arturo parte a la "isla de las manzanas" en un nuevo amanecer; de hecho lo último que vemos es el barco inundado por el sol. Imágenes y música, contundentes por igual en un grandioso final que forma parte de ese cine que ya no se hace y que estremece de una forma indescriptible el cuello.



3- "Habéis sangrado con Wallace...sangrad ahora conmigo".

  No puedo resistirme a no poner otra vez este momentazo de esta mítica película. Como ya hablé largo y tendido sobre ella en dos entradas, únicamente copiaré y pegaré lo de su final, cuando ya han ejecutado a William Wallace y todo parece haber terminado. Pero no, porque una voz en off nos dice lo que efectivamente se hizo con el cuerpo del héroe y los acontecimientos posteriores. Luego vemos otro campo de batalla, donde en teoría el rey de Escocia iba a rendir pleitesía al inglés.  Estamos en Bannockburn, en junio de 1314. 

Requerido por un repelente noble escocés, quien le apremia a acabar de una vez con la ceremonia, Robert titubea, mirando de reojo a sus súdbitos, y se detiene. Lleva en el antebrazo el viejo pañuelo de Murron del que Wallace nunca se separó. Lo saca y manosea, como intentando leer algo. Había admirado al Guardián de Escocia hasta el final, y se había odiado a sí mismo por traicionarlo.  Una vez liberado de la influencia de su pragmático y leproso padre, parece comprender, por fin. Y se arma del valor y de la convicción que hasta entonces le faltaban.   Vuelve a  mirar a  las huestes de Wallace. Desharrapados, maltrechos, pero dignos. Están Stephen el Irlandés, y Hamish, el leal y recio amigo de William, e incluso el padre de Murron. Ahí están, expectantes, con poco ánimo de rendición, observándolo de reojo.   Mientras, suena una flauta en el viento (
Sons of Scotland) y unos tambores lejanos,  pero Robert se marcha con su caballo, en compañía de ese noble.  Vacila de nuevo,  se detiene, dice "alto"  y se vuelve hacia sus mesnadas, contemplándolas, y les ordena con voz trémula, como suplicando:

-"Habéis sangrado con Wallace...sangrad ahora conmigo".
 

Hamish aún conserva la gigantesca espada de su amigo y, eufórico,   la arroja con fuerza hacia el campo de batalla, recordándole una vez más. Ésta se clava decididamente en la tierra, mientras las gaitas suenan de forma atronadora.  los guerreros gritan "WALLACE, WALLACE" y Robert desenfunda su espada, poniendo los ojos en blanco, inyectándolos hacia el enemigo, y por su parte los escoceses cargan corriendo, una vez más, dispuestos a todo, ante el asombro de los petulantes ingleses. Una nueva voz en off, pero esta vez es la del propio Wallace:

-"En el año de Nuestro Señor, 1314, patriotas de Escocia, hambrientos y en inferioridad, cargaron sobre los campos de Bannockburn. Lucharon como poetas guerreros...lucharon como escoceses...y ganaron su libertad". 

(...)

Ante este soberbio, impresionante y vibrante final, no cabe añadir nada más. Se me sigue erizando el cuello cuando lo veo y cuando escucho  el certero discurso de Bruce y la evocadora narración de Wallace/Gibson desde el más allá, y me sigue emocionando como desde la primera vez. Sí, en la historia del cine hay muchos finales, y algunos extraordinarios; comparados con éste, habrá finales más trágicos, más felices, más románticos, más profundos, más lacrimógenos, más aleccionadores...pero no hay finales como éste, donde te vuelves a sentir como entre los guerreros escoceses de  Sir William Wallace, y por quien te dan ganas de levantarte del sillón y correr contra el enemigo, a luchar por todo; por tu amor, por tu familia, por tus amigos, por tu tierra, por tus ideales y convicciones, por tu vida, por tu libertad


4-¡Indio, tú ya conoces el juego! ”

De nuevo una película de Sergio Leone. En este caso se trata de La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), la segunda de la llamada “Trilogía del dólar”, es decir, entre Por un puñado de dólares (1964) y El bueno, el feo y el malo (1966) . Siendo ésta última la que me inclinó en el gusto por el spaghetti western, con los años he ido apreciando incluso más La muerte tenía un precio, no sé si por sus historias tan tormentosas , el atractivo de sus actores (Lee Van Cleef aquí es un personaje más benévolo y a la vez desgraciado, y siempre he tenido debilidad por Gian María Volontè) o la calidad de su banda sonora (Ennio Morricone siempre es una garantía, pero aquí se vuelve a salir). Y por supuesto, de sus decorados y escenarios de Almería, toda una constante de Leone y del spaghetti western.

