4.8.11

Mediterráneo


Siempre ha estado ahí. Lo he tenido muy presente desde el comienzo de mi vida. Pero últimamente me estoy reconciliando con él. Hablo de cierto mar. De nuestro mar. El Mediterráneo.

Pocos espacios naturales -¿ninguno?- están tan cargados de historia, literatura, mitología, simbología e importancia y tienen tanta trascendencia en la cultura e idiosincrasia de los países bañados por él. Desde los primeros pasos del hombre, cuando empezó a salir de las cuevas, pasando por la época antigua y clásica, con egipcios, fenicios, griegos y romanos, el Mare Nostrum, y continuando con las andanzas de los piratas, primero vikingos y luego berberiscos y turcos. El mar de los caballeros de Rodas y de Malta, de Lepanto, de Cartago, del Nilo y de Egipto, de Tierra Santa, de Tiro, de la Corona de Aragón, de Venecia, de Génova, de Marsella, de Ragusa, de Nápoles. Estambul, Alejandría, El Pireo, Ostia, Barcelona. Templos de mármol. Olivos, pinos y viñas. Las columnas de Hércules. Mar de múltiples dioses, casi tan antiguos como las mismas aguas. Mar preñado de mitos, leyendas y literatura. El mar de Ulises y la Odisea, de Jasón y los Argonautas, de la Eneida, del Minotauro, del Conde de Montecristo, de los Corsarios de Levante. Catalanes, sardos, almogávares, normandos y otomanos. En sus aguas han guerreado paganos, cristianos y musulmanes. Han pescado o navegado mil culturas. Siempre con la ayuda o bajo la ira del mistral, el levante, el lebeche, la tramontana, el siroco o el poniente. Ese mar al cual Fernand Braudel dedicó su monumental obra histórica. El mar "en el medio de las tierras", realmente una relativamente pequeña extensión de agua dentro del planeta, pero situada entre Europa, África y Asia, una de las zonas más importantes para la humanidad desde el comienzo de los tiempos, desde que el hombre es hombre (con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva).

¿Por qué me estoy reconciliando?. Bueno, nunca me he peleado con él. Yo nací en Almería capital (desde el mismo hospital donde abrí los ojos se contempla una preciosa vista de la bahía) y nunca he renegado de mi origen y de la cultura mediterránea. No es que me reconcilie, es que siempre lo estoy redescubriendo, siempre me sorprendo admirándolo de nuevo y sintiéndolo por los poros de la piel. Aun cuando me encante Castilla y lo castellano (algún día escribiré también sobre eso) y le tenga en muy alta consideración , es innegable que soy mediterráneo, me encanta el mar -o la mar-, nací en sus proximidades y lo llevo sintiendo desde mis primeros días, "quizá porque mi niñez / sigue jugando en tu playa...". Lo siento por Castilla, pero no tiene mar, "no puede ver el mar", como escribió otro catalán, Joan Maragall. Pero ésa es una de sus señas de identidad. Con mar Castilla no sería Castilla. En fin, el Mediterráneo.

