7.9.11

El verano del amor

Sí, soy yo. Vuelvo a aparecer por aquí. Tras prácticamente un mes. Buena parte de ese mes comprende un agosto inolvidable, el mejor de mi vida, de momento. Y cuán distintas -para bien. No pueden ser mejores- son las cosas para mí desde entonces.

El destino. El azar. Designios inescrutables. Alguien jugando a los dados. ¿Somos amos de nuestro destino?. Parezco Iker Jiménez, lo dejaré, tranquilos. Quién sabe. La maravillosa coincidencia de dos navegantes (gracias al oceáno virtual) en una calurosa noche de julio vino a unir los avatares de dos personas, alejadas en el tiempo y el espacio. O no tanto. De forma inesperada, como inesperada fue la inmediata conexión casi al instante, eso a lo que anglosajonamente denominamos feeling. Tantas cosas en común, además... Y vaya con el feeling. Curiosamente, entre dos paisanos. Ah, la vida pueder ser maravillosa en ocasiones.

Así tuve la inmensa suerte de encontrarte. Y como una especie de ciclón benigno, de repente hiciste desaparecer todos mis problemas, tristezas y preocupaciones, o al menos relegarlos a un segundo o tercer plano. Además, el verano se presentaba muy distinto y algo triste por ser el primero sin un familiar muy querido, y se convirtió en un verano único. No me olvidé de ese acontecimiento de primeros de mayo, evidentemente. Pero sí me lo hizo más llevadero. Y me alegraste la vida. Con tu sonrisa, tu simpatía y forma de ser y tu gracejo almeriense me cautivaste. Algo en teoría complicado, estando tan lejos en la distancia. Pero así ocurrió. No sé realmente qué te hice yo, pero nos pasábamos horas y horas, trasnochando como monjes o hackers, hablando, riendo, hablando y hablando, conectando. Mucho. Tanto que surgió algo más fuerte. Luego llegó el móvil, hablar por él y los mensajes por doquier. Más fuerte. Aún me pellizco, como si no me creyese todavía la realidad. Porque ni de lejos imaginaba lo que estaba por llegar. De lejos, lo mejor que me ha pasado.

Y aún faltaba lo mejor, desde luego. El verse. Encontrarse cara a cara. El ansia podía con nosotros, ¿recuerdas?. Al final llegó el momento. Puerta de Purchena. Plaza mítica de la ciudad donde las haya. Y preciosa. Ilusión. Nervios. Espectación. Dudas (por mí). Nervios. Llega el momento. Me acerco a la única estrella de la plaza. Y todo fue perfecto. Paseo de Almería abajo y tras unos quince minutos de rigor, dejamos hablar y actuar al corazón.
Y desde entonces fuimos los reyes de Almería esas noches, paseando de la mano, entrelazando los sentimientos por entre las oscuras calles del casco viejo, dándonos besos furtivos y robados (otros no tan robados) a cada poco, a cada recodo de antiguas calles las cuales, si antes ya estaban en mi corazón por ser de mi ciudad, ahora estaban más dentro aún y se me harían más inolvidables: Tiendas, Ricardos, Real, Mariana, Lope de Vega, Navarro Rodrigo, Reyes Católicos, el propio Paseo, Trajano, Plaza San Pedro. A cada recodo, escondiéndonos de la gente y de las miradas como colegiales. Andando atontados. Tomando granizados, como aquel glorioso, eterno e inolvidable de limón de la primera noche. Y dándonos besos con sabor a helado prebiótico. Pero no sólo tomamos helados. En la plaza Vieja del Ayuntamiento degustamos un combinado caribeño (Mojito le llaman) con la banda sonora de fondo, muy típica y estereotípica, de estampa cañí, de un cante flamenco. ¿O eran danzantes balcánicos aquel día? Me fijé más en tus ojos, desde luego. Situados enfrente uno del otro, la luz de las velas iluminaba aún más unos ojos ya de por sí brillantes. Subimos a la Alcazaba, soberbio castillo islámico símbolo de nuestra ciudad, cuando ya el sol se ocultaba tras la mole de la montaña, y nos sentimos reyes de nuevo, en nuestro interior. Reyes sin tesoro ni título alguno, por supuesto. Podría ser el de Reyes Felices, en cualquier caso. No nos hacía falta nadie más. La ciudad, negra y reluciente a nuestros pies, nos hacía enmudecer en su humilde ofrenda. Tú, yo y la ciudad. Nada más. Todo era posible. Al fondo, en su nuevo emplazamiento, la Feria brillaba como una supernova. Feria a donde fuimos y cumplimos con los rituales de rigor, como la degustación de vino de Cariñena. Vino dulce, grato al paladar . Aunque más dulce que tú conmigo no hay nada...

