20.2.11

Albarracín




"La ciudad que lanza a las alturas su increíble perfil alucinado". José Ortega y Gasset.


Si se sale desde Valencia, siguiendo la Ruta Mudéjar por el camino de Segorbe y Teruel, atravesando páramos ocres y desolados, se llega a Albarracín.

Albarracín es sin duda una de las maravillas de España. De tan espectacular parece irreal. Centro de los celtas lobetanos en la Prehistoria, antigua taifa en tiempos medievales, conquistado por los aragoneses en 1285 y luego sede episcopal, a casi 1.200 metros de altura y al sur de la olvidada provincia de Teruel, el pueblo forma una perfecta simbiosis con el medio. Sólo consta de un millar escaso de habitantes y el casco antiguo permanece intacto y encajado en la roca, a suficiente distancia de la parte nueva del pueblo, el Arrabal.

Sólo he ido una vez a Albarracín. Y a mí, víctima en ocasiones de amor a primera vista, me ha bastado para tenerlo entre los lugares favoritos que haya visitado jamás. Cuando te adentras en sus adoquinadas y empedradas calles, de un profundo ocre, te crees en un decorado. Paseas por su increíble Plaza Mayor, recorres sus callejones, y subes al castillo medieval, tras una ardua y penosa subida de locos, y respiras el aire puro de la sierra, con aroma a pino, sientes algo muy especial.





Desde el castillo se puede observar el pueblo, inmediatamente a los pies, con su amalgama de cubos, como si hubieran despeñado multitud de cajas desde la montaña y así se hubieran quedado. Tal desorden cúbico sólo se rompe con las torres de dos iglesias, una de ellas la Catedral renacentista del Salvador, con su bonito campanario. Los peñascos y abismos cortados a cuchillo de la sierra se integran perfectamente como decorado, acogiendo en su interior, arrebujado en torno al río Guadalaviar, el pueblo de Albarracín.



El castillo, musulmán primero y cristiano después, desde su cima muestra orgulloso su multitud de torres, unidas por la muralla que salva un tremendo desnivel, mortal de necesidad.
Sus casas, bien ocres todas, parecen frágiles y a punto de resquebrajarse. Otras se encuentran al borde de un tajo, sostenidas quién sabe por qué. Bien pertrechadas con ladrillo y madera, ahí siguen aguantando las inclemencias del duro clima de estas alturas. Clima que no permite demasiada vida, demasiada vegetación. La montaña es en su mayor parte desnuda aunque los árboles se dejan ver. Pero es en la vega del río cuando el verde estalla, en contraste con el austero marrón.
Y así es. La austeridad del paisaje se une a la austeridad de las calles y de los edificios, y a la austeridad de la gente. De la escasa gente que se encuentra uno por la vía.




Albarracín, maravilla medieval de piedra, permanece prácticamente inalterable desde tiempos remotos. Ya dije una vez que, en mi mente fantasiosa, tengo a este pueblo como objetivo. A mí me gustan los pueblos viejos, ajados. Donde parezca que el tiempo se ha detenido. Y espectaculares. Nací en una ciudad y he vivido siempre en la ciudad. Soy muy urbanita. Pero no se me vendría el mundo abajo por vivir con mil personas. Pasados unos años, en estos tiempos que corren de tecnología, internet, globalización y modernidad, no me importaría retirarme aquí. Dejarlo todo por esto. Debe ser una vida plácida la de este pueblo. Plácida, austera, algo monótona y fría, muy fría. Pero a mí me gusta el frío. Mucho. Y aquí estaría alejado de todo y de todos. En tierra de nadie, con poca compañía. Con perros, y libros. Paseando por sus antiguas y heladas calles, o recorriendo su serranía sintiendo su limpio aire. Buena vida esa. Y punto, porque esto son mis derivas de ermitaño y de fantasioso. Es cierto que aprecio la soledad. Pero no siempre. No si encima es impuesta. La soledad debe ser voluntaria. Y me gusta. Aunque no eternamente. Otra cosa sería vivir con alguien en Albarracín...¿por qué no?

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