28.2.11

Un tal Carlos (parte III)







Ese mismo año de 1547 fallece uno de sus más notorios antagonistas: Francisco I de Francia. Martín Lutero había pasado a mejor vida un año antes. También deja de existir el variable Enrique VIII de Inglaterra, por lo visto satisfecho después de haberse casado seis veces. Y perece el supersecretario del Emperador, el jiennense Francisco de los Cobos, otra gran figura admirable; de humilde origen y formación tardía, llegó a convertirse en uno de los más leales y eficientes servidores y cortesanos del rey, experto en finanzas y favoreciendo además, con su mecenazgo, el patrimonio renacentista en su pueblo, Úbeda.

Pero la batalla de Mühlberg y estas tres defunciones no fueron el único acontecimiento para Carlos en este año, ya que en Ratisbona nacía, fruto de los amores cortesanos con cierta dama llamada Barbara Blomberg, su primer hijo extramatrimonial (y último) desde la muerte de la emperatriz Isabel: un niño, quien luego sería Juan de Austria, una de las figuras de la España imperial más atractivas, heroicas y trágicas.

Decíamos antes que Mühlberg fue un gran triunfo; ciertamente, dada la tónica anterior entre Carlos y los príncipes protestantes alemanes, es posible. Realmente, pese al título de Emperador, nunca pudo imponerse de forma clara incluso antes de la aparición del luteranismo, por la propia composición del territorio alemán, donde los Habsburgo nunca fueron superiores.

Pero Carlos estaba ya cansado de tanto corrido. Habían pasado ya 30 años desde que dejara Flandes rumbo Castilla. La verdad, aparte del idioma (en Trento exigió poder hablar en castellano) él se había ido españolizando, como toda la administración: los puestos de gobierno y representativos en los diversos territorios (Flandes, Italia) eran para castellanos, y por supuesto Castilla seguía contando con el monopolio en América. Si Castilla era la "bolsa" del Imperio,porque era la que más aportaba monetariamente, también era la que más se mojaba. Eso no quiere decir que fuera la más beneficiada. No al menos, los castellanos de a pie. En general. "El sol no se ponía en sus dominios, y los manteles, tampoco", como dijo Raúl del Pozo. Los españoles, siempre pringando.

Es destacable la paz existente en Castilla desde las Comunidades. En el reinado de Carlos no volvió a producirse ninguna alteración o revuelta; eso no quiere decir que no se protestase por la carísima política exterior del Emperador (dejando agujeros en la economía heredados por su hijo Felipe). Por ejemplo los españoles creían más conveniente que se defendiera más el territorio ibérico frente al turco infiel, pero en Andalucía o Valencia, no en Viena. O que se abogase por la paz con Francia. Los españoles nunca fueron partícipes de su idea de un Imperio Universal Cristiano y siempre mostraron reservas. Aunque sí apoyaron su defensa del catolicismo frente al luteranismo. Por otra parte, le sirvieron con lealtad y firmeza, ya fuera en Túnez, Viena, Nápoles, Amberes o México. Era el mejor ejército de Europa.

Pero Carlos ya se acerca a la cincuentena y sabe que ya no es joven. Si bien ha tenido éxitos, ha experimentado también fracasos. No ya sólo por la imposibilidad de imponerse a protestantes, franceses o turcos y ser un rey permanentemente en movimiento y falto de dinero. O del siempre poco firme apoyo del Papado, pese a erigirse Carlos como espada del catolicismo frente a los luteranos. Bien es cierto que el Papa de Roma nunca vio con buenos ojos el poder del emperador en España y en Italia, rodeando a los Estados Pontificios. Pero Carlos está cansado de todo ello.
En 1552-1554 tiene lugar la fracasada (y costosa) guerra contra Francia y los protestantes alemanes, de la que incluso tiene que huir de Innsbruck perseguido como un fugitivo. El cansancio no sólo es físico sino también espiritual. Necesita reposo, sentarse frente a la chimenea a arreglar relojes (su pasión) cenar tranquilamente y bien, y si es posible en España, mejor que mejor. No en vano no ha vuelto a Castilla desde 1543, cuando embarcara en Barcelona rumbo a Alemania y dejara a Felipe (de 16 años) las concretas instrucciones como regente, además de confirmarle en secreto como duque de Milán. Pero antes de regresar, como sabe que su fin está próximo, llama a su hijo con el objetivo de pasearle por sus dominios, para que Felipe fuera visto por sus próximos súdbitos; es el Felicísimo Viaje por el Imperio y Flandes entre 1548 y 1551.