Con todo, siendo verano, llega un momento que la ciudad se te queda pequeña por lo cual la playa se convierte en la mejor opción. Y más si hablamos de Almería, señores (y señoras). Tras ir a las Salinas del Cabo, nos escapamos en un par de ocasiones, como en una película, en coche, a dos escenarios casi vírgenes, míticos, maravillosos. Los Genoveses y la Isleta del Moro, sin más pertrechos que la sombrilla y una toalla y más víveres que algo de picoteo, bebida y café frío. El resto lo pusimos nosotros. Esos días permanecen como un sueño en mí. Aún recuerdo los besos con sabor a sal, empapados de Mediterráneo, los prolongados baños en las cristalinas aguas agarrados como moluscos a la piedra, el aroma a piel tostada por el sol de agosto y rozada por el viento de levante, las "siestas" en la sombra y esos momentos que jamás se olvidan y que no tienen ni diálogo ni música. Sólo esa persona y el paisaje, la naturaleza, ausente, de fondo. Ya sea la inmensidad de la media luna de Genoveses, con su morrón pétreo y sus pinares o el peñasco con el pueblecito pesquero de la Isleta. Aunque el escenario ayude, lo importante es la persona. Yo nunca había tenido tantas ganas de cuidar y mimar a una persona. Ganas de esa persona. De estar con esa persona tan especial y única. Ensimismamiento al contemplarla. Enamorarse, lo llaman. Enamorarse. Quizá me haya enamorado alguna vez. Pero de esta forma, no. No de este modo y de esta fuerza. Sin ánimo de despertar compasión en nadie, sí he de reconocer mi desdicha en cuanto a amoríos se trata. Hasta ahora. Debía de llegar el momento. Encima, donde nací. Contigo. Sólo tú. Y que nada más importe.

La desdicha en cuanto a amores implica que, cuando llega el primero, el de verdad, las sensaciones experimentadas sean, en gran parte, nuevas y extraordinarias para mí. Y así ha sido. Ciertamente parecíamos quinceañeros, (¿y qué?) y lo cierto es que esta felicidad me ha rejuvenecido y me ha reconciliado con las personas. Los múltiples paseos, las conversaciones y las miradas bien pueden confirmarlo. Las noches en el coche también pueden hablar de eso. Noches de verano con el murmullo de las olas de fondo. Sólo el cielo sobre nosotros. Nada más. Vaya un verano, Fernandito. El verano del amor.

Así que se me avecina un otoño (y un año) extraordinario, lo nunca visto. Sólo faltan cuestiones de índole académica y comenzar proyectos de formación laboral para la felicidad completa o al menos en camino: en mi Almería, intentando ser algo por fin y con la compañía, la ayuda y el goce de una persona maravillosa que ha cambiado mi vida. Además, saca lo mejor de mí y me reconduce. Porque si, cuando nos íbamos conociendo los momentos y los sentimientos me hicieron pensar que, tras unas cuantas tormentas y naufragios, podía haber encontrado mi faro, al poco de nuestro primer encuentro me di cuenta realmente de que así era: eres mi faro, mi luz.

TAMNP.