¿Lugares en concreto? Infinitos, prácticamente. Centrándome en España, podría empezar por los de mi tierra, con sus atardeceres eternos, sus recodos rocosos y sus aguas limpias y vírgenes. Las Salinas del Cabo, Las Sirenas, San José, Mónsul, Genoveses, La Isleta del Moro (lugar simbólico de parte de mis recuerdos familiares. Cuando veas la Isleta, puedes morir tranquilo), Aguamarga, Los Muertos, Terreros, El Playazo, Mojácar. Incluso la de El Zapillo, con su arena sucia y sus desconchados edificios. Todas son especiales. Sobrepasa Adra y Castell de Ferro y alcanzarás Salobreña, Motril y Almuñécar, lugares subtropicales de caña de azúcar y chirimoyas y de ciertas evocaciones familiares para mí. Contempla las cuevas de Nerja y sus preciosas playas con las casas pegadas a los acantilados. Luego Málaga y la Costa del Sol, ya algo en sí, como concepto, más desvirtuado. Volvamos a Almería. Sigue más arriba, al norte, y detente en la cálida Murcia de mi corazón, en la bonita Águilas, las rocas y acantilados de Mazarrón, Cartagena (verdadero puerto antiquísimo, trimilenario), el airoso Cabo de Palos o el Mar Menor ( a mí me gusta más bañarme en el Mayor. Soy de agua fría). Aunque aquí ya empiece a masificarse la cosa, sigue siendo el Mediterráneo. Como más al norte, en la provincia de Alicante, donde, Santapolas y Torreviejas aparte, siguen quedando reductos casi vírgenes como la Isla de Tabarca, un lugar donde merece la pena detenerse un buen tiempo. Toda la vida . La ciudad de Alicante, hermosa si vienes desde el mar, con el Benacantil y su castillo de Santa Bárbara dominándola. Quitando los desmanes urbanísticos de la propia Alicante o Benidorm, siguen quedando lugares extraordinarios como la preciosa Altea y sus casas blancas encaramadas y calles estrechas, o Calpe y su Peñón de Ifach. Bañarse a la sombra de sus más de 300 metros de pura roca no se olvida fácilmente. Desde aquí se ve Ibiza. Las Baleares, islas que aún nos pertenecen, aunque los alemanes y los ingleses se las quieran anexionar. Normal que deseen esas cinco perlas llamadas Mallorca, Menorca, Ibiza, Formentera y Cabrera. Ya en tierra de naranjos y arrozales, tenemos tierras colonizadas desde muy pronto, con núcleos como Denia, Gandía, Cullera y Valencia, con sus ventosos arenales contiguos a la Albufera y esa luz irreal tan bien reflejada por Sorolla. En la Costa del Azahar se encuentra Peñíscola, otro de mis lugares favoritos. Subir al castillo del Papa Luna, contemplar el casco antiguo blanco en el espolón y el mar y luego bañarte en sus claras aguas, en esa linda y recta playa donde se rodó El Cid hace 50 años es otra experiencia impagable. Más aún si degustas una paella aireado con la brisa del mar y mirando al azul profundo de las aguas.

Pero no sólo de arroces bien hechos o no y restaurantes se vive. Mis mejores recuerdos playeros son los de bocadillo de sobrasada, melocotón o sandía enterrada en la orilla y la mejor de las compañías. Una barbacoa. Murmullo de gente. O ir cargado de arena hasta en el carné de identidad, tras bañarte con un poniente de narices. O cuando una maldita medusa te hacía una caricia, o un simpático erizo te dejaba un recuerdo bien dentro de la carne. Recorrer espigones y rocas por arriba andando y por abajo, buceando. Bañarte al atardecer, o en la noche serena. Hogueras. Recuerdos más íntimos. Olor a salitre, alga y pescado. Fritura de plancha flotando por las terrazas. Calles iluminadas de noche. Castillos en el aire, ya sean de fuegos artificiales o no. Reflejos en el agua. Recuerdos que se quedan pegados al corazón como la sal al cuerpo.

Pueblos pesqueros, turísticos o los dos a la vez, lugares de barcas, fuertes vientos, jabegotes y lonjas. Casitas blancas. Caldero de pescado y marisco a la plancha. Lugares antiquísimos y peculiares. De aquí y de allá. El sitio siempre parece el mismo. Ya sea La Isleta, Corfú, Rodas, Jávea, Orán, Cadaqués, Sorrento, Taormina o Castelnuovo. Que los españoles mediterráneos tenemos muchas más cosas en común con italianos, griegos, turcos o argelinos del mismo mar que, por ejemplo con ingleses o la mayoría de los franceses es bien sabido, pero es que si me apuras, también hay diferencia con vascos o gallegos. Se da uno cuenta nada más ver las casas, el modo de ser y de vida, la cultura popular y la luz o el paisaje, conformadores de un carácter y de una idiosincrasia peculiar. Aunque existan urbes mediterráneas feas y descuidadas, y a veces deteste ciertas cosas del carácter de sus gentes y su forma de ser, bien es cierto que todo va incluido en el paquete. Nada es perfecto. Pero bien lo vale . Y las cuatro estaciones del año, desde luego. Ay, el Mediterráneo.

Una de las cosas por las que sigue mereciendo la pena vivir (y aún se puede hacer, pese a que nos estemos cargando el ecosistema) para mí, es sumergirme en el agua, abrir los ojos sintiendo el picor de la sal en las córneas y volver a salir tras ese bautismo. Darme la vuelta y contemplar las cortinas rocosas, los pinos, las casitas blancas o alguna torre de cemento incluso; aún así, en esos cristales y edificios se refleja la luz de la mañana o del atardecer, y sigue siendo bello y único. O adentrarse poco a poco en sus tranquilas aguas. Y notando el olor a salitre, a mar, a más de seis mil años de avatares. No hay palabras.

Nací en el Mediterráneo.