13.1.12

El libro de las maravillas

Este año los Reyes Magos de Oriente han tenido a bien mimarme inmerecidamente una vez más y, a instancias de mi amor M., me han concedido un nuevo capricho. El buque insignia de mi biblioteca. Un libro de maravillas.

Tal buque, joya de la corona o reliquia, como quieras llamarlo, no es un libro cualquiera. Mide casi 26 centímetros de ancho por 37 de largo, y por su grosor y el peso de sus más de quinientas páginas (que parece llevase todas las ciudades allí dentro, como dijo mi padre) no es un librito de bolsillo.
Así, para goce infinito y silenciosa erudición e interés, tengo en mis manos (mejor entre mis brazos, o sobre mis piernas) Cities of the World (ed. Taschen), una excelente reedición de la colección de grabados, planos urbanos y vistas panorámicas de 450 ciudades de Europa, principalmente, y Asia, África y América, en mucha menor medida. Una magna obra de alemanes, evidentemente; realizada por el cartógrafo Franz Hogenberg (1535-1590) y comentada por el teólogo Georg Braun (1541-1622), editor además. Y no en tres días, en 45 años nada menos (1572-1617) y con la colaboración de otros expertos, se pudo terminar esta Civitates Orbis Terrarum.

Sólo, creo yo, si amas tanto la geografía, la historia, la cultura, el paisaje, entre otras cosas y te mueve ese espíritu viajero y propenso a imaginarse ciudades y lugares en otros tiempos por desgracia innacesibles, puedes llegar a adorar este libro tanto como yo. Yo he sido muy geógrafo desde pequeño, y mis mayores "horas muertas" son con mapas y atlas ante mí. Recorriendo. Imaginando. Memorizando. Maravillándome. Como me maravillo que mi M. transiga con mis peculiares gustos (si bien más baratos y no más caros que otros más tecnológicos, por ejemplo) y me entienda, extraordinariamente.

De entrada, los años comprendidos entre el comienzo y la finalización de la obra te retrotraen a esa Europa maravillosa a caballo entre el Renacimiento-Manierismo y el Barroco, un continente en ebullición con una Monarquía Hispánica aún cortando el bacalao, con un Felipe II que no era emperador formalmente pero podía serlo de facto, y además se convertía en rey de Portugal en 1580. Con una Francia ensangrentada con sus guerras de religión (bah, pero ellos no son oscuros. Lo que parece Mordor en las películas es Castilla). Con la zona del actual Benelux bastante alterada, previa a la guerra de su independencia. Con una Italia como siempre, es decir fraccionada y cada región por un lado, pero resplandeciente en cuanto a la belleza de sus monumentos y ciudades; vamos, como siempre. En cuanto a lo que era Alemania entonces, estaba también bastante dividida, y era un conglomerado de ducados, principados, margraviatos y reyezuelos, con los católicos por un lado y varios grupos de protestantes por otro. E Inglaterra por su parte, estaba conociendo una época bastante esplendorosa bajo el reinado de Isabel I, La Reina Virgen ("la zorra pelirroja" como la llama Pérez Reverte), con sus leales piratas y corsarios haciendo el trabajo sucio y lucrándose a base de asaltos a galeones. Qué caballerosos son siempre, los lords de la Gran Bretaña. Del resto de Europa poco más cabe decir, aparte de gran parte de Europa del Este bajo la invasión o la amenaza del turco por un lado, y de la misteriosa presencia rusa, lejana y fría como su clima, por otro.
Como decía, la obra se da por finalizada en 1617. Es decir, un año antes de comenzar la terrible Guerra de los Treinta Años, la cual finiquitaría imperios, auparía a otros y arrasaría buena parte del continente hasta 1648 y aún después. A los desastres de la guerra y de enfermedades como la peste, que no fue exclusiva de la Edad Media, súmale un cambio climático que enfrió buena parte del continente, echó a perder numerosas cosechas y provocó numerosas mortandades. Sí, los cambios climáticos ya existían, aunque no quieran reconocerlo los ecologistas y quienes van de ecologistas. Por tanto podría considerarse la época de realización del Civitates como irrepetible.