En el duelo final de esta película, el coronel Mortimer (Van Cleef) quien se ha aliado con “El Manco” (Clint Eastwood) para dar caza al bandido “El Indio” (Volontè) logra cercar a éste en un pequeño poblacho. Realmente Mortimer tiene cuentas más personales con el bandido porque “El Indio” provocó el suicidio de su hija al violarla después de matar al marido de ésta.
Despachados los demás secuaces de la banda y acorralado “El Indio” en una pequeña plazuela redonda (lugar que aún existe prácticamente intacto en Los Albaricoques, Níjar) , éste recurre a su reloj de cadena con música, método que suele usar para matar (cuando acaba la melodía dispara sin piedad) y que a Mortimer le recuerda a su hija pues era el de ella, aunque él mismo lleve otro con la misma foto. El bandido es verdaderamente un hombre cruel pero a la vez martirizado por los recuerdos, pues suele tener malos sueños con la chica que prefirió morir antes que yacer con él.
Aún así, parece en su salsa cuando abre el relojillo, suena la melodía y le dice a Mortimer que, cuando acabe la música, coja el revólver si puede (está en el suelo) y dispare. La cara del coronel es un poema pues su hija vuelve a estar muy presente y la impotencia y la amargura se unen a la dificultad del duelo (Si “El Indio” ya de por sí es un tremendo tirador, ¿cómo coger la pistola antes de que le dispare?).
La melodía se acaba, pero lo que no se espera ninguno de los dos es que “El Manco” aparezca de repente con otro reloj (el de Mortimer, quien cae en la cuenta) cuya música alarga la del de “El Indio”.
Apuntado el bandido por la escopeta de Clint Eastwood, éste dice al coronel “Te has descuidado, viejo” y le alcanza otro revólver. “El Manco” anuncia a los dos duelistas las reglas habituales de “El Indio” (“¡ Indio, tú ya conoces el juego!”) mientras suena uno de los temas más míticos de Morricone (La resa dei conti) y se sienta a esperar el desenlace.
Verdaderamente el bandido se ha visto superado como nunca, pues jamás nadie, cuando sacaba el reloj, le había contrarrestado con otro. Por eso se ve ahora bastante bloqueado, mientras en la mirada de Mortimer sólo hay tristeza vengativa. Venganza que consigue cuando acaba la música al disparar de muerte a “El Indio”.

Cuando el coronel arranca el reloj de la mano del bandido, comprende “El Manco” los motivos familiares de su socio. De hecho, éste rechaza por completo la gran cantidad de dinero de la recompensa por “El Indio” y su banda, pues en el fondo no eran los dólares el principal motivo.
Y así, se va, mientras suena una melancólica música, ante un atardecer de ésos tan habituales, tan de postal, en mi Almería. Una figura solitaria y triste, a caballo, emprendiendo otro camino.

(Así debiera haber finalizado la película, y ésta es una opinión personal. Pues aún no ha acabado, ya que queda vivo uno de la banda, aunque es despachado sin problemas por Clint Eastwood mientras éste contaba los muertos. El coronel se vuelve y le pregunta si todo va bien, y el joven dice “No me salía la cuenta, viejo”. Es un buen final, simpático, aunque según mi muy particular opinión hubiera quedado más bello el otro, más melancólico y evocador. Debe ser que soy un triste.)




5- Cerrar la puerta a John Wayne.