En 1553 Carlos renuncia al reino de Nápoles en favor de su hijo y planeó el matrimonio de éste (ya viudo con 26 años) con María Tudor (hija de Enrique VIII y de la sufrida Catalina de Aragón), la famosa Bloody Mary (por su gusto por las hogueras de protestantes), una mujer 11 años mayor que Felipe, rondando los 40; un casamiento efectuado en 1554. Era pues un matrimonio muy de conveniencia, en la que ninguna de las partes cedía a la otra nada, más como una alianza que otra cosa (inscrito en las alianzas tradicionales desde los Reyes Católicos, Castilla-Inglaterra-Sacro Imperio para aislar a Francia). En esta época las relaciones entre Inglaterra y España eran muy positivas y aún quedaban lejanos los años de confrontación; Carlos además veía como vital, para los intereses españoles en Flandes, tener como firmes aliados a los ingleses. Pero de hecho, cuando María murió en 1558, Felipe se dio de baja como rey de Inglaterra.

Carlos poco a poco va soltando lastre. Ahora, en 1553, con el Imperio, es cuando se enfrenta a su hermano Fernando, quien como Rey de Romanos no veía con buenos ojos que Carlos quisiese hacer emperador a Felipe. Fernando, quien tantas veces había interactuado por Carlos, era más diplomático y flexible en materia religiosa y era bien visto por buena parte de los príncipes alemanes. Por ello y para evitar conflictos en el futuro, Carlos reniega de entregarle el Imperio a Felipe, cediéndoselo a Fernando. Abdicó en él en 1556, tras la firma de la Paz de Augsburgo de 1555, mediante la cual Carlos reconocía la libertad de los alemanes para elegir confesión. Así que, en el fondo, Mühlberg había servido de poco, lienzos de Tiziano aparte.

Todas estas abdicaciones tienen lugar en Bruselas, con padre e hijo presentes. En enero de 1556 Carlos cede a Felipe sus dominios de Castilla, Aragón, Nápoles, Sicilia, Flandes y las Indias. Desde luego los deja en buenas manos. Ahora es cuando se produce la ruptura ya irreversible, entre las dos ramas Habsburgo: una, la de Carlos, ya sólo se centrará en España, Italia, Flandes y América, unos muy extensos dominios sin corona imperial ; la otra, la de Fernando, el Imperio, en Europa Central y del Este.

Todo está ya hecho. Carlos toma un barco, dejando a Felipe en Flandes, en dirección a Castilla. Un viaje casi calcado al realizado en 1517, casi 40 años atrás. En condiciones muy distintas, sin embargo. Su madre la reina Juana ha muerto sólo un año antes. Así, prácticamente en soledad y sin querer la compañía de nadie (le horrorizaba ver a don Carlos, el problemático primer hijo de Felipe; pero ésa es otra historia), aguarda a que le terminen el palacete de Yuste, junto a un monasterio jerónimo, en un bucólico lugar de Extremadura. Un tranquilo y humilde espacio para el final de los días del Emperador.