Así, si te ha gustado tanto la geografía, las vistas panorámicas y los monumentos, además del paisaje y el campo, disfrutarás en silencio (a veces en voz alta) contemplando cómo era Londres cuando Westminster quedaba alejada de la ciudad como un arrabal y sólo había un puente sobre el río, la preciosidad de multitud de ciudades alemanas dignas de cuento de Disney -qué digo Disney. No en vano los hermanos Grimm eran germanos- como Lübeck, Nüremberg (Nuremberga), Arnsberg, Augsburgo (Augusta Vindelicorum), Soest, Passau, Frankenberg o Regensburg (Ratisbona, donde nació don Juan de Austria). Y otras maravillosas como Lieja (Leodium) , Saintes, Innsbruck (Enipontus), Sion, Namur o Saint-Gallen. En París se distingue perfectamente la catedral de Notre-Dame. O el formidable puerto de Génova, repleto de galeras y trirremes y con su famoso faro de 80 metros (la Lanterna) oteando el horizonte. Españolas también hay, por supuesto, destacando preciosas vistas como Toledo (Toletum, con su Alcázar y su Catedral sobre el caserío. Una de las pocas que sigue hoy como antaño), Santander (cuatro casas y un muelle en esa época), Loja (Loxa), Bilbao (Bilvao), Cádiz, Granada (Granata) , Valladolid (Vallisoletum), o Sevilla, todavía Hispalis para algunos. En una de las cinco vistas de Sevilla, por cierto, podemos contemplar una especie de anfiteatro ruinoso, cruzando el río, titulado sencillamente Seuilla la vieja. Se tratan de las ruinas romanas de Itálica. También puedes imaginarte como eran las ciudades donde guerreaban los españoles en Flandes, poblaciones rodeadas de fosos y repletas de canales, con fuertes y bastiones en apariencia innacesibles, como Amberes, Gouda o Mons. Luego, las ciudades de Italia son otro mundo, empezando por la titánica Roma post-Miguel Ángel, un puzzle de ruinas antiguas, palacios renacentistas y cardenalicios e iglesias, con gente poco recomendable, pero Roma, caput mundi al fin y al cabo. O la preciosa y etérea Nápoles de la época, poco parecida a la actual. O la Serenísima Venecia, prácticamente igual en la actualidad. O la coqueta Corfú de los venecianos, donde uno reconoce la ciudadela donde hoy está el casco antiguo. Las impresionantes y preciosas Mantua , Tívoli o Serravalle. Hay notorias ausencias, como Atenas, Berlín o Madrid, algo en parte comprensible dado que en esa época eran aún insignificantes. Pero sí está El Escorial, por ejemplo. Luego, otras más esquemáticas y menos fidedignas (aunque algunas son muy parecidas) principalmente por la lejanía o las vicisitudes del momento, como Moscú, Alejandría, El Cairo (donde se ven tres pirámides y la esfinge, diminuta, cerca del Nilo) , la Jerusalén celestial con tres cruces en el monte del Calvario incluido, Calicut y sus maharajás o una vista de Tenochtitlán-México bastante similar al que debieron contemplar Cortés y sus hombres en 1519.

Y no todo se reduce a simples y preciosistas vistas de las ciudades del orbe. Otro de los mayores atractivos de la obra es todo lo que se incluye en cada grabado. Además de textos introductorios o comentarios en latín, los cuales a poco que se entienda mínimamente un poco la lengua romana se comprenden, informando a veces de la gastronomía o la bebida del lugar incluso; además de textos, como digo, y de habituales listas numeradas sobre edificios importantes, se incluyen más grabados, por ejemplo de los trajes típicos de la ciudad reseñada; de los procedimientos contra los delincuentes, como la acogedora escena de bienvenida con los ahorcados de Sankt Polten, Austria; de las verdades de la convivencia entre religiones, de uno y de otro lado, como el jinete polaco con esclavo turco de Gýor, Hungría , o los cuidadosos empalamientos de cristianos por los invasores turcos en Pápa, también Hungría (en Hungría, desde luego, ni dos, ni tres culturas ni mamarrachadas de ésas tampoco. Bien lo saben); también hay escenas más agradables y costumbristas, al estilo de los moscovitas y lituanos recorriendo con trineos los ríos helados, o como en uno de los grabados de Cádiz, donde podemos ver la pesca del atún en almadraba, como aún se sigue haciendo en nuestros días. Ya se acosaba y se pinchaba al pescao en el siglo XVI, aunque por entonces no estaban aún los japoneses pagando millonadas por pieza.

Podría seguir escribiendo sobre las maravillas de esta obra inmortal y tan interesante desde varios puntos de vista y diversos enfoques. Uno se siente verdaderamente feliz, recorriendo con la vista y trasladándose con la mente a tan variados emplazamientos. Pasando cada pesada página, desde un sillón o una mesa se puede viajar en el tiempo y el espacio, desde Moscú a Cuzco pasando por Vilna, Praga y Lisboa, desde Goa a Constantinopla, desde Mombasa a Edimburgo. Contemplando las ciudades y pueblos sobre una colina o un alto del camino, como el viajero de aquellos tiempos. Viéndolas ensimismadas, hechas en madera y piedra, humeantes y bullendo de vida. Todo ello en una época preindustrial, cuando el ecosistema aún respiraba tranquilo, el ambiente no olía a gasolina, los bosques llegaban a las mismas puertas de las ciudades y el agua no era un bien escaso. Eso es lo único que puedo lamentar, además de no poder viajar realmente a esos tiempos y esos lugares.

Pero este libro prácticamente lo hace. Una maravilla en papel.

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