  John Wayne, John Ford, el Oeste, el cine...qué más cabe añadir de esa combinación. El director del parche en el ojo es uno de los “Grandes”, con máyusculas, de la historia del cine, y con verdadera razón. Principalmente debe su fama a westerns, género del cual es el mayor tótem desde siempre, aunque en su larga carrera de más de 50 años hay bastantes películas que no son del Oeste, como Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo o Mogambo.
Junto a su gran amigo John Wayne realizarían una veintena de películas, tanto westerns como de otros géneros y subgéneros. En buena parte de estos largometrajes, el gran Duke solía interpretar individuos fronterizos, de dudoso pasado y poco recomendable presente, mal vistos por la sociedad o por el pueblo, prácticamente perdedores de la vida. La película a la cual pertenece este momentazo no es una excepción en este sentido. Se trata de Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

En el final de la película, asistimos al retorno de estos centauros, quienes regresan victoriosos después de haber cumplido su misión (encontrar y recuperar a la sobrina de Ethan, el personaje de Wayne, raptada por los indios). Así, mientras éstos se acercan a caballo a la granja de la familia y suena una canción cantada a coro, Ethan trae en brazos a su sobrina. En principio nadie le agradece nada, prácticamente ni le miran. De hecho van entrando en la casa y la parejita oficial de la película, tan enamorados ellos, pasan al lado de Wayne como si no estuviera. Éste se queda parado cerca de la puerta, exhausto, y dudando si entrar o no. Sabe que sobra en la escena feliz, y, desamparado como siempre, se encamina (con los muy característicos andares del mítico Duke) hacia la soledad del ventoso desierto. Ford, tan maestro él, hace coincidir el final de la canción mientras la puerta se cierra y aparece el THE END y el logotipo de la Warner.
En el fondo todos le cerramos la puerta a John Wayne, como siempre. Y sin agradecerle nada, tampoco. Pero a él poco le importa, porque es un coloso.  Qué grande es el cine.

 

6- La madre de Conan.

  Aquí se trata, más que de un momento lírico o especialmente bello y delicado, de uno brutal, descarnado, de una fuerza distinta. Prácticamente como todos los de esta película (Conan el bárbaro/Conan the barbarian, 1982) de John Milius. Éste adaptó los relatos de R.E. Howard, y ayudado en el guión por Oliver Stone, alumbró un largometraje tan peculiar como duro y truculento, con escasos diálogos y que ya deja muy claras sus intenciones desde el prólogo, con la frase de Nietzsche “Todo lo que no te mata te hace más fuerte” y la advertencia del padre de Conan a su hijo de que no confíe en nadie, ni hombre, mujer o animal, sólo en su espada.
Es una película peculiar además porque combinó actores consagrados como James Earl Jones y Max von Sydow con otros que no eran ni intérpretes; una curiosa mezcla de bailarinas, surfistas, jugadores de fútbol americano y culturistas. Entre ellos, un Arnold Schwarzenegger de 34 primaveras, quien, aunque ya había participado en más de una película, sería en ésta donde alcanzaría la fama. Realmente, aunque fue nominado al Razzie de ese año como peor actor, resultó un bárbaro perfecto tanto por su físico como porque tuvo que hablar poco.
Conan , por cierto, fue rodada casi en su totalidad en España (Segovia, Cuenca, Almería). Especialmente en Almería: en Tabernas, las salinas de Cabo de Gata, la propia capital y la sierra de Gádor; además se aprovecharon decorados existentes de spaghetti westerns, pero esa es otra historia.
Mención aparte merece la legendaria banda sonora del tristemente fallecido Basil Poledouris. Una composición que para muchos (expertos y no expertos, grupo éste donde me incluyo) perfectamente forma parte de los 10 mejores soundtracks de la historia del cine. Muy pocas veces una banda sonora ha sonado tan poderosa, épica, mística y a la vez tan clásica como romántica y desgarradora a la vez. Y no mereció ni una triste nominación al Oscar.
En fin, pero vayamos ya con el momentazo pues se me nota demasiado lo que me encanta esta película.

Estamos al principio de la misma, cuando a la aldea del pequeño Conan (interpretado por un Jorge Sanz de 13 años) llegan los despiadados “señores del acero” a caballo por las montañas. Arrasan el poblado y el padre de Conan cae, tras luchar bravamente, despezado por los perros de la guerra. Ya sólo quedan vivos el niño y su madre (encarnada por la malograda Nadiuska), quienes son cercados por los jefes guerreros. Entre ellos, Tulsa Doom (Earl Jones). Sin una sola palabra, asistimos a largas miradas y lentos movimientos mientras suena la música de Poledouris. Conan, agarrado a su madre, temeroso lógicamente ante lo que puede pasar. Su madre, guerrera hasta el final, empuña una espada. Como cree ver en Tulsa Doom un atisbo de clemencia, pues le da la espalda, baja la guardia. Craso error, pues el temible “señor del acero” le decapita sin más contemplaciones. Esto no lo vemos, pero lo adivinamos al notar caer su cabello y la mirada del pobre Conan, aún agarrado a su madre. Brutal. Huérfano tan tempranamente y vendido como esclavo, así comienza el cimmerio su paso a la realidad de la dura vida, su pérdida de la inocencia y el definitivo convencimiento de que sólo habrá de confiar en la espada, como le dijera su padre.

 

7- Heather.

Si hay alguien que echa de menos en esta lista tan personal algún momentazo romántico, aquí llega. En este caso pertenece a esa joya ochentera llamada Highlander -en España Los inmortales- (1986). Película que, curiosamente, tuvo mucho más éxito en la por entonces poderosa y boyante industria del videoclub que en su estreno en los cines. Sin ser un largometraje verdaderamente genial y redondo, tiene diversos puntos destacables como su historia, la belleza de muchas de sus imágenes, algún secundario como Connery y desde luego, una banda sonora aderezada por las canciones de Queen, verdaderamente ellos unos auténticos inmortales. 

La escena en cuestión nos introduce de lleno en la relación del protagonista, Connor McLeod (Christopher Lambert, en uno de sus escasos buenos papeles) con Heather, escocesa como él y su primer y verdadero amor. McLeod, melancólico, evoca en la actualidad su romance en el lejano siglo XVI en las Tierras Altas de Escocia. No haciendo caso de los consejos de su mentor Ramírez sobre los sufrimientos que acarrea enamorarse de una mortal, el highlander se establece con ella en una cabaña.   Todo parece ir bien mientras la salud y los años son clementes con Heather, acompañada del feliz inmortal, pero el paso del tiempo afecta a los que no pueden vivir eternamente. Uno de los momentos cumbre es cuando Connor llama a su amada, y cuando parece que siguen los dos jóvenes, aparece una anciana con los cabellos de plata, subiendo trabajosamente por la hierba con una oveja en los brazos. Freddie Mercury, Brian May y compañía hacen el resto con su Who wants to live forever?, aunque el momento más sensible y estremecedor llega poco después, con la agonía de Heather en la cama. Ésta le pregunta a Connor por qué no ha envejecido, y el desdichado inmortal simplemente dice:

-"Porque te quiero tanto como el primer día que nos conocimos".

Poco después y tras hacerle prometer que de ahí en adelante, el día se su cumpleaños encendería una vela siempre, Heather pregunta a Connor dónde están, y mientras éste responde "En las montañas...en tu tierra...en tu querida tierra...pronto saldrá el sol...y no hace frío...llevas la zamarra de oveja, y las botas que yo te hice..." la mujer muere en los brazos de McLeod. El highlander emprende así el desgraciado caminar en su vida de inmortalidad, condenado a ver morir a todas las personas que amaba. No sé por qué me sigue tocando la fibra siempre que veo esta escena, pero es así. 
 



8- El funeral de Bryan. 
 
De nuevo saco otro gran momento de otra película a la cual le dediqué una entrada hace bastante tiempo. Como de Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick ya hablé a fondo y me enrollo bastante, me centraré en uno de sus momentazos, en este caso el de la muerte y funeral de Bryan, el primer y único hijo de Redmond Barry con Lady Lyndon.

El pequeño yace en su lecho de muerte tras haberse caído de un caballo (regalo de su padre) montado a escondidas, y está acompañado de sus padres. Éstos, rotos, hace mucho tiempo dejaron de ser una pareja feliz por las infidelidades y las malas maneras de él, y verdaderamente Bryan era lo único que les hacía verdaderamente felices. El niño le pide a su padre que le cuente otra vez “la historia del fuerte” (típicos relatos de guerra, pues Barry estuvo en la de los Siete Años) y luego les hace prometer a sus progenitores que no se pelearán más, con voz moribunda y ante el llanto de ellos.

Acto seguido, vemos su cortejo fúnebre, un carrito tirado por ovejas (minutos antes se había visto en su cumpleaños) seguido por los afligidos padres y demás familia y amigos, mientras el reverendo va orando (“El señor es mi pastor...por verdes prados...” etc) y suena de forma atronadora la Sarabande de Haëndel, uno de los temas más utilizados en la película. Esta escena, por su fuerza y estilo, también forma parte de ese tipo de cine que ya no se hace, como repetitivamente digo una y otra vez.



9- Payaso hasta el final. 

 Roberto Benigni es un personaje peculiar. Para unos, el italiano es un genio de la comedia ligera y para otros un bufón sin puñetera gracia. En ese aspecto no puedo opinar porque la única película suya que he visto es la archiconocida La vida es bella (La vita è bella, 1997). Pero qué película. Todo un canto a la vida y al optimismo y a poner siempre buena cara ante las adversidades, por muy malas sean éstas (en este caso, el Holocausto judío).
He llegado a leer que su película supone una falta de respeto a las víctimas y a todo su sufrimiento inhumano (porque lo fue de verdad), pero no veo nada de eso; es más, admiraría la habilidad de Benigni para hacer humor de un asunto donde no se puede sacar prácticamente nada de risa o sonrisa.

El italiano encarnó a Guido, un judío bastante peculiar y pícaro en el buen sentido de la palabra, quien se casa después de enamorarse y tiene un hijo, Giosué. Todo ello en la bonita ciudad de Arezzo en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Pronto sería enviado a un campo de concentración junto a su hijo y allí padecería como todo judío, gitano o deportado en esos terribles años. Aunque aquí no se esperan escenas duras y trágicas como las de La lista de Schindler, por ejemplo, pero se deja entrever. Al fin y al cabo, no deja de ser una comedia, como queda demostrado en la genial escena donde Guido se ofrece para traducir al italiano el discurso del oficial nazi sobre las reglas y normas del campo de trabajo. No tiene ni idea de alemán, pero lo hace, como todo a partir de esta parte, para disimularle al máximo a Giosué dónde están realmente.

Y así queda demostrado en el para mí gran momento: los aliados están cerca y los nazis ya se saben perdedores de la guerra, así que aceleran el exterminio de prisioneros. Un alemán encuentra a Guido con su hijo, y se dispone a ejecutarle, aunque el personaje de Benigni le suplica que lo haga en otro sitio, para que el pequeño no vea la tremenda escena. Giosué se dispone a esconderse, pues según su padre el premio final está cerca. Como ve a su hijo algo temeroso, Guido le guiña el ojo, tranquilizándole, aunque sabe que va al paredón. Desde siempre me he estremecido con ese gesto. Sea un bufonada o no, es un payaso hasta el final, con todas sus consecuencias, y así es como se despide para siempre de su hijo. Verdaderamente es una escena muy emotiva.
Cuando Giosué sale de su escondite, a la mañana siguiente, los soldados aliados ya han entrado en el campo de concentración, y de hecho lo primero que ve el niño es un tanque, tal y como le prometió su padre. Sólo muchos años después Giosué comprenderá dónde estuvo realmente y todo el sufrimiento padecido por su padre, quien le engañó con la mejor de las intenciones. La vida puede ser bella, sí.


10- "Agradecemos sus palabras, pero éste es un tercio español"

Sorprende que haya incluido en esta lista una película española, con lo enemigo que soy del cine patrio (aunque hay unas cuantas obras maestras, más de antes que actualmente, todo sea dicho), y además, de una película simplemente correcta pese a unas cuantas virtudes. La adaptación que de la serie de novelas de Pérez-Reverte sobre el capitán Alatriste se hizo en 2006 tuvo, quizás, como principal fallo condensar varios libros en una sola película, condenando a la misma a un ajetreo frenético por querer mostrar todo y a la vez dejarse cosas en el tintero. Con todo, en aspectos como vestuario, ambientación o diálogos resulta estupenda, y el  gringo Viggo Mortensen resulta un gran Alatriste pese a sus evidentes dificultades en hablar un correcto castellano aún esforzándose  bastante. Hubo gente que llegó a afirmar que parecía un Diego Alatriste salido de un derrame cerebral o algo así. Mala fe aparte, incluyo un momentazo de esta película no sólo porque los libros de Alatriste sean muy importantes para mí;  además porque las escenas finales de dicha película son realmente extraordinarias e inexistentes en el cine español. 
Estamos en Rocroi, Francia,  el 19 de mayo de 1643. Los despojos de los viejos tercios españoles languidecen tras más de cinco horas de combate frente a las tropas (y la artillería y la caballería) francesas del duque de Enghien. Éste cree conveniente, por la tenaz y empecinada resistencia de los tercios (un escritor francés les llamó "murallas humanas") negociar una rendición honrosa. 
Y  a eso va  un maltrecho Diego Alatriste, acompañado de otros viejos camaradas con mucha mili  como Sebastián Copons o el propio Íñigo Balboa. Así, tras escuchar el parlamento del reluciente emisario francés, los seis españoles se quedan callados hasta que, después de sostener a un moribundo Copons,  habla Alatriste:

"Decidle al señor duque de Enghien que agradecemos sus palabras... pero éste es un tercio español". 

Así, sin más. Aquí no se rinde ni Dios.  Resignados, andrajosos,  hastiados,  pero dignos y orgullosos hasta el final, como siempre se los imaginó Pérez-Reverte y como realmente fueron los tercios españoles, verdaderamente invencibles en un buen número de batallas entre 1495 y 1643. Historia gloriosa de España, sin más, pues también tenemos historia vergonzosa, y  descartemos estúpidas acusaciones de fascismo o radicalismo por enaltecer el pasado de tu país, como si Franco hubiera combatido en San Quintín, Nördlingen o Pavía. Considerando además, toda la parte trágica y desgraciada del asunto: la gran cantidad de muertos y damnificados por las campañas de la Monarquía Hispánica en Europa pese a las consecutivas victorias (aunque desde luego son espectaculares las mínimas bajas de los tercios en muchas batallas) , y las malas condiciones del ejército español, las cuales se fueron acentuando cuanto más lejos quedaba la época de los Austrias Mayores. 

Todo ello queda reflejado tanto en los desencantados libros de Pérez-Reverte como en la película de Díaz Yanes. A los segundos de decir "no" a la rendición, Copons, tras decirle a Balboa que cuente lo que fueron,  cae muerto y Alatriste se coloca en vanguardia, como veterano, para afrontar la última carga de su última batalla. Ordena a Íñigo que se coloque detrás, más a salvo, mientras ya suenan los bellos acordes fúnebres de "La madrugá" de la Semana Santa de Sevilla. Una parte del público criticó la utilización de la pieza para estos momentos, pero a mí realmente me gustó, y eso teniendo en cuenta lo poco amigo de lo sevillano que soy.  Verdaderamente son unos hermosos y trágicos minutos, el ver agonizar a los últimos tercios viejos, supervivientes de tantas victorias y tantas machadas, y al ver las imágenes uno tiene la certeza de que una época está acabando y viene otra mucho peor para España y los españoles. 

Por desgracia, pese a que este enorme final, enaltecedor de la historia española aunque también cargado de pesimismo, crítica y desencanto, no suele ser para nada habitual en el cine español. Uno no está acostumbrado a estas maravillas.  Por eso me sorprendió y me encantó en su momento, y por eso he incluido este momentazo pese a ser de una película no del todo redonda. 


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Y nada más. Hubiera acompañado cada escena o escenas de su correspondiente enlace en Youtube, pero no todos están, por desgracia. Por último, compruebo que ciertos momentazos me han quedado bastante más largos que otros y que, pese a ser de cine,  aprovecho la mínima ocasión tanto para hablar de Almería como para polemizar sobre historia y política. Si es que no aprendo...