Paralizado y envejecido por la gota padecida desde los treinta años y la vida itinerante, desde comienzos de 1557 en Yuste se puede entregar a la lectura, a su colección de relojes de cuerda, las comilonas de carne, marisco y empanada de anguila o a su poco saludable costumbre de beber cerveza helada nada más levantarse, como desayuno (como buen belga). No por ello sin descuidar la labor de supervisión sobre su hijo Felipe, manteniendo un intenso contacto epistolar. O reconociendo con alegría a su bastardo Juan de Austria, llamado por entonces Jeromín. Su retiro tuvo corta duración: Carlos fallecía el 21 de septiembre de 1558, posiblemente de paludismo. Así terminaba sus días el rey extranjero,quien se supo retirar a tiempo y decidió abdicar, hijo de una madre maltratada y desgraciada, soberano de unos inabarcables territorios, el vencedor del Turco, el emperador despreciado por sus súdbitos, que conoció glorias y victorias y también penurias y reveses. El derroche y la falta de fondos. Las mieles y las hieles.



Carlos es una de las figuras más importantes de nuestra historia. Es una de mis favoritas, como digo. Es un gusto perfectamente rebatible y no gustará a todo el mundo. Pero para mí tiene un atractivo especial. Tal vez porque se trate de uno de los últimos reyes guerreros de la historia, en un mundo que empezaba a cambiar; por su grado de implicación personal, ya fuera en Flandes, Alemania, África, Francia, Inglaterra o Austria. O por sus ideales caballerescos (llegó a retar en duelo a Francisco I de Francia) y en cierto modo demasiado idealistas y algo desfasados. Pero me atrae mucho. No ya sólo porque sea un rey-emperador. O un monarca extranjero en España, en principio ajeno a ella, pero que acabó naturalizándose castellano, hasta el punto de querer finalizar su vida en estas tierras. Carlos I de España. El personaje, lo que significa, la entidad. Posiblemente cuando vaya a El Escorial y vea las imponentes estatuas del cenotafio y sus féretros, sienta algo inexplicable, incluso emoción o impresión (como cuando contemplé el mural de Lepanto en Venecia, y mi amiga se dio cuenta de la expresión de mi cara.) . Pero yo soy así, y en ocasiones siento la Historia. Me apasiona la época, en sí. Los comienzos y la mitad del siglo XVI. Esa España que sale de la Reconquista y de la Edad Media. Renacentista y humanista. Que se establece con fuerza en Italia. Que descubre América y planta la bandera castellana en Tenochtitlán y en Cuzco. Que da la primera vuelta al mundo. Que por los azares del destino y la fortuna, une su suerte a una dinastía extranjera, permitiéndole dominar territorios tan ajenos y lejanos como Flandes. O el propio Imperio. La gran familia Trastámara-Habsburgo. Las victorias en Túnez, Flandes, Viena o Milán. Esos tercios invencibles. El peligro del Turco. Enrique VIII. Tomás Moro. Luis Vives, Nebrija, Erasmo, Lutero, el virrey Toledo, Garcilaso de la Vega, el Lazarillo. La Roma de Miguel Ángel. Cisneros, Sforza, Granvela y De los Cobos. El gran almirante Doria, el duque de Alba, Lannoy, Colonna, Leyva, el condottiero Ferrante Gonzaga. El Saco de Roma. Nápoles. Aragón. Esa nómina inagotable de exploradores y conquistadores de las Indias, tanto los conocidos como los anónimos: Núñez de Balboa, Ponce de León, Coronado, Cortés, la familia Pizarro, Orellana, Alvarado, Cabeza de Vaca, Bernal Díaz del Castillo, Oñate, Velázquez de Cuéllar, Grijalva, Nicuesa, Magallanes y Elcano. Esa Monarquía que saca oro y plata a raudales de América pero se lo deja en guerras y lujos, arruinándose sin remedio. En fin, el esplendor de Castilla, con Toledo, Salamanca, Valladolid y Sevilla a la cabeza. La España Imperial. Bien es verdad que con muchos fallos y carencias. Pero éramos algo. Cuando fuimos algo. No es cuestión de estar constantemente recordando el pasado glorioso y vivir de ello ni nada por el estilo, no se trata de eso. Pero, aparte de crítica y exhaustividad, la época merece todo nuestro respeto y admiración y no es sino otro modo de honrar a nuestra tierra , nuestros antepasados y nuestra cultura. Así que fuera corrección política. Y ojo con tocarnos la moral